– Esta pieza fue correctamente despellejada y colgada y profesionalmente troceada, Luis. Y sí, algunos carniceros venden cabra, sobre todo en las zonas rurales. Seguro que has probado el churrasco de choto en algún restaurante madrileño…
– Por el bien de mi úlcera, me alegra poder decirte que no.
Después de dar las gracias a Peláez, Bernal se dirigió a Palencia.
– No nos aventuraremos a llevar a cabo ese registro, de momento. Si el tipo de los gatos es realmente el asesino de los jóvenes extranjeros, no se los está sirviendo a sus animales o, al menos, no lo ha hecho hoy.
– ¿Entonces seguimos adelante con la operación de esta noche?
– No se me ocurre otra cosa, aunque nos llevara dos semanas.
El teléfono sonó perentoriamente. Navarro lo alzó.
– Sí, comisario. Voy a ver si todavía está en el edificio.
Navarro miró inquisitivamente a Bernal y formuló la palabra «Madrid».
– Hablaré, Paco. Buenas noches, comisario. ¿Alguna noticia para nosotros?
– Zurdo ha hecho un trabajo excelente en Cabo Pino, Bernal. Cogió a dos de ellos con las manos en la masa, aunque sólo la mujer, Yolanda, sigue viva para poder interrogarla, es decir, si sobrevive. La han ingresado en la UVI de Marbella.
– ¿Resultó herido algún ciudadano, comisario? -preguntó Bernal, que sabía perfectamente la respuesta.
– Algunos heridos con rasguños sin importancia por los cristales rotos en el club náutico, eso es todo. Me ocuparé personalmente de que Zurdo consiga un elogio especial y una mención en la prensa. Pero, vayamos a lo importante: ¿Consigue usted avanzar algo en Torremolinos?
Bernal tragó saliva y luego decidió dejar que su antiguo discípulo se llevara todo el mérito.
– Zurdo es un oficial excelente. Veo que ha manejado la operación con gran brillantez -Bernal se interrumpió para encender un Káiser-. Creo que podemos llegar a la conclusión de que los dos individuos que colocaron el artefacto explosivo en el Parador de Golf son los que ha atrapado Zurdo en Cabo Pino, pero le ruego que ordene un bloqueo periodístico absoluto de cuarenta y ocho horas sobre el asunto de Cabo Pino. Eso nos permitiría seguir el rastro de sus cómplices y descubrir su escondrijo. Entretanto, seguimos manteniendo una estrecha vigilancia aquí. Puede estar usted seguro.
– Muy bien. Estoy de acuerdo en lo del bloqueo periodístico, pero espero que su grupo empiece a funcionar mejor de lo que lo ha hecho hasta ahora.
Bernal colgó el teléfono en silencio; pero era consciente de que los otros habían oído si no todos, sí algunos de los comentarios de su interlocutor.
– Seguiremos con nuestro plan, Palencia, sin informar a Madrid ni a Málaga. No se topa uno con un caso como éste más que una vez en la vida.
Poco después de la medianoche, las patrullas de policías de paisano ocuparon sus puestos en La Nogalera, mientras Bernal, como la noche anterior, se instalaba en la oficina de encima de la agencia de viajes que dominaba toda la plaza. Palencia y él se habían visto obligados a reagrupar a sus hombres en cuatro grupos, debido a la asignación de Lista y Miranda a la vigilancia de la casa del sospechoso; claro que ahora al menos tenían la ventaja de que en cuanto éste saliera del Camino de Marcelo, se lo comunicarían. Bernal había decidido ahorrarle a Elena la representación de novia ofendida, para que pudiera encargarse directamente del mando de uno de los grupos, el situado en el restaurante de la entrada de la galería comercial.
A las 12.40, Miranda y Lista, situados ahora estratégicamente a unos cien metros de distancia, vieron al sospechoso salir de casa, y pararse en el umbral de la misma como si olfateara el aire. Esperaron a ver qué dirección tomaba. El forastero alto encendió un cigarrillo, miró calle arriba y abajo, y luego se dirigió hacia el norte, Camino de Marcelo arriba. Desde debajo del árbol de enfrente, Lista le dejó adelantarse unos veinticinco metros antes de comunicarse por radio.
