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– Aquí, Lista. Doy la vuelta por la calleja de abajo para localizarle cuando salga.

Elena miraba con ansiedad a Varga, que se inclinaba precariamente sobre los aleros y seguía echando la cuerda sin conseguir enganchar el trozo de carne, haciendo que los gatos se dispersaran asustados cada vez que lo intentaba. Consiguió al fin enganchar un trozo y empezó a alzarlo, en tanto que los frustrados animales gritaban y saltaban intentando recuperarlo. En seguida estaba fuera de su alcance, pero Elena temía que pudieran dar con una forma de saltar al tejado más alto para atacar a Varga.

– Voy a bajar para ayudar a Lista -comunicó Miranda.

Los gatos hambrientos alzaban ahora sus garras en vano hacia la pared lateral enjalbegada del Red Lion, aunque dos o tres de los más inteligentes intentaban saltar a una cañería de desagüe que bajaba desde el lugar en el que Varga ocultaba ahora su botín en una gran bolsa de plástico negro. Tenía que darse prisa, pensó Elena. Luego le vio desaparecer tras las chimeneas del bar y supo que intentaría bajar por el montante del otro lado.

– Aquí, Varga; ya voy, jefe.

Los maullidos de los gatos alcanzaron un nuevo crescendo cuando, al parecer, comprendieron que les habían arrebatado la comida. A los pocos minutos, Elena vio que el técnico salía del bar, dando las buenas noches animosamente al propietario, y se alejaba del Bajondillo hacia el pie del acantilado, desde donde subiría a la oficina de Bernal en el ascensor desde el garaje del hotel. Elena sabía que había un coche policial esperando para llevar a Varga al laboratorio de patología de Málaga, donde aguardaba el doctor Peláez para practicar los análisis de la carne.

Una vez conseguida la muestra, las órdenes eran mantener al sospechoso sometido a estrecha vigilancia, sin alarmarle. Elena miró hacia el Bajondillo y vio a Miranda que bajaba rápidamente, al resguardo de la sombra de las paredes. Lista comunicó:

– Le he localizado. Estoy en la esquina de la calle paralela al Paseo Marítimo. El sospechoso se acerca en este momento al grupo de casitas de pescadores que hay más abajo del acantilado.

Miranda alzó, al pasar, la vista hacia la ventana de Elena, luego se apresuró hacia el Britannia, al fondo de la calleja. Elena se preguntó entonces por qué no habría vuelto a saltar la verja el amante de los gatos; se había desvanecido de la misma forma en que Ángel y ella le habían visto hacerlo la primera vez. Suponía que no volvería a salir a la calleja; no podía soportar la perspectiva de que se parara bajo su ventana. Tanteó su pistola reglamentaria para darse un poco de la confianza que necesitaba desesperadamente.

No había el menor rastro de Miranda. ¿Habría entrado en el bar de más abajo para vigilar desde una ventana, o estaría escondido en el pequeño patio de al lado? Elena no tenía ni idea. Salieron del Red Lion, frente a ella, algunos jóvenes veraneantes; empezaron a gritar y a juguetear mientras subían al pueblo. La normalidad de su animación ayudó a Elena a recobrar la serenidad. ¿Debería seguir a Miranda y unirse a todos para la operación siguiente? Bernal le había dicho que permaneciera en la ventana de su cuarto hasta media noche. En realidad Lista y Miranda eran los más expertos del grupo en el seguimiento de sospechosos sin ser vistos. Se alternaban, parándose uno de ellos en un portal, mientras el otro le daba alcance, por si el sospechoso retrocedía. Elena sabía que tenían un sistema discreto y bien elaborado de signos para comunicarse sin necesidad de utilizar los transmisores, tan embarazosos y traicioneros. Ciertamente ahora mantenían un silencio radiofónico absoluto.

Bernal permanecía sentado en la oficina, con el inspector Palencia, fumando en cadena, escuchando los breves mensajes radiados amplificados en un altavoz.

– Espero que no se dé cuenta de que le siguen, Palencia.

