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Muy propio de la parsimonia de Eugenia acceder a gastarse casi un millón de pesetas en la instalación del cuarto de baño y negar luego a éste su función no conectando el agua.

Se dirigió bastante furioso al corral cubierto de maleza que estaba rodeado en tres lados por cuadras hacía mucho tiempo vacías. No había rastro alguno de ella ni de su hijo y la familia de éste. Luis cruzó la abollada puerta del huerto lleno de malas hierbas, y allí encontró a su nuera sacando agua del viejo pozo.

– ¡Papá! Qué sorpresa. Creíamos que no vendrías.

Luis se acercó a abrazarla.

– Sólo pasaré aquí una noche. ¿Dónde está mi nieto mayor?

– Santiago le ha llevado a ver cómo preparan la plaza de la iglesia para el encierro. El pequeño está todavía dormido -ella sintió un tirón en el cubo del pozo-. Papá, ayúdame. Me parece que se ha enganchado el cubo.

Bernal se inclinó sobre el brocal y tiró de la cuerda.

– Es mejor bajarlo y volver a subirlo.

Cuando empezó a sudar copiosamente a causa del ejercicio de bajar y subir el pesado cubo de madera, su nuera acudió en su ayuda. El cubo apareció de pronto con un fuerte «plaf», depositando a sus pies una gran tortuga.

– ¡Vaya, otra vez esa tortuga! Mamá me dijo que estaba en el pozo. Dice que vive ahí desde que ella era pequeña.

– Es sencillamente antihigiénico -dijo Bernal, contemplando al viejo quelonio con sumo disgusto. La tortura alzó la cabeza confiada y olisqueó la brisa de la tarde-. ¿Por qué no pides agua corriente a los vecinos de enfrente?

– Mamá dice que esta agua está limpísima y que es más pura que la clorada de las tuberías, pero yo la hiervo antes de dársela a los niños.

– ¿Y el servicio? -preguntó Bernal-. ¿Hay que seguir usando el montón de paja detrás del huerto?

– Me temo que sí.

– Es escandaloso -dijo Bernal, irritado-. Eugenia me prometió que antes del uno de agosto estaría conectada el agua. ¿Dónde está?

– En el huerto recogiendo «ratones», como dice ella. Creo que son una especie de nectarinas. Dice que va a hacer mermelada, pero la verdad es que son demasiado ácidos.

Bernal salió de la huerta, que evidentemente Eugenia había intentado escardar y regar, y pasó al gran huerto; no se la veía por ningún sitio. Se quedó mirando indeciso a su alrededor, hasta que sintió un golpe fuerte en el cogote. Alzó la vista y allí estaba su esposa, encaramada en las ramas de un árbol.

– Toma este cesto, Luis, y dame uno vacío.

– ¿Pero cómo has conseguido subir sin escalera, Geñita?

– Pues de la forma normal…, como siempre…, trepando por el tronco. He cogido tal cantidad de estos riquísimos ratones este año que creo que les venderé una parte a los vecinos.

Bernal examinó el cesto de diminutos frutos verdes y birriosos y dijo, con un bufido:

– Pero si no sirven para nada, Geñita. Por amor de Dios, no montes otro número y te pongas en ridículo ofreciendo a los vecinos semejante porquería como si no tuviéramos ni dos cuartos.

– Pero ellos los quieren, Luis -objetó ella en tono quejumbroso-. Dicen que para hacer licor, y han ofrecido cincuenta pesetas el kilo.

– Lo que pasa es que les chantajeas como siempre, Eugenia, porque saben que toda su tierra es tuya.

– Bobadas, Luis. Ahora llévate ese cesto vacío y déjalo en el corral a la sombra. Y tráeme luego más cestos vacíos del cobertizo.

– ¿Qué pasa con el agua, Eugenia? Me prometiste que ya estaría instalada.

– Los hombres vendrán un día de esta semana a hacerlo. Lo harán a cambio de la renta que me deben. Pero todo el asunto es un despilfarro increíble, Luis. Sabes muy bien que el agua la traen del lago artificial que han hecho junto al Duero. Estará sucísima y llena de greda.

– Será mejor que el que tenga tortugas.

