Выбрать главу

– No enciendas las luces, Chelo. Llevaos a los niños a la habitación de atrás.

– ¿Pero qué pasa, Luis? ¿Una amenaza de bomba?

– ¿Qué te hace pensarlo?

– Me ha parecido sospechosa la pareja que hemos visto en el jardín del club náutico.

– ¿Cómo se te ocurre semejante idea?

– Bueno, ¿quién ha visto a una pareja cortejando mientras él sostiene una pala con el mango roto? ¿Están colocando una bomba allí? -se colocó a su lado en el balcón a oscuras.

– Estoy seguro de que sí.

– Me quedaré con mi cuñada y los niños en la parte de atrás, y tú haz el favor de apartarte de esa ventana.

– No te preocupes, los geos están de camino, y yo tengo el aparato de control remoto que iban a utilizar -señaló la cómoda-. El artefacto no puede explotar sin eso.

Por el rabillo del ojo vio un súbito movimiento en la entrada del túnel de la carretera. Entonces, una hilera de hombres con uniforme oscuro, cascos y rostros ennegrecidos, surgieron de las tinieblas.

– Acércate a mirar, si quieres.

Más lejos, a lo largo de la costa, hacia el suroeste, vieron los jeeps que se aproximaban por las dunas; y en la bahía, dos lanchas patrulla rápidas doblaban el cabo a toda velocidad y se encaminaban hacia el puerto.

– Es la hora cero, Chelo.

Observaron, conteniendo la respiración, a la pareja de terroristas que se ponían en pie de un salto y corrían hacia el coche robado aparcado en el túnel. Y entonces, al ver la hilera de geos que corrían ahora hacia ellos, el individuo sacó un arma y, agarrando a la mujer por el brazo, tiró de ella corriendo hacia la playa. Cuando los dos jeeps de la Guardia Civil con las luces de larga distancia llegaban a las últimas dunas, la pareja se volvió desesperada hacia el embarcadero, donde las dos lanchas patrulla del guardacostas habían apagado los motores junto a la hilera de barcos amarrados.

Acorralado, el terrorista apuntó hacia el jardín ornamental y descargó su arma en la roca. Hubo un destello amarillo cegador, seguido de un sonido silbante y de una explosión ensordecedora, cuya onda expansiva lanzó a Luis y a Consuelo sobre la cama.

– Creía que me habías dicho que no podía estallar -dijo ella en tono acusador.

– No se me ocurrió que fuera a hacer eso. Sin duda ha sido un tiro de suerte.

Consuelo se levantó y se acercó al balcón.

– No tanta suerte. Creo que los dos lo consiguieron. Espero que no haya muerto nadie en el club náutico; parece que ha sufridos muchos daños.

Se armó ahora un gran alboroto; toda la gente salía, asustada, y los geos y los guardias civiles llegaron al lugar de los hechos. Se oían ya cerca las sirenas y las campanas de las ambulancias y de los coches de bomberos.

– Voy a localizar a Zurdo y a decirle que ordene todo esto -dijo Bernal-. Yo tengo que irme a trabajar.

– ¿Irte a trabajar? -repitió Consuelo, incrédula-. ¿Ya esto cómo lo llamas?

– El caso más importante todavía no se ha resuelto, Chelo.

A las 9.30 de la noche, el fornido forastero alto salió de su extraña morada y se encaminó hacia el Bajondillo con un paquete envuelto en plástico mucho más grande de lo habitual. Esta noche sus gatos tenían un obsequio especial, pensó, aunque no había sido capaz de trocearlo, pero tenían garras afiladas y no les costaría mucho despedazarlo.

Se detuvo en el cruce de la calleja cerca del bar Britannia; se oía bullicio y cantos ruidosos. De pronto tuvo la sensación de que le observaban, tal como le había sucedido la vez anterior en La Nogalera. Se quedó vacilante en la entrada en sombras y miró atentamente hacia la parte alta de la calleja; no se veía a nadie. Recorrió con la mirada las ventanas de la estrecha calle; no veía nada alarmante. Tranquilizado en parte, salió audazmente a la luz de la farola una vez más y empezó a subir las escaleras de la Cuesta del Tajo.

