– Ha visto a Elena y a los que le siguen. Corre hacia la galería -dijo Bernal con urgencia por radio.
Ángel intentó soltarse, y le oyeron gritar:
– ¡Oye, tú! Suéltame. ¿Pero qué haces?
Acto seguido, ambos se habían esfumado y el transmisor enmudeció.
Lo han estropeado, pensó Bernal con amargura, precisamente cuando todo estaba saliendo tan bien. Llamó a Navarro.
– Aquí Bernal. A todas las unidades, prioridad máxima a la liberación de Ángel Gallardo y al arresto de Malinsky.
Al darse cuenta de que el sospechoso la había reconocido, Elena se escondió en el portal del restaurante. Luego oyó la orden general de Bernal y ordenó a sus hombres seguir al sospechoso y a su rehén. El suyo era el grupo que estaba más cerca y podrían darles alcance rápidamente. Entró corriendo en la galería bien iluminada, pero no vio a nadie. Dos de sus hombres empezaron a registrar todos los portales y los otros dos corrieron calle abajo. Cuando llegaron a la churrasquería La Vaca Sentada, Elena divisó a los dos municipales que había visto la noche anterior.
– ¿Han visto ustedes al tipo por el que les pregunté ayer?¿El Ángel de Torremolinos?
– No, inspectora, hoy no le hemos visto.
– ¡Pero tiene que haberse cruzado ahora mismo con ustedes! Lleva con él a uno de nuestros colegas.
– Lo siento, pero no le hemos visto.
Elena volvió corriendo, justo cuando uno de los municipales empezaba a decir algo. Se encontró con Lista y Miranda, que se habían unido a la búsqueda; pero de los dos ángeles no había ni rastro.
Bernal subió el volumen de la primera frecuencia para intentar oír algo del micrófono oculto de Ángel Gallardo, pero sólo le llegaban ruidos estáticos. Habló con Navarro en la tercera frecuencia cerrada.
– El sospechoso ha huido llevándose a Ángel como rehén. Avisa a Varga que salga ahora mismo de la casa.
Bernal vio a Palencia y a su grupo corriendo por el césped e intentó ponerse en contacto con éclass="underline"
– ¿Palencia? Aquí, Bernal ¿Cómo pudo salir de esa galería el sospechoso?
La radio crepitó y se oyó a Palencia:
– Hay una vieja calleja detrás de las tiendas que parte del restaurante La Fuente. Llevaré a mi grupo rodeando por la parte de atrás, a la calle de Roca, y les cortaremos el paso.
Los otros grupos oyeron también este mensaje y Lista no tardó en dar con la estrecha entrada a la calleja.
– Vamos -le gritó a Miranda-. ¡Por aquí! Tú da la vuelta con tu grupo, Elena, y llegad a La Fuente antes que él.
Lista y Miranda corrieron por la oscura calleja iluminada sólo por el ocasional haz de luz de alguna ventana, en tanto que el tercer grupo les seguía, más despacio, parándose a registrar todos los portales y bocacalles.
Bernal habló con Navarro por la frecuencia cerrada.
– ¿Han salido ya Varga y su ayudante?
– Sí, jefe. En este momento.
– Diles que se queden fuera y que pidan ayuda si Malinsky vuelve a casa. ¿Ha intentado contactar con Ángel por radio?
– Su transmisor está completamente muerto. Tal vez Malinsky tirara la mochila al huir.
– Ya lo buscaremos luego.
Tras una carrera de cuatro minutos, Lista y Miranda llegaron a la placita de La Fuente, en la que desembocaban cuatro calles, y tropezaron con la jadeante Elena. Palencia y sus hombres aparecieron en ese momento corriendo por la calle de Roca.
– Se ha escabullido -dijo Palencia abatido.
– No puede haber llegado muy lejos arrastrando a Gallardo -comentó Lista-, a no ser que le dejara sin sentido y lo abandonara en algún sitio.
– Creo que deberían volver dos hombres y rastrear todos los rincones y esquinas de esa calleja -dijo Palencia-, mientras los demás mantenemos cuatro grupos y registramos todas las callejas que lleven a las dos vías principales que van al Bajondillo. Les advierto que es un laberinto, pero mis hombres se lo conocen como la palma de la mano.
