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– ¿Has encontrado algo?

– No, jefe. Nada de lo que pueda estar seguro.

– Baja. Quiero las huellas dactilares de la tarjeta de una llave -Bernal sostenía la llave aguantándola con la hoja del cortaplumas-. Con un poco de suerte aparecerán las huellas de Malinsky sobre las del joven Keller alemán desaparecido.

Cuando regresó al Hotel Paraíso, Bernal pidió nervioso que le dieran las últimas noticias.

– Nada nuevo, jefe, a no ser que la prensa extranjera, empezando con Paris-Presse, La Stampa, The Sun y Der Telegraaf, han colocado a los jóvenes desaparecidos en primera página, junto con artículos sensacionalistas sobre las explosiones de la costa… Uno de los periódicos ingleses llega incluso a bromear al respecto: Precio explosivo de las vacaciones.

Bernal suspiró.

– Sabía que sucedería. Pide a Madrid permiso para retirar de circulación todos los periódicos extranjeros que hablen del asunto que estén a la venta en nuestra zona. No queremos que el sospechoso esté sobre aviso. Llame luego a Palencia y que mande relevar a los otros agentes, con ayuda de grupos de ciudadanos si fuera necesario -Bernal dejó caer sobre la mesa un librito-. Es el pasaporte de Malinsky. Que hagan copias de la fotografía y las envíen a todas las unidades. La policía de Montevideo nos dirá, vía Interpol, si tiene antecedentes.

A las 7.45, Bernal decidió llamar a Consuelo.

– ¿Dónde has estado toda la noche, Luchi?

– La operación fue un desastre. Todo salió mal. Tengo que quedarme aquí hasta que encontremos a Gallardo.

– ¿No te referirás a ese joven madrileño tan majo?

– Me temo que sí. Le utilicé como anzuelo. ¿Cómo van ahí las cosas?

– No se ha podido dormir mucho aquí desde la explosión. Los niños están nerviosísimos. ¿Cuándo volverás?

– Te lo diré cuando llegue.

Cuando el sol salió e iluminó la bahía, anunciando un nuevo día de agosto bochornoso, Bernal se acercó una vez más al plano mural detallado de Torremolinos y se quedó mirándolo fijamente como si intentara adivinar cómo había conseguido Malinsky eludir a sus perseguidores, con el inconveniente de tener que hacerlo cargado con un rehén experto en técnicas de defensa personal. O había obligado a Ángel a acompañarle a punta de pistola o bien le había dejado inconsciente y había cargado con él. Puesto que el criminal no se había dirigido a su propia casa, sin duda tenía que disponer de algún escondrijo en el Bajondillo, no muy lejos del pueblo, razonaba Bernal. Por allí era por donde había que empezar el registro casa por casa. ¿Qué significado tendrían los gatos de las azoteas de enfrente de la Casa España? Algo tenían que ver sin duda con las misteriosas actividades de aquel individuo de mente muy enferma.

Bernal se dejó caer pesadamente en un sillón y cerró los ojos. Fue repasando mentalmente los acontecimientos de la noche, concretamente lo que había ocurrido en la azotea cuando Varga consiguió la muestra. Bernal se levantó de pronto con una sacudida.

– ¿Paco? ¿Tienes las grabaciones de todos los mensajes radiados de anoche?

– Sí, jefe. Se grabaron tres carretes -Navarro señaló el archivo.

– No, me refiero a la operación del Bajondillo, cuando Lista y Miranda siguieron primero a Malinsky hasta su casa.

– Sí, esos mensajes también están grabados, en otra cinta.

– ¿Puedo oírla, por favor?

Bernal se sentó con los ojos cerrados, y escuchó la serie completa de los mensajes registrados. Cuando oyó toda la cinta, dijo:

– Ahora rebobínala y enséñame a manejar la grabadora. ¿Cómo se para?

– Tiene un botón al lado para hacer pausas, jefe.

– ¿Tienes un cronómetro?

– Iré a mirar en el equipo forense. Debe haber uno.

