– El vecino de al lado se ha ofrecido amablemente a llevarnos en su barca. Tiene cabina, así que no me quemará el sol.
– Y los niños podrán nadar lejos de las rocas al otro lado del cabo -dijo la cuñada-. Están hartos de las aglomeraciones de la piscina ahora que la playa no es segura.
– Pues vamos -dijo Bernal-. Los chicos estarán impacientes.
Bernal se quedó en el pequeño muelle viendo cómo subían a bordo del barco, bastante sólido, que tenía una pequeña cabina, y les despidió cuando salió del nuevo embarcadero. Se fue al bar del club náutico y se aflojó la corbata de seda. Decidió que necesitaba una caña doble de la cerveza del lugar, tuviera el sabor que tuviera.
La inspectora Elena Fernández llevó a Varga a la Casa España. La mujer del propietario, que estaba a la puerta, sonrió significativamente cuando su joven y bella huésped guió al joven forastero de cabello oscuro hacia su habitación. ¡Estas chicas españolas modernas! No eran mejores que las extranjeras a las que se habían pasado años criticando. ¡Mira que subirle a su habitación, y además antes de comer!
Elena ignoró la sonrisa de suficiencia de Anna y la mirada lasciva de Albert y cruzó con Varga el patio y subió la escalera interior hasta su habitación.
– Desde este balcón se dominan casi todos los tejados de enfrente, Varga.
Los gatos sarnosos de diversos colores dormitaban ahora tranquilamente a la sombra de las chimeneas.
– No hay donde ocultarse, aparte de esas chimeneas, inspectora.
– ¿Y la azotea del Red Lion? Da justo al lugar en el que él reparte la comida.
– Es una posibilidad -admitió Varga-. Pero tendré que utilizar una cuerda y un arpeo para intentar enganchar uno o dos trozos antes de que los gatos lo devoren todo.
– Eso cuando el individuo se haya largado, claro. De lo contrario se daría cuenta.
– Voy a hablar con el propietario del bar. Necesitaremos su colaboración.
Elena miró a la calleja en ambas direcciones.
– No es nada fácil que Lista y Miranda puedan ponerse a cubierto, ¿eh?
– El verdadero problema consiste en saber cómo sale el tipo de los gatos de la azotea después de darles de comer. Debe haber una forma de saltar a las casitas al fondo.
– Debo llevar un transmisor en la misma frecuencia que los de Lista y Miranda. Si Lista permanece escondido al fondo de la calleja en el cruce, junto al Britannia, y Miranda espera en el restaurante Windmill, en la parte de arriba, podré indicarles la dirección que toma.
– ¿Y si sigue hasta el final y se va por el otro lado? Yo llevaré un transmisor también, para avisar a Lista que dé la vuelta a la manzana y le siga.
Elena asintió y Varga se fue. Le vio cruzar la concurrida calleja y entrar en el Red Lion. Pese al calor agobiante, Elena tembló al ver a los gatos lamiéndose como si se prepararan para la siguiente ración de vísceras humanas. Tenía que controlar sus sentimientos, se dijo. No podía permitir que sus colegas masculinos la vieran aterrada. Pero el recuerdo de la mirada fija del individuo de los gatos la obsesionaba y llenaba sus momentos de sueño y de vigilia.
El comisario Luis Bernal se despertó con un sobresalto y buscó a tientas el reloj en la mesilla de noche. Eran casi las siete y media de la tarde y Consuelo y su familia aún no habían vuelto. Se levantó y fue al balcón. El inmenso sol poniente arrojaba una llamarada gloriosa en el horizonte marino gris oscuro. El embarcadero parecía lleno de barcos, aunque a aquella distancia no podía distinguir la barca grande del vecino.
El comisario decidió prepararse para las operaciones de la noche y se afeitó en el cuarto de baño. A las 7.50 empezó a preocuparse por la tardanza de Consuelo. Bajaría al muelle y haría algunas averiguaciones. La rojiza luz del sol quedaba ahora tapada por la punta rocosa desde el pequeño grupo de palmeras que había bajo los apartamentos. Al principio, la sombra resultante le impidió distinguir claramente al hombre y a la mujer que salieron de un pequeño coche rojo aparcado en el túnel que va de la carretera de acceso por debajo del principal bloque de apartamentos hasta el desembarcadero. Bernal se detuvo en la puerta del dúplex y esperó a que su vista se acostumbrara a la creciente oscuridad.