– Quisiera que me hubiera permitido intervenir, comisario.

– Hubiera sido demasiado arriesgado. Puede haberles visto a usted y a sus hombres entrar y salir de la comisaría.

Ángel seguía mirando por la ventana como si esperara ver lo que ocurría en la oscuridad a lo lejos, mientras Navarro, sentado a su mesa, leía informes sin enterarse del contenido. La espera es lo más duro de la labor de un policía (y la mayor parte de la misma), que las películas de gángsters no revelan nunca. Finalmente, la radio cobró vida.

– Aquí, Lista. Ha entrado en una casa vieja a continuación del aparcamiento de coches de los Apartamentos Bajondillo. Es la tercera casa a la derecha del viejo camino que sube en diagonal hasta el final de la avenida del Lido.

Bernal se acercó al plano de calles, acompañado por Palencia.

– Esa calle se llama Camino de Marcelo -dijo el inspector local, señalando el lugar.

Bernal tomó el micrófono.

– ¿Lista? Bernal. ¿Hay alguna forma de rodear hasta la parte de atrás?

– No lo parece, jefe. La casa da al acantilado por la parte de atrás, y no tiene entradas laterales.

– Será mejor que usted y Miranda se queden ahí y le sigan si sale.

Bernal se volvió entonces a Palencia:

– Obtenga una orden de registro para esa casa.

– Voy a ver al juez de instrucción, comisario.

– No podremos detener al sospechoso a menos que el doctor Peláez obtenga resultados positivos del análisis de la muestra, pero eso llevará una hora o así. Sería una metedura de pata detenerle si no es más que un excéntrico amante de los gatos.

Bernal miró el reloj.

– Son casi las diez y cuarto. Si vamos a iniciar la operación de La Nogalera a las doce y media habrá que asegurarse de que todos tomen algo antes. Paco, dile a Lista y a Miranda que se turnen para tomar un tentempié en el bar más próximo; luego, pide que nos traigan unos bocadillos y unas cervezas. Será mejor que Elena venga ya.

A las 10.45 de la noche, en el laboratorio de patología del hospital de Málaga, el doctor Peláez y el patólogo de la policía local desenvolvían cuidadosamente el espeluznante botín de Varga, mientras el perito de Bernal iba a cenar algo a la cantina. El médico de la localidad hizo una mueca al oler el objeto putrefacto, mientras Peláez no manifestaba signo alguno de percibir el olor.

– Es la parte derecha de una pelvis con parte de la cadera, ¿no le parece, doctor? -el médico local asintió-. Tomemos primero unas muestras para análisis microscópico y luego lo diseccionaremos todo.

La quietud era absoluta en la calle a oscuras. Lista oía el ritmo de baile flamenco procedente de uno de los locales de la playa, y también el rumor apagado de olas a lo lejos. De arriba, hacia el suroeste, llegaba el gemido desentonado de un trompetista de jazz.

Lista había visto una luz cuando el sospechoso entró en la casa del Camino de Marcelo, pero ahora la casa estaba completamente a oscuras. Debía estar en una de las habitaciones de atrás, quizá cenando. El inspector se sentó pacientemente bajo un árbol en la zona herbosa que había al final de la calleja. Esperaba que Miranda le relevara pronto.

Eran las 11.10 cuando el doctor Peláez telefoneó desde Málaga. Navarro pasó el teléfono a Bernal.

– La muestra lleva muerta algunas semanas… Es imposible determinar cuántas porque al principio estuvo congelada. Se ha descongelado recientemente y está empezando a descomponerse. Varga está en camino con el informe mecanografiado.

– ¿Pero qué más puedes decirme ahora, Peláez? ¿Se sabe si es humana, o si es de macho o de hembra?

– Seguramente de macho, pero, desde luego, no es humana. Creí que ya lo sabías. Es media pelvis y parte del fémur derecho de un buen ejemplar de caprum hispanicum…, de unos tres años, diría yo.

– ¿Una cabra? -dijo Bernal asombrado-. ¿Y cómo lo consiguió? ¿Acaso venden los carniceros carne de cabra?