Выбрать главу

Esperaba estar haciendo lo correcto al permitir llevar a cabo aquel plan. Por su larga experiencia sabía que podía salir mal; siempre había un factor inesperado que nadie había previsto. Aun así, Ángel Gallardo llevaría un pequeño revólver y un transmisor japonés en miniatura de los más modernos con un micrófono oculto bajo el cuello de la camisa. Estaría también en todo momento estrechamente vigilado por las cinco unidades de agentes desde el mismo instante en que pusiera el pie en La Nogalera. Bernal encendió un Káiser y procuró relajarse, en el asiento trasero del Seat 131 negro.

A las 12.40 de la noche, el forastero alto y fornido volvió a subir las escaleras del Bajondillo e inició la subida hacia el restaurante Windmill. Se paró a mirar la costa que hoy estaba a oscuras. Había oído lo de las explosiones en la radio, en Torremolinos no había habido ninguna, pero dieron un breve informe de la explosión del Parador de Golf. Quizá volvieran a abrir las playas al público al día siguiente. Mientras proseguía su ascenso, se fijaba en los jóvenes que pasaban alegres, ignorando su presencia.

Algún día descubrirían lo amarga que era realmente la vida; vivían en un paraíso de tontos a aquella edad, pensó. Frunció los labios en una mueca de crueldad al doblar hacia el soportal, pasado el restaurante de La Fuente del nuevo recinto comercial. Se escabulló de la pequeña plaza, en la que tintineaba una fuentecilla, por un estrecho pasaje hacia el oscuro patio lleno de olor a jazmín del fondo, un lugar en el que pocos turistas se fijaban. Desde allí, una calleja de dos metros de ancho, que había sido en otros tiempos calle muy transitada de la vieja aldea de pescadores, corría tras los nuevos restaurantes, heladerías, y galerías de arte, dando casi toda la vuelta hasta la plaza de La Nogalera.

Era su lugar favorito. Desde la calleja agradablemente oscura, que le pertenecía sólo a él, podía observar sin ser visto la plaza atestada de gente y brillantemente iluminada, pues éste era su camino secreto hacia su terreno de caza. Ahora vacilaba: algo era distinto hoy; había un sutil olor a peligro. Recorrió con la mirada el brillante escenario desde su oscuro punto de observación: ¿qué pasaría?

El comisario Bernal se sentía como el director de un gran teatro: bajo él se desplegaba gran parte de la vida nocturna de Torremolinos. Los aficionados a ella tenían que cruzar y recruzar forzosamente en algún momento este punto central después de la medianoche, tambaleándose de un club o discoteca a otro, parándose algunos de ellos a charlar o a forcejear amistosamente, a la busca de nueva pareja unos, y otros de drogas blandas o duras. Con los prismáticos especiales de lentes nocturnas de treinta por setenta, Bernal podía captar todos los detalles de la zona de césped dominada por tres grandes magnolios. Comprobó el comisario que los cinco grupos de vigilancia estaban ya en sus puestos. Era absurdo pensar que su joven inspector pudiera sufrir algún daño con semejante vigilancia.

Toda la escena estaba dispuesta: sólo Ángel y Elena tenían aún que hacer su aparición para el primer acto.

El forastero alto y fornido se sentó en una caja de naranjas colocada boca abajo y contempló la escena desde la oscura boca de la vieja calleja. Se le ocurrió de pronto que era como estar entre bastidores en un gran teatro, pues desde allí se dominaba cuanto ocurría en el gran escenario bañado por la luz, e incluso más allá, en el auditorio iluminado por la luz reflejada; y nadie en absoluto podía verle. Tal idea le proporcionó una sensación de gran poder, aunque esta noche sentía por vez primera la presencia de una fuerza contraria, una amenaza oculta para sus actividades habituales.