Salieron ahora una mujer rubia y un hombre de cabello oscuro que llevaba una bolsa de viaje. Procuró que no le vieran, observando su avance un tanto furtivo, pasado el parque de palmeras. Parecía que se dirigían al club náutico, donde ya habían encendido las brillantes sartas de luces de colores. Justo enfrente había un jardín ornamental de rocas y cactus, y vio que la pareja se paraba y se sentaba allí.
En cuanto se volvieron de espaldas, Bernal salió del portal y se dirigió al corto túnel para inspeccionar el coche aparcado ilegalmente allí. Comprobó que era un Renault-5 y la matrícula de Málaga le hizo recordar algo: seguramente se trataba de uno de los vehículos robados en Fuengirola el día anterior. En el interior, en el suelo del coche, distinguió lo que parecía una radio portátil en una bolsa verde de camuflaje… ¿Sería un transmisor? Probó a abrir la puerta del pasajero, pero estaba cerrada. Se dirigió rápidamente a la puerta del conductor; esta vez tuvo suerte. Se volvió a mirar para asegurarse de que no le observaban, abrió la puerta con suavidad y recogió el pesado aparato. Parecía claramente un radiotransmisor.
Bernal se dirigió ahora rápidamente al apartamento y entró. Desde la ventana pudo ver a la pareja agachada sobre una de las rocas del jardín. Se volvió a examinar su trofeo: era un transmisor sólido de fabricación checa. Alzó el teléfono, y llamó a Navarro.
– Ponme al habla con Zurdo en Fuengirola lo antes posible, Paco. He localizado a la pareja vasca. Están colocando una bomba frente al jardincillo del club náutico de aquí. Si Zurdo consigue actuar rápidamente les atrapará. Sólo hay una vía de salida de Cabo Pino y queda sólo a seis kilómetros.
– ¿No habría que avisar a los clientes del club, jefe?
– No, eso espantaría a la presa, y, de todos modos, tengo el radiotransmisor que necesitan para activar el artefacto.
Bernal volvió al balcón para comprobar si los sospechosos etarras seguían concentrados en su tarea. Casi inmediatamente sonó el teléfono. Era Zurdo.
– He enviado un grupo de geos y dos jeeps de guardias civiles están también en camino, jefe.
Bernal le indicó claramente los accesos al lugar.
– Tienen que cerrar la salida del túnel e instalar un cordón en la colina más abajo de la general 340.
– ¿Qué están haciendo, jefe?
– Están sentados en una roca y cuando pasa alguien simulan ser una pareja de enamorados. Es evidente que no tienen prisa.
– Salgo ahora mismo.
Bernal pensó en otra cosa entonces.
– Por amor de Dios, avisa a la patrulla de guardacostas, Zurdo; podrían intentar coger un bote en cuanto se vean acorralados. Y habrá que cerrar también el acceso a la playa por el suroeste, por si escapan por la costa. Hay una gran extensión de dunas con pinos ralos hasta el interior, que podría proporcionarles un buen escondite.
– De acuerdo, jefe; Cabo Pino pronto estará completamente rodeado.
Bernal fue a la habitación de los niños y encontró lo que quería. Unos pequeños prismáticos. Volvió al balcón y enfocó los prismáticos hacia el jardín del club náutico. Ahora no pasaba nadie, y evidentemente los sospechosos intentaban esconder algo bajo una de las rocas ornamentales. Llegaba al puerto un barco potente con los faros y las luces de navegación encendidos. Entró y atracó en el embarcadero. La pareja de vascos dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo y se sentaron abrazados, simulando ser una pareja de enamorados. Bernal enfocó los prismáticos hacia el barco. Santo cielo, era Consuelo, con su cuñada y los niños. ¿Dónde habrían estado hasta tan tarde? Con una sensación de aterrada impotencia, les vio pasar junto a la pareja de terroristas y salir al Paseo Marítimo. Pronto llegaron al dúplex de al lado y dieron las buenas noches al vecino que les había llevado a navegar. Bernal corrió al vestíbulo a su encuentro.