– Aquí, Lista. Se dirige hacia el norte, hacia la avenida del Lido. Le seguimos.
Bernal sabía que solamente él, Navarro y Miranda, podían oír este mensaje, pues los transmisores de los agentes situados en la plaza estaban sintonizados a otra frecuencia. Bernal dio al botón que conectaba su gran aparato con esta frecuencia y llamó a Ángel Gallardo:
– Acaba de salir, Ángel. Colócate en posición.
A continuación, Bernal llamó a Navarro al Hotel Paraíso:
– Paco, dile a Varga que él y su ayudante entren en cuanto llegue a la avenida del Lido.
El forastero alto y corpulento estaba muy preocupado. Pasaba algo, lo sentía desde la noche anterior. Aquella chica de la Casa España, ¿por qué le espiaba? La había visto en la galería comercial sola de madrugada, y ahora, esta misma noche, había visto su estúpida cara blancuzca atisbando entre las cortinas echadas de su habitación a oscuras. Sintió crecer en su interior un intenso odio hacia ella. Quizá tuviera que poner fin a aquello, impedirle que siguiera fisgando sus asuntos.
De vez en cuanto se detenía y se volvía a mirar. Tenía aún la sensación de que le seguían, y cada vez que se volvía a mirar, le parecía que un movimiento rápido cesaba bruscamente, aunque en realidad, nunca veía a nadie. Era aún más inquietante. Decidió que tenía que ser más astuto que quien le seguía: daría un largo rodeo por el Hotel Cervantes hasta la calle de San Miguel. La calle era larga y ancha, no había donde ocultarse; si le estaban siguiendo, les descubriría y luego se mezclaría con la gente en la plaza de la Costa del Sol y saldría a La Nogalera por la parte norte.
Bernal escuchaba con cierto desánimo los breves mensajes susurrados de Lista y Miranda. El individuo estaba dando muestras de nerviosismo y sospechas, y en la calle de las Mercedes, donde estaba ahora, era imposible ocultarse; había muros altos a cada lado y muy pocas bocacalles hasta llegar al Hotel Cervantes. Bernal les ordenó quedarse atrás. Desde el ventanal frontal del Hotel Paraíso, Navarro podría observar la llegada del sospechoso, y Palencia, que estaba al mando del primer grupo en la esquina de San Miguel, seguiría la vigilancia desde allí.
Bernal tenía una tercera frecuencia en su transmisor, que solamente intercomunicaba a Varga, Navarro y a él, y esperaba nervioso un mensaje por esta frecuencia. Al fin llegó.
– Varga al jefe. Hemos entrado.
Por fin el forastero alto estaba satisfecho; absolutamente nadie le había seguido por la desierta calle de las Mercedes. Se paró a encender un cigarrillo a la puerta del Hotel Paraíso, ignorando que Navarro le estaba observando. El forastero alto pasó ahora por el grupo de árboles, junto a los traficantes marroquíes. Cómo odiaba a aquellos buitres que se aprovechaban de la debilidad de los jóvenes. Ellos habían sido los causantes de la caída de su hermano pequeño, quien, a su vez, había partido el corazón a su madre, literalmente, provocando su muerte prematura. Debía seguir castigándoles por su perversidad; era su misión…, de inspiración divina, de eso estaba seguro, incluso en La Misión. Allá en Montevideo había hecho cuanto había podido, pero empezaron a espiarle y a fisgar sus secretos. Qué bien había hecho tomando aquel buque mercante hacia Málaga, aunque le hubiera costado todos sus ahorros, pues aquí había descubierto un auténtico caldero de brujas de vicios incalificables que a veces amenazaban con desbordarle. ¿Cómo podría, él solo, sin ayuda de nadie, limpiar de perversidad aquellos lugares? Así que tenía que procurar ser selectivo y cumplir con su pequeña parte para reducir la carga general de pecado.
Bernal escuchó con atención los breves informes radiados de Navarro sobre los movimientos del sospechoso desde las Mercedes a San Miguel, y pasó la información a Palencia; luego oyó al inspector local anunciar que su grupo había localizado al individuo al entrar en San Miguel. Como en esta calle había aún bastantes transeúntes y muchos portales de tiendas, al grupo le resultaba relativamente fácil la vigilancia.