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Cuando la encorvada figura se acercó más, Malinsky vio el bigote fino y recortado y advirtió el notable parecido del individuo con el difunto general Franco. Algo en aquellos rasgos austeros le inquietó; se mantuvo alerta, listo para disparar si el viejo intentaba entrar. Seguramente era demasiado viejo para ser uno de los que habían estado rastreando la zona durante la noche. El anciano pasó a un medio metro de él y Malinsky contuvo la respiración. Se oyó otro gemido procedente de la habitación de al lado. Miró a ver si el anciano lo había oído, pero ni se detuvo, ni dio muestra alguna de haberlo oído. El uruguayo se retiró de la puerta y fue a amordazar a su prisionero mejor mientras los gatos chillaban nerviosos.

Bernal, cuyo oído era notablemente agudo para su edad, había captado el gemido humano y los maullidos de los gatos; y había sentido también con gran fuerza la proximidad de una mente maléfica. Regresó por la colina abajo, pasó por las casitas dormidas y llegó a la parte baja de la calleja, donde aguardaban Palencia y el grupo de agentes de paisano.

– Que los hombres no se dejen ver, Palencia. Estoy seguro de que se esconde en aquella hilera de barracas. Creo que oí gemir a Gallardo. No hay que hacer nada que induzca a Malinsky a matar a su rehén. ¿Para qué se utilizan esas barracas?

– Cuando yo era pequeño las utilizaban para curar y ahumar el pescado. Se ven las viejas chimeneas que sobresalen de la roca desde los ahumaderos.

– Es un lugar difícil para tomarlo -Bernal tomó una decisión rápida-. Llame al jefe de los geos a Fuengirola y examinaremos con él los planos detallados para ver si sus hombres pueden acercarse sin ser vistos.

– ¿Cree que Malinsky dispone de otras armas, aparte de la pistola de Gallardo?

– No podemos saberlo, pero algo es evidente: no vamos a arriesgar la vida de Gallardo.

A última hora de la mañana, el grupo de geos ya había llegado y su jefe estaba reunido con Palencia y Bernal planeando la operación. A las 12.45, visitaron la Casa España para examinar posibles accesos desde el balcón de Elena, provocando en Albert y Anna aún más desconcierto por las desvergonzadas orgías de la joven española.

– No podía haber elegido un sitio mejor, comisario -comentó el jefe de los geos-. Creo que habrá que hacer un asalto frontal cuando oscurezca.

– ¿Y qué me dice de esas viejas chimeneas de las barracas? -preguntó Bernal-. ¿No podría usted bajar algunos hombres con cuerdas y lanzar unas granadas de choque y botes de humo?

El jefe de los geos barrió con los prismáticos la cara del acantilado.

– Podría hacerse. Me gustaría tener una vista más de cerca del tejado de aquel bar de enfrente.

Pese a las objeciones de Palencia, Bernal insistió en acompañar al jefe de los geos a la azotea del Red Lion. El joven oficial saltó al tejado tal como había hecho Varga la noche anterior y se arrastró hasta el borde que daba al grupo de barracas. Se oyó súbitamente un disparo que le obligó a esconderse tras una chimenea mientras una teja rota saltaba y le pasaba a Bernal cerca de la cabeza.

– ¡Al suelo! ¡Está disparando contra nosotros!

Bernal estaba temblando.

– Es mala señal. Ahora esperará el asalto.

– ¿Podemos permitirnos esperar hasta mañana a primera hora? -preguntó el jefe de los geos.

Bernal consideró el asunto.

– En realidad, no podemos correr más riesgos. Creo que debemos atacar en cuanto oscurezca.

Con la ayuda de Palencia y de Navarro, se elaboró el plan hasta los últimos detalles. Seis hombres del Grupo Especial de Operaciones bajarían con cuerdas hasta el estrecho tejado de las barracas y arrojarían botes de humo por las chimeneas, en tanto que la fuerza principal atacaría cada uno de los lados desde las azoteas, utilizando granadas de choque mientras forzaban las puertas. Bernal insistió en observar la operación con Elena desde la Casa España.