Elena Fernández temblaba en la suave brisa nocturna, no sabía si de frío o de miedo, quieta tras las raídas cortinas de color rosa de su ventana a oscuras. Desde su puesto de observación podía ver muy bien a los transeúntes. La trompeta con la que practicaba el chico que vivía en una de las casas más abajo de la Casa España gemía lúgubremente el jazz irremediablemente desentonado; ¡cómo le había atacado los nervios aquel sonido en los tres últimos días!

Hablando en un susurro, comprobó el funcionamiento del transmisor que la comunicaba con Varga, ahora en el tejado del Red Lion, enfrente, y con sus colegas Lista y Miranda. Bernal, Navarro y Ángel Gallardo, estaban, tal como ya sabía, en la oficina del Hotel Paraíso a la escucha en la misma frecuencia. El jefe había insistido en que Ángel no se dejara ver en esta operación preliminar, para no poner en peligro su papel clave en la encerrona que seguía en pie para la madrugada. Bernal había decidido que tenían que determinar primero dónde vivía el hombre de los gatos y si lo que les daba de comer era de procedencia humana; entonces podrían conseguir una orden judicial para registrar su casa y llevarle a comisaría para interrogarlo. Si el resultado era positivo, Ángel no tendría que correr ningún riesgo en la operación prevista. Claro que sería mejor cogerle in fraganti delicto, pero Bernal nunca quería que sus colegas corrieran riesgos innecesarios.

El transmisor de Elena cobró vida.

– Aquí Lista. Posible sospechoso acaba de girar hacia el Bajondillo con un paquete grande.

Elena se estiró para ver al hombre entre las sombras móviles proyectadas por los faroles del fondo de la calleja. Luego vio la pavorosa figura alta avanzando hacia ella y retrocedió instintivamente hacia la relativa seguridad de su habitación. Atisbando entre el hueco de las cortinas, vio más claramente su rostro a la luz de las ventanas del Red Lion. Reconoció aquella cruel mirada fija; el hombre se detuvo entonces y alzó la vista directamente hacia su ventana. Elena se tambaleó asustada. Estaba mirando a su ventana, sólo a la suya, como si esperara verla allí. Empezó ahora a desenvolver el gran paquete, mirando arriba y abajo de la calle empedrada. Cuando se aseguró de que no había nadie a la vista, saltó la verja con extraordinaria agilidad y aterrizó en el tejado; los gatos empezaron a chillar y a arañarle las piernas. Elena le oía hablarles suavemente en voz baja mientras acababa de desenvolver el paquete; luego les arrojó lo que parecía un pernil de tamaño considerable.

Los gatos atacaron vorazmente su presa en tanto el hombre les contemplaba con aparente satisfacción, pues palmeó a uno o dos en el lomo mientras los animales rivalizaban entre sí para unirse al festín. Elena logró susurrar por el transmisor:

– Identificación positiva. Está en el tejado dando de comer a los gatos.

Volvió a retroceder, estremeciéndose cuando él alzó la vista de nuevo hacia su ventana; no había la menor duda de que era su ventana la que le interesaba, ya que no miraba a ninguna otra. Elena contuvo la respiración. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el individuo se había desvanecido. Se asomó con cuidado entre las cortinas echadas y miró a la calle arriba y abajo. No se veía absolutamente a nadie.

– Aquí Varga. No se deje ver, inspectora. Está agachado detrás de las chimeneas.

Elena se echó rápidamente hacia atrás. El viento nocturno movía las cortinas sin cesar. Con un poco de suerte, no se habría fijado en ella. Conteniendo de nuevo la respiración, oyó pasos en las tejas. La radio crepitó.

– Aquí Varga. ¡Se marcha! Ha cruzado el tejado y baja por una cañería de la pared de una de las casitas más bajas. Ahora estoy intentando conseguir la muestra.

Elena acumuló al fin valor suficiente para asomarse; vio la sombra de Varga que echaba una cuerda desde el tejado del Red Lion. El arpeo golpeaba las tejas con un leve sonido metálico que agitó momentáneamente a los animales que devoraban la carroña.