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Bernal cogió el aparato como si se tratara de una serpiente venenosa.

– ¿Comisario? Buenos días. No, todavía sigo de una pieza. ¿Hay alguna noticia de los otros centros turísticos o de la captura de los terroristas?

– Exijo saber qué está usted haciendo, Bernal -Navarro podía oír los tonos estentóreos con toda claridad-. ¿Por qué dejó usted que se le escaparan de las manos esos dos etarras ayer?

– Consiguieron eludir el cerco de la Guardia Civil que ordené tan pronto como recuperé el aliento después de la explosión. Escaparon por la vía del ferrocarril y seguramente tomaron un tren hacia el sur. Al menos estamos casi seguros de sus nombres, comisario, y espero recibir la confirmación en breve. Hemos dado alerta general en toda la costa.

– Eso no es suficiente, Bernal. Y aún hay más; he estado revisando toda una serie de investigaciones que ha pedido usted a la Interpol sobre ciertos jóvenes desaparecidos. ¿Puede saberse qué diablos tienen que ver con la campaña terrorista vasca? No puede usted perder tiempo y recursos en asuntos que nada tienen que ver con el problema.

– No estoy seguro de que no tengan nada que ver -replicó Bernal cautamente-. El secuestro de veraneantes extranjeros podría ser parte del intento de los etarras de desestabilizar el comercio turístico. Y me temo que los jóvenes desaparecidos hayan sido asesinados.

– Deje ese asunto, Bernal. Y es una orden. Que se ocupe de ello el inspector local. Insisto en que siga usted mis instrucciones originales y concentre todos sus recursos en la campaña de explosiones de los terroristas. ¿Está claro?

Navarro advirtió que Bernal se congestionaba y creyó que estaba a punto de presenciar uno de los rarísimos ataques de ira de su jefe. Pero el tono de su voz cuando contestó era sereno y controlado.

– Nos atendremos a las instrucciones del ministerio en todo momento. No hace falta que le recuerde que el mando y la dirección diarios de mí grupo son de mi exclusiva responsabilidad, ¿Está eso claro para usted, comisario?

– Haga exactamente lo que yo he ordenado -espetó el jefe del grupo antiterrorista.

– En cuanto el ministro pierda la confianza en mí -contestó Bernal en tono implacable-, ordenará seguramente que regrese a Madrid.

Colocó el teléfono lentamente en su sitio.

– ¿No le has colgado el teléfono, verdad, jefe? -preguntó Navarro nervioso.

– Creo que no. Esos ruidos chisporroteantes deben ser del desmodulador.

Bernal encendió un Káiser y contempló la tranquila escena de la calle: aunque en menor número que antes, los veraneantes se aventuraban a volver a las playas; Bernal señaló la costa y preguntó:

– ¿Es una decisión de Palencia, Paco?

– No, jefe; fue el jefe de policía de Málaga, tras consulta con Madrid. Los concejales, hoteleros y tenderos del pueblo han estado quejándose al ministro del perjuicio que todo esto supone para su comercio. Como han barrido toda la playa con detectores de metales y no se ha encontrado nada, Madrid ha ordenado levantar los cordones, aunque tendrán que aumentarse las patrullas de a pie de la policía y la Guardia Civil.

– Han dado esta orden justo cuando habíamos obligado a los etarras a salir de las playas hacia los paseos marítimos y los parques, donde es más fácil localizarles -dijo Bernal, pensativo-. ¿Por qué no pedimos la colaboración del público? Podrían hacerse unos folletos en cuatro o cinco idiomas pidiendo a la gente que denuncie cualquier actitud o comportamiento sospechosos, o abandono de paquetes, al policía más próximo.

– Palencia ha ido a consultar al jefe de policía la posibilidad de hacer un comunicado público, jefe.

– Quizá fuera eficaz, ya que los periódicos extranjeros están dando noticias sensacionalistas de las explosiones. Nosotros hemos de explotar la publicidad. Supongo que no hay cobertura de prensa de los jóvenes desaparecidos.

– Todavía no, pero puede producirse en cualquier momento.

Bernal tuvo una idea súbita.

– Llama a Zurdo a Fuengirola, Paco. Quiero hablar con él.