Recorrió despacio con la mirada los edificios que enmarcaban la plaza de forma irregular. Debía ser su imaginación que estaba jugándole otra vez una mala pasada. No ocurría nada. Y precisamente en este momento, se fijó en la chica curiosa de la pensión de la zona baja que mantenía una violenta discusión con su joven y guapo acompañante, que se tambaleaba como si estuviera borracho o drogado. ¡Aquella chica de la nariz puntiaguda, cuánto la odiaba! Se había asomado a la ventana para intentar ver lo que estaba haciendo en la azotea de enfrente. Intentaba invadir su mundo secreto. Y ahora abofeteó al joven y acto seguido se alejó muy estirada por la calle de San Miguel abajo. El forastero alto y fornido observó con mirada depredadora al agradable joven mientras éste se tambaleaba y se desplomaba bajo el magnolio.

Igual que Keller, el chico alemán. El hombre alto sonrió al recordar. Pero éste quizá no correspondiera al tipo. Vio al agraciado joven incorporarse apoyándose en un codo y esnifar algo de una hoja de papel de aluminio. Ah, un adicto al smack, seguro. No tardaría en quedarse inconsciente un rato, luego volvería en sí.

El alto forastero miró atentamente a su alrededor, a la multitud cada vez menor de la plaza y a los dos municipales que pasaban haciendo su ronda. Nunca les había considerado una amenaza. Todo lo contrario. Solían intercambiar comentarios amables con él y felicitarle por el buen trabajo que hacía para ellos. Aún con una inexplicable sensación de inquietud que le hizo mirar en torno suyo una vez más hacia las ventanas a oscuras de las oficinas de los comercios de la plaza, decidió salir de su escondite al escenario. Y justo entonces, gran número de extranjeros vestidos de blanco irrumpieron vociferantes en La Nogalera, procedentes de la plaza de la Costa del Sol.

El comisario Bernal observó la interpretación de pelea de Ángel y Elena por sus potentes prismáticos y concluyó que habían hecho sus papeles muy convincentemente. Vio marcharse a Elena por la calle de San Miguel y luego admiró el solo interpretado por Ángel mientras se tambaleaba hacia el magnolio y caía en el césped. Bernal llamó a los cinco grupos de detectives:

– Atentos a todo transeúnte que actúe sospechosamente.

Examinó todas las entradas con los prismáticos y creyó notar movimiento en una bocacalle oscura en la que no se había fijado antes. Enfocó hacia allí los prismáticos en el momento en que irrumpía en la plaza, justo debajo de donde él estaba, lo que parecía ser la mitad de los hombres de la sexta flota americana, seguidos de cerca por un grupo de policías militares con cascos rojos.

¡Vaya por Dios!, suspiró Bernal. Iban a fastidiarles toda la operación. ¿De dónde diablos habían salido aquellos marineros? Llamó a Navarro por radio.

– Atención, Paco. Creo que habrá que llamar a retirada. Debe de haber unos quinientos marineros americanos ahí abajo. ¿Ha atracado hoy un barco? Cambio.

– Lo había olvidado, jefe. El Nimitz de los Estados Unidos entró en Málaga a las 10.45 en una visita de cortesía para dar a los muchachos un descanso en tierra. Palencia recibió un comunicado de la policía de Málaga.

– Pues la verdad es que no tiene nada de cortesía, ¿verdad? Se pasarán toda la noche recorriendo los antros del lugar. Será mejor suspender la operación esta noche.

Elena llegó al final de la zona ancha de la calle de San Miguel y dobló hacia la calle Casablanca. Miró a su alrededor para asegurarse de que no la seguían y atajó por la galería que, pasando por el restaurante La Fuente, da a la principal zona peatonal que sube de nuevo hasta La Nogalera.

A mitad de camino del recinto pavimentado, se cruzó con dos policías municipales y de pronto vio un montón de individuos de uniforme blanco corriendo y gritando por la plaza. ¿Qué diablos pasaba? Se puso rígida al divisar una figura alta y fornida que le resultaba familiar, corriendo por la plaza en su dirección. ¡Santo cielo, era el amante de los gatos! Un horror inexplicable la invadió al verle. Su extraña y ardiente mirada se clavó en ella al pasar; ella se volvió a toda prisa a mirar el escaparate de una galería de arte.