En cuanto oscureció, los geos tomaron posiciones, se apagaron las luces de la calle en aquella zona y se acordonaron las callejuelas. En cuanto se hizo de noche, Bernal advirtió una débil luz en el escondite de Malinsky y supuso que era de una lámpara de aceite. Cuando el gentío de la calle disminuyó al acercarse la hora de cenar, Bernal consideró que había llegado el momento adecuado, si es que había un momento adecuado. Para entonces, Malinsky tenía que estar muy cansado, y seguramente también hambriento. Las largas horas de espera debían haber minado su sistema nervioso. Pero era físicamente muy fuerte y era esencial inmovilizarle al iniciar el asalto.

Bernal dio la señal por su transmisor y vio a los seis hombres del grupo especial empezar a bajar por la cara del acantilado con impresionante rapidez mientras sus compañeros tomaban las azoteas de ambos lados de las barracas. De pronto, pareció que hubiera estallado una gran guerra, con destellos brillantes y estruendosas explosiones y nubes de humo amarillo. Por los prismáticos nocturnos, Bernal podía ver la fuerza principal que echaba abajo las puertas y entraba en las barracas. Todo sucedió en pocos minutos, y pudo ver a los corpulentos hombres del comando arrastrar a Malinsky, con los brazos firmemente atados, que se debatía y gritaba como un maníaco, mientras los fornidos geos le llevaban hasta la «lechera» o furgón policial aparcado en la calle.

– Vamos allá -dijo Bernal a Elena que contenía la respiración a su lado-. Hay que averiguar si Ángel está bien.

Bajaron corriendo los largos peldaños y doblaron la esquina hacia los vehículos policiales.

– ¿Han encontrado a Gallardo? -preguntó con urgencia a Palencia.

– Todavía está dentro con los demás. Le están soltando ahora y bajándole. He pedido más ambulancias -Palencia posó una mano en el brazo de Elena-. Yo en su lugar no entraría, inspectora.

«¿Bajándole? ¿Más ambulancias?» Las palabras de Palencia resonaban lúgubremente en los oídos de Bernal mientras subía corriendo la cuesta hacia las barracas. En el interior, los geos estaban colocando lámparas de arco que proyectaban una pálida luz sobre la inconcebible escena.

Más allá de la miserable estancia en que había sido abatido Malinsky, había una serie de compartimentos en los que en otros tiempos se despiezaba y se limpiaba el pescado que luego se colgaba para que se secara y se curase. Las cuerdas y poleas originales se veían aún instaladas bajo las vigas ennegrecidas por el humo.

En el primer compartimento, los geos habían soltado a Ángel Gallardo de donde había estado colgado y estaban bajándolo suavemente para colocarlo en una camilla. Estaba inconsciente y mostraba una extensa y fea contusión en la sien derecha y tenía sangre en la cara y en el cuello. Bernal le tomó el pulso y comprobó que era firme y fuerte.

– Éste es mi inspector -dijo al jefe de los geos.

– Le llevaremos inmediatamente al hospital de Málaga, comisario. Está conmocionado, pero tiene buen color.

Mientras recorría la hilera de compartimentos, absolutamente descompuesto por el insoportable olor, sorprendió a Bernal ver seis cuerpos desnudos colgando de los garfios con brazos y piernas atados a las cuerdas. Mostraban señales de haber sido torturados salvajemente. Los geos estaban subiéndose a toda prisa para bajarles.

– Éstos tienen que ser los seis jóvenes desaparecidos -dijo Bernal-. ¿Están muertos?

– Dos de ellos se encuentran realmente en estado muy grave, pero todos respiran todavía.

Con furia creciente, Bernal pasó despacio junto a los cuerpos mutilados y los rostros lívidos y famélicos. ¿A qué prácticas inconcebibles les habría sometido Malinsky en los días que había tenido prisioneros a aquellos pobres muchachos? La intensa iluminación indirecta daba a la escena un aspecto dantesco y recordó a Bernal un cuadro que había visto en El Prado. Parecía una escena del Bosco.

– Lleven a estos muchachos al hospital inmediatamente, a ver qué pueden hacer para salvarles.