– ¡Sandeces! Esa vieja tortuga es pulcrísima. En realidad, te las hubieras comido en sopa, ¿no?

Considerándolo todo, pensó Bernal, preferiría no hacerlo. Se preguntó cómo plantearía de nuevo la cuestión del divorcio. Viendo allí a Eugenia, en su medio natural, con la falda negra arremangada al estilo del lugar para subir al árbol, y con el respaldo moral que significaba la presencia de su devotísimo hijo mayor y de sus innumerables parientes, reconoció que la tarea era poco menos que imposible.

Adoptaría su actitud normal de no entender el problema. ¿No llevaban casados casi cuarenta años con toda la autoridad de los sacramentos y la ley, no habían procreado como exigían las Sagradas Escrituras, no se había mantenido ella siempre sólo para él? Correría un velo, de buen grado, sobre sus pecadillos, fueran éstos los que fueran, y pediría que hiciera confesión general con el padre Anselmo en Madrid a la primera ocasión. Le había recitado repetidamente sus razones: sabido era que a su edad los hombres solían sentirse temporalmente atraídos por jovenzuelas frívolas que sólo querían quitar a otras mujeres más honestas que ellas lo que ellas no habían podido conseguir. Con la ayuda de Dios, conseguiría superarlo. Y etcétera, etcétera. Seguiría en sus trece, ninguna razón la conmovía. Cuando Bernal volvió cansinamente con dos cestos vacíos del corral, se encontró a Eugenia sentada bajo el árbol al que antes estaba subida, bebiendo agua de un botijo agrietado.

– Esta agua de nuestro pozo es deliciosa, Luisito. Tan rica como siempre. Anda, pruébala.

Bernal alzó el goteante botijo sobre la cabeza e intentó tomar unas gotas. Sabía a pescado.

– Está fresca y buena porque dejé el botijo al sol y la evaporación la enfría.

Luis decidió ensayar primero una táctica distinta.

– He hecho un cheque de un millón de pesetas, Geñita, a tu nombre, para que pagues el cuarto de baño.

– Todo esto es tirar el dinero, Luis. Mis padres, y antes de ellos sus padres y sus padres antes de ellos, nunca sintieron necesidad de semejantes lujos, y podían habérselos permitido, así que ya me dirás por qué hemos de permitírnoslos nosotros.

Se embutió con mucho cuidado el cheque en el bolsillo del delantal.

– Ésa no es la cuestión, Geñita. En realidad, tú quieres que esta propiedad se revalorice, para los chicos, ¿no es así? Pues si no la modernizas no lo conseguirás, y en cuanto te mueras, tirarán la casa y lo venderán todo a los especuladores, que se darán buena prisa en construir en tu tierra esos horribles chalés.

Ella se estremeció.

– Los chicos no harían nada de eso.

Sabía que la tenía en sus manos, porque detestaba todas las urbanizaciones de edificios bastante humildes que estaban ocupando las pocas parcelas de la aldea que no le pertenecían a ella o a su familia. Ella no vendería nada para nada, pese a la escasa calidad agrícola del terreno, y lucharía por sus lindes y por sus derechos de agua como una tigresa siempre que surgiera un conflicto.

El sobrado de la casa estaba lleno de documentos legales polvorientos, que constituían la lectura exclusiva de Eugenia, aparte de su devocionario. Escrutaba con una lupa la antigua jerga legal, murmurando para sí las frases y la toponimia como si constituyeran la confirmación ritual de su posición social en el pueblo. Muchas veces había sorprendido al juez de la zona y a varios brillantes abogados de Salamanca con su insuperable conocimiento de la tenencia de tierras de toda la comarca, y, en momentos decisivos, presentaba como prueba una antigua escritura de propiedad, la copia de un contrato de venta o incluso de un fuero real que se remontaba al siglo trece. Ganaba siempre el pleito, ya fuera porque el juez de mediana edad temía su figura severísima y enlutada, de nariz ganchuda, con aquel desconcertante parecido a la viuda del difunto dictador, o porque era incapaz de descifrar los rollos imponentemente auténticos de pergamino que ella manejaba con absoluta destreza y citaba en voz alta en latín, viejo castellano o leonés, con gran aplomo.