Bernal se sentó delante de la grabadora, con lápiz y papel en la mano. Cronometró todos los comunicados de Elena, Lista, Miranda y Varga, y apuntó la duración de los intervalos entre ellos. Luego volvió a acercarse al plano mural.

– Existe una diferencia de por lo menos cuatro minutos, Paco -exclamó.

– ¿A qué te refieres, jefe?

– Desde el momento en que comunicó que Malinsky había dejado el tejado y Varga empezó a intentar enganchar la carne, Lista salió de la esquina de junto al Britannia para seguirle por la calleja transversal. Pero si Malinsky bajó sencillamente gateando por la cañería de desagüe de una de estas casas -Bernal señaló el lugar en el plano- ¿cómo es que tardó cuatro o cinco minutos más de lo que tardó Lista en llegar a la calleja? La única conclusión es que tuvo que pararse en algún sitio. Voy a echar una ojeada.

– Habría que llevar una fuerza numerosa, jefe.

– Pero no pueden dejarse ver. Yo simplemente daré un paseo matinal por el Bajondillo.

– Pues lleva al menos una pistola y un pequeño transmisor, por favor -comentó Navarro, que sabía lo descuidado que era Bernal en lo tocante a su propia seguridad, como si se creyera inmune a los peligros normales.

– Tienes que quedarte aquí y coordinarlo todo. Dile a Palencia que reúna un grupo de policías armados de paisano.

A las 8.15 de la mañana, el comisario Bernal bajó en el ascensor del hotel hasta el garaje y salió al Bajondillo. Comprendía que había sido absurdo no visitar el lugar a pie antes. Normalmente resolvía los casos llegando a conocer al dedillo el locus delicti, como si el espíritu de los lugares le contara lo que en ellos había acaecido. Se detuvo ahora a identificar los olores como un viejo mastín que sigue el rastro de los intrusos.

Ascendió los peldaños incómodos por demasiado espaciados hasta la Casa España y miró sobre la verja hacia los tejados, en los que un grupo de gatos famélicos de diversos colores maullaban amenazantes, ignorando que les habían privado de la comida de la noche por las órdenes de Bernal a Varga. El comisario sacó el cronómetro y comprobó lo que había tardado en llegar desde la esquina del Britannia por la calleja, que finalmente desembocaba cerca de La Roca. Tres minutos. Torció hacia lo que parecía un grupo de viejas cabañas, con todos los sentidos alerta. En algún sitio por aquí tenía que estar el escondrijo del criminal. Verificó su situación respecto al alto tejado de la Casa España, sólo visible al fondo de los tejados más bajos de las casitas, desde los que algunos de los gatos le miraban gruñendo furiosos.

Volvió a poner en marcha el cronómetro y lo paró cuando llegó a la esquina de la parte inferior de la calleja. Dos minutos. Aun aceptando que Malinsky hubiera bajado por la cañería en la oscuridad, no podía haber tardado en hacerlo más de tres o cuatro minutos. Sin embargo, había tardado siete u ocho minutos, exactamente el doble. ¿Por qué? Bernal encendió un Káiser y se volvió lentamente hacia el grupo de viejas casas bajo el acantilado. Pudo ver detrás de éstas una larga hilera de puertas desvencijadas que cercaban lo que parecían barracas hechas en el acantilado. Se encaminó hacia ellas paseando tranquilamente.

Malinsky se desplomó agotado en un sillón comido de polillas, con la pistola sobre las rodillas, mientras tres de sus gatos domésticos le frotaban la piel sarnosa contra los pantalones. Los gemidos que le llegaban de vez en cuando de la habitación de al lado le producían un maligno placer interior. ¡Demostraría a aquellos cabrones que no podían reírse de él! Pero lo dejaría para después, cuando consiguiera vencer su resistencia. Todavía le dolía la espalda por el agobiante descenso cargado que había hecho de madrugada.

Se sobresaltó al oír ruido de pisadas fuera. Corrió hacia la puerta de listones y atisbo por las rendijas, con el dedo en el gatillo del arma. Se tranquilizó; sólo era un viejo caballero grueso, vestido impropiamente para el calor que hacía, con traje y corbata, que, al parecer, daba un paseo matinal.