El inspector local dio rápidas instrucciones que Bernal y Navarro oyeron por la frecuencia de radio abierta.
– ¿Comisario? ¿Querrá encargarse de que mi cabo de la comisaría envíe todas las unidades móviles que pueda reunir al Paseo Marítimo para cerrar las salidas del fondo de los caminos del acantilado?
– Inmediatamente -dijo Bernal-. Ahora vuelvo al Hotel Paraíso.
A las primeras luces del falso amanecer, entre un montón de desperdicios detrás de una tienda encontraron la mochila de Ángel Gallardo con la radio intacta y sin la pistola, pero de Malinsky y de su rehén no había ni rastro. El secuestrador no había intentado acercarse a su casa.
Bernal permanecía sentado en su despacho, abatido, tomando café solo y fumando un Káiser tras otro. Miraba cansinamente a Navarro.
– ¿Qué haremos ahora? La alerta general no ha servido de nada, y a estas horas los grupos deben estar agotados.
– Si es necesario, registraremos todo el pueblo casa por casa, jefe.
Bernal movió la cabeza.
– Eso llevaría mucho tiempo y Ángel corre un gran peligro, si es que no le ha matado ya. Malinsky debe haberle quitado la pistola y debe haberle amenazado con ella -Bernal se levantó de un salto con súbita decisión-. Llama a mi chófer y a Varga. Quiero echar una ojeada a la casa de Malinsky.
El robusto técnico de cabello oscuro entró en la oficina con su nervioso ayudante.
– Hemos conseguido una pista de los etarras, jefe. Me fijé en que aquel potente transmisor checo que consiguió usted en Cabo Pino tenía una amplia banda de frecuencias, cinco de las cuales estaban pregrabadas en la memoria del aparato. Mi ayudante se ha pasado toda la noche escuchando las cinco y ha detectado una señal de llamada regular a cada hora en una de las bandas. No nos hemos atrevido a enviar ninguna contestación, por supuesto, porque no conocemos las claves.
– ¿De qué puede servirnos esto, Varga?
– Hemos pedido dos furgones de la patrulla de tráfico para barrer la costa desde Fuengirola al suroeste hasta Nerja al noreste, y están estrechando gradualmente la distancia. El problema es que sólo pueden fijar una dirección en una transmisión breve a intervalos de una hora.
– Si se localiza la fuente de las transmisiones quiero saberlo de inmediato, ¿de acuerdo? Mientras tanto, quiero que me acompañes a la casa del sospechoso Malinsky.
Cuando llegaron al Camino de Marcelo eran las 6.10 de la mañana. Cuando el vehículo policial se detuvo con un chirrido ante la vieja casa de dos plantas, los dos policías que habían relevado antes a Varga saludaron. El técnico jefe sacó su ganzúa y no tardó en abrir la puerta principal. Bernal mandó esperar al conductor junto con los policías y les ordenó que utilizaran las armas para detener al sospechoso si aparecía.
El mobiliario de la casa era extraño: sólidos muebles estilo rústico ocupaban las dos habitaciones de la planta baja, pero los dormitorios estaban amueblados con lujo sorprendente, teniendo el principal cortinajes y colcha de seda.
– ¿Es esta casa propiedad de Malinsky, Varga?
– No, señor. La ha alquilado por seis meses. Encontré el contrato en el escritorio.
Una vez terminado el registro de todas las habitaciones, Bernal empezó a registrar la sala de estar más metódicamente, dejando que Varga buscara arriba ropa o equipaje que pudiera haber pertenecido a los cinco jóvenes desaparecidos. Después de revisar durante una media hora los papeles y documentos del buró, Bernal se fijó en el borde de un trozo de plástico que había al fondo del cajón del centro. Consiguió sacarlo con el cortaplumas. Se trataba de una llave con una tarjeta grande verde y blanca con el número catorce en negro. ¡Claro! Era la llave de la habitación que Keller nunca había podido devolver a los Apartamentos Lido. Bernal sabía que ya tenía la prueba. Llamó a Varga: