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Desde su punto de observación, Bernal pudo ver que Ángel Gallardo se había colocado en posición junto al gran magnolio que se alzaba frente a una de las terrazas de bar que ya había cerrado. Elena Fernández dominaba mejor que nadie la posición de Ángel desde su punto de observación en la primera planta del restaurante. Súbitamente, la tercera frecuencia de la radio de Bernal se reanimó.

– Varga al jefe. No hemos encontrado nada incriminatorio hasta el momento. Hay algunos papeles en la mesa sobre la fundación de una misión para salvar a los jóvenes del vicio, con una dirección de Montevideo. También hay un pasaporte uruguayo a nombre de Héctor Malinsky, nacido en Artigas el quince de enero de mil novecientos cuarenta y uno. Profesión: miembro de la Orden de Jesús.

– Déme el número de pasaporte, Varga, Navarro se lo pasará a la Interpol. ¿Hay algún rastro de los jóvenes?

– Nada, jefe. Mi ayudante acaba de encontrar un congelador en la cocina. Ahora lo registraremos.

– Les avisaremos si el sospechoso da muestras de volver a casa, Varga. Corto y fuera.

Bernal no había explicado a Palencia su decisión de enviar a Varga a registrar la casa del sospechoso. Eso protegería al joven oficial si se presentaba posteriormente denuncia oficial. Bernal creía que tenía que conseguir algo, sólo una pequeña muestra de prueba material, que relacionara el individuo de los gatos con uno al menos de los jóvenes desaparecidos; así podría detenerle para someterle a un largo interrogatorio. Sin eso se hallaban en un punto muerto: podía someter a Malinsky a vigilancia continuada, pero no podía demostrar que tuviera nada que ver con la desaparición de los turistas extranjeros.

Mientras recorría con la vista la plaza casi desierta en la que los regadores habían sacado las gruesas mangueras para lavar el pavimento y las terrazas, Bernal comprendió que, dada la necesidad de que el grupo de Palencia siguiera a los sospechosos San Miguel arriba, aquella esquina de La Nogalera quedaba desprotegida. Llamó a Lista y a Miranda por la segunda frecuencia y les dijo que se estacionaran en la parte este de la plaza hasta que el sospechoso volviera a reaparecer.

El comisario tomó entonces los potentes prismáticos japoneses nocturnos y barrió con ellos el escenario. Un grupo de jóvenes extranjeros cantaban sentados en el pradillo próximo a las oficinas de las líneas aéreas que quedaban justo debajo de donde estaba Bernal. Y había otras cuatro o cinco personas entre los árboles, seguramente tomando drogas. Ángel se había colocado en el mismo césped que estos últimos, aunque un poco apartado de ellos, y simulaba estar dormido, con la cabeza apoyada en una pequeña mochila en la que guardaba su pistola y su transmisor. Llevaba un micrófono de control remoto pequeñísimo bajo la camisa de manga corta.

La segunda frecuencia transmitió:

– Aquí Palencia. Está saliendo de la plaza Costa del Sol y se dirige a La Nogalera.

Bernal escrutó la calle lateral que quedaba justo debajo de él y no tardó en tener en el punto de mira al sospechoso. Comprendió inmediatamente la primera reacción de Elena ante aquel individuo. Pese a lo melodramático que le había parecido, el retrato robot guardaba realmente bastante semejanza, pues transmitía la expresión demente de los ojos a la perfección. Al observar aquella alta figura, de fuerte constitución, Bernal tuvo la impresión de haberle visto antes, de que ya sabía que estaba allí, en aquel lugar, cometiendo sus crímenes. Representaba un desafío que había que aceptar y superar. Ahora tenía al sospechoso en la trampa. ¿Se tragaría el cebo que le había preparado?

Elena Fernández no necesitaba prismáticos para localizar la presencia del hombre de los gatos, ni para oír el mensaje de advertencia del jefe a Ángel. Podía sentir la presencia del individuo como una herida física. ¿Por qué le afectaría este criminal de aquel modo? Pues ella no dudaba en absoluto de su culpabilidad; lo había intuido ya la primera noche en que le vio en las azoteas del Bajondillo. Observaba ahora su tranquilo paseo por la plaza, evitando los fuertes chorros de agua de los regadores que, como auténticos aguafiestas, habían disuelto la alegre reunión de la zona occidental de La Nogalera.

Elena se puso tensa cuando el sospechoso se encaminó hacia donde estaba Ángel, que se incorporaba ahora, preparando lo que parecía ser smack en un trocito de papel de plata que calentaba encendiendo una serie de cerillas. Esnifó enérgicamente la mezcla por ambas fosas nasales; el tipo de los gatos se paró a mirar. El sospechoso se fue hacia la entrada de la galería comercial de debajo del lugar en el que ella montaba guardia, y Elena retrocedió para que no la viera. ¿Se iría de la plaza? Se detuvo de nuevo, esta vez para encender un cigarrillo. Se volvió a observar a Ángel de lejos. El joven inspector, que vestía una llamativa camisa blanca y plata de manga corta y holgados pantalones blancos, volvió ahora a estirarse con la cabeza apoyada en la mochila y una beatífica sonrisa en su hermoso semblante. ¿Resistiría la tentación el sospechoso? Todos los policías que observaban contuvieron la respiración.

Por fin, el forastero alto se volvió hacia la plaza y miró detenidamente a su alrededor; luego corrió a la zona herbosa y se sentó junto a Ángel. El cerco se estrechaba y todos los observadores permanecieron atentos a la conversación que pudiera entablarse.

Pero no ocurrió nada. El hombre fumaba sentado, mirando de vez en cuando al joven que estaba a su lado. Al cabo de un rato, Ángel simuló agitarse, se volvió de lado y volvió a hacerse el dormido. El forastero deslizó la mano en el bolsillo izquierdo de los pantalones de Ángel, pero sólo encontró un pequeño fajo de billetes que volvió a colocar con cuidado en su sitio.

Los regadores dirigían ahora los chorros de agua hacia la zona este de la plaza y Bernal les observaba inquieto, temiendo que pudieran estropear la transmisión. Pero no tenía que preocuparse; el forastero tocó a Ángel suavemente en el codo y le dijo:

– Eh, si no te vas de aquí van a empaparte.

Ángel simuló una gran somnolencia e intentó abrir un ojo.

– ¿Quién eres?

– Me llaman El Ángel de Torremolinos. Ayudo a la gente como tú a no meterse en problemas.

Ángel intentó incorporarse y el extranjero le cogió solícitamente del brazo.

– ¡Qué coincidencia! -farfulló el inspector-. ¡Soy tu doble!

Bernal esperaba que Ángel no hubiera exagerado su actuación.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó receloso el extranjero, soltando a Ángel el brazo.

El joven inspector volvió a echarse, apoyando cómodamente la cabeza en la mochila.

– ¡Yo también soy Ángel; estoy de vacaciones en Torremolinos!

El forastero pareció captar el sentido del farfulleo de Ángel y se echó a reír.

– Así que los dos somos ángeles. ¡Qué desconcertante! -sacó una cajetilla de cigarrillos-. ¿Fumas?

– No, gracias, tabaco no. Fumé antes dos porros.

El alto forastero sonrió y pensó lúgubremente: «Éste es igual que el joven alemán Keller.»

– ¿Dónde paras?

– En un sitio por ahí abajo -Ángel señaló vagamente hacia el mar-. En una pensión del camino del acantilado.

El chorro de agua dirigido expertamente por los regadores se aproximaba al sitio en que estaban.

– Vamos, te acompañaré -Ángel permitió que le ayudara a ponerse en pie, tambaleándose como si estuviera borracho-. Si quieres, te llevaré la mochila.

El verse separado de la pistola reglamentaria y del transmisor, de que dependía el micrófono oculto para que Bernal pudiera oír su conversación, preocupó a Ángel de pronto, pero no le pareció juicioso oponerse. El alto forastero le ayudó a caminar guiándole hacia la entrada de la galería comercial.

Bernal observaba inquieto a los cuatro grupos situados alrededor de la plaza, que empezaban ahora a acercarse al sospechoso; se estaban precipitando, pensó. Vio que Elena salía de la puerta del restaurante justo en el momento en que Malinsky volvía la cabeza; al verla, agarró a Ángel con fuerza, y echó a correr tirando de él.