En seguida estaba al aparato el antiguo discípulo de Bernal.

– ¿Estás bien, jefe? Ya me he enterado de lo de la explosión de ayer en el Parador de Golf.

– Los informes sobre mis heridas son muy exagerados, Zurdo. ¿Ningún problema ahí, todavía?

– Ninguna explosión, gracias a Dios. La Guardia Civil tenía patrullas en estas playas casi desde el momento del comunicado del ultimátum. Así que es muy probable que los etarras no tuvieran tiempo de colocar ninguna. Mantenemos la vigilancia de todos los lugares turísticos, naturalmente.

– Creo que tendrías que investigar todos los casos de vehículos robados en Fuengirola desde la una del mediodía de ayer, Zurdo. Si consultas la lista de sospechosos terroristas, encontrarás la fotografía del número 2874, Patxi Berástegui, y del número 1342, Yolanda Aguirre. Estamos esperando la confirmación de las huellas dactilares, pero yo estoy casi seguro de que fueron ellos quienes colocaron la bomba en la pista de golf. Casi seguro que escaparon en tren, cogiendo el primero hacia el sur. Palencia ha mandado a su cabo a interrogar al revisor, que quizá les viera subir.

– ¿Qué te hace pensar que llegaran hasta el final del trayecto en Fuengirola, jefe?

– Podrían haber bajado del tren en Torremolinos, claro, pero avisamos por radio para que se controlara la única salida de allí, que es por una escalera mecánica. Como las demás estaciones son todas pequeñas, se apea poca gente, y Palencia cree que es más probable que siguieran hasta el final, donde podrían salir entre todos los pasajeros. Si está en lo cierto, seguro que no habrán tardado en intentar robar un vehículo para proseguir con sus planes. Ten en cuenta que su aspecto ha cambiado considerablemente: el hombre va afeitado y tiene el pelo corto, y la mujer se ha aclarado el pelo y parece mucho mayor que en la fotografía.

– ¿Crees que llevan consigo los explosivos y el transmisor de radio, jefe?

– Sospecho que deben tener un escondite en algún sitio, al que acuden por provisiones de vez en cuando -Bernal miró fijamente el mapa mural de la provincia-. Te sugiero prestar especial atención a todas las acampadas de la zona. En esos sitios, sus idas y venidas no llamarían la atención. Pediré al comisario de Marbella que registre el club de golf de Río Real y el parador estatal de las colinas de más allá de Ojén.

– De acuerdo, jefe, lo haré. Me pondré en contacto en cuanto haya alguna noticia.

Bernal colgó el teléfono y se volvió a Navarro.

– ¿Dónde están los demás, Paco?

– Miranda y Lista siguen con las investigaciones en hoteles y pensiones.

– ¿Y Ángel y Elena?

– Aún no han telefoneado, jefe. Volvieron de madrugada a la Casa España.

– Que vengan todos para una conferencia a las doce y media; y que venga también Varga. Ahora voy hasta la comisaría a ver a Palencia.

– ¿Se llevará adelante la operación de La Nogalera esta noche, jefe?

– Desde luego, pese a ese jefe de Madrid trastornado por el poder, que nos ha ordenado abandonar todas las investigaciones sobre lo que son realmente los delitos más siniestros y graves.

Cuando Bernal regresó al Hotel Paraíso al mediodía, ya había llegado Varga con los informes.

– Ha sido confirmado, jefe -dijo Navarro.

– ¿El qué?

– La identidad de la pareja vasca -dijo Varga-. Las huellas dactilares latentes que tomé en el Fiat abandonado y en el armario del parador coinciden con las huellas de Berta, el nuevo ordenador central de El Escorial. No hay duda: el hombre es Berástegui; y la mujer, su novia Yolanda. Se sospecha que pertenecen al Comando Madrid, responsable de la muerte de los dos oficiales militares el año pasado.

– Muy bien, Varga -dijo Bernal y luego preguntó a Navarro-: ¿Has informado a Madrid?

– Sí, jefe. Y he telefoneado a Zurdo a Fuengirola. Me ha dado la lista de cuatro vehículos robados allí desde ayer por la mañana.