– Así ha de ser, Luis -prosiguió-. Quizá tengas razón en lo de la revalorización -admitió de mala gana-. Me encargaré de que los hombres conecten las cañerías mañana mismo.
Bernal decidió entonces que era el momento de pasar a cuestiones de mayor peso.
– Sabes que tengo que regresar a Madrid mañana, Eugenia. Hay muchísimo trabajo en las nuevas oficinas de Rafael Calvo. Aún no hemos pasado los archivos al ordenador. Sabes que tú y yo tenemos que volver a hablar del asunto de la separación legal. ¿Accederás a ello?
– Pero, Luis, por Dios, ¿aún no te has quitado de la cabeza esa estupidez? A un hombre de tu edad se le ocurren ideas muy absurdas. En vez de disponerlo todo para el otro mundo te estás volviendo tonto por éste. Anda, toma, ayúdame a preparar la fruta para hervirla. Luego iré a ver si ya está el puchero para la cena.
– Pero, Eugenia, tenemos que hablar de ello. Hemos de discutirlo. O no me dejarás más salida que pedir yo mismo la separación e irme de nuestro piso de Madrid.
– Tú haz lo que mejor te parezca, por muy pernicioso que pueda parecerles a todos los demás. Pero no esperes que yo vaya a ayudarte en tu locura, vamos, de eso nada.
– ¿Y es ésa tu última palabra?
– La primera y la última, lo sabes perfectamente. Tú quieres pisotear la ley divina. Yo no puedo hacerlo, y no te ayudaré.
Friedrich Albert yacía semiinconsciente en el agobiante y persistente calor nocturno de La Nogalera, en el centro de Torremolinos, bajo las hojas correosas de un gran magnolio grandiflora, flotando en un mar de beatitud. El tercer porro que le había dado la chica holandesa de los pantalones cortos amarillos que permitían ver sus largas piernas blancas, le había sumido en un océano de ensueños increíblemente sensuales; se veía en ellos en un tibio estanque, lleno de nenúfares, entre un corro de jóvenes arias que le bañaban y le acariciaban las partes íntimas. La sensación era tan vivida e insólita que no advirtió en absoluto las ávidas manos que hurgaban en los bolsillos de sus pantalones cortos de algodón de bastilla deshilachada, ni el intento de quitarle la mochila en la que apoyaba la cabeza.
Casi todos los turistas extranjeros que habían llenado antes las terrazas de los bares que daban al pequeño parque rectangular tomando enormes copas de a litro de cerveza Cruz Campo, Coca-cola o Fanta de limón, se habían ido a las dos de la madrugada para entregarse a otros placeres a puerta cerrada, en tanto que los agotados camareros apilaban las mesas y las sillas para cerrar. Los fotógrafos, cuyos ayudantes colocaban monitos a los posibles clientes en el hombro, se habían retirado para alimentar a los animales cubiertos de pulgas y revelar sus pésimas películas en blanco y negro, mientras que los múltiples vendedores callejeros se habían reunido para contar la recaudación y tomar una cena tardía a base de hamburguesas de vaca con salsa de tomate.
Entre la confusión producida por la mezcla de la cerveza que había ingerido y la marihuana que había fumado, Friedrich Albert no advirtió la pequeña batalla que se desarrollaba bajo el magnolio, ni la apresurada huida del ladrón adolescente que había intentado quitarle la mochila y que había conseguido hacerse con su cartera y su pasaporte, viéndose acto seguido obligado a entregárselos al sonriente y fornido forastero.
Una vez a solas con el joven rubio alemán inconsciente, el alto forastero abrió la cartera y revisó su contenido: un talonario de cheques de viaje casi agotado y unos cuantos billetes españoles. Examinó el pasaporte de la República Federal Alemana y comparó la fotografía del mismo con la cara del joven dormido. Se quedó un buen rato mirando la gran llave atada a una etiqueta de plástico verde. Luego devolvió con cuidado los objetos al bolsillo de los pantalones del joven, colocó en una postura más cómoda la cabeza del chico sobre la mochila, y se sentó a esperar al borde del césped de La Nogalera.
Pasada más de media hora, Friedrich Albert empezó a manifestar el rápido movimiento de los ojos del durmiente que experimenta un sueño vivido; no tardó en abrir y cerrar los párpados una o dos veces. Pasaron en aquel momento dos policías municipales hacia la calle de San Miguel. El forastero alto encendió tranquilamente un cigarrillo y ofreció la cajetilla a los agentes.
– ¿Está borracho?
– Drogado, creo. Se aloja en los Apartamentos Bajondillo. Le llevaré allá en cuanto vuelva en sí.
– De acuerdo. A su cuidado queda.
Los policías encendieron sendos cigarrillos y reanudaron la ronda. En la esquina de San Miguel, el más joven de los guardias miró hacia atrás.
– ¿Conoces a ese tipo?
– Ah, sí. A estas horas de la noche anda siempre por ahí. Es un sudamericano que lleva una organización de ayuda para jóvenes con problemas; ya sabes, drogadictos, desertores y todo eso. Le llaman El Ángel de Torremolinos. Les lleva a su alojamiento, o les busca albergue, y hasta les da algo de dinero si les han robado.
– Es un trabajo bastante extraño, sobre todo en plena noche. ¿Es honrado?
– Creemos que sí. Dicen que era misionero. De las pocas personas bien intencionadas que corren por aquí. Además nos ahorra un montón de trabajo.
Algunos juerguistas que bajaban de las discotecas cruzaron La Nogalera cantando beodamente. No prestaron ninguna atención a la figura inmóvil que yacía bajo el magnolio, ni al pacífico fumador sentado a su lado en el césped. La entrada a la estación subterránea de la línea de la Renfe que va de Málaga a Fuengirola llevaba horas cerrada; el terral que suele soplar allí a esas horas arrastraba las bolsas vacías de patatas fritas y otros desperdicios; algunas noches, el terral es tan fuerte que los transeúntes tienen que cubrirse los ojos para protegerse de los desagradables remolinos de polvo.
Llegaron a la plaza de La Nogalera los regadores y empezaron a conectar las anchas mangueras a las bocas de riego para lavar la plaza y las terrazas y regar el césped y los diversos arbustos y árboles de La Nogalera; no había entre todos ellos ningún nogal, pese al nombre de la plaza. Cuando los regadores se aproximaron, soltando buenos chorros de agua, la inmóvil figura sentada del forastero alto cobró vida y sacudió suavemente el hombro del joven tumbado.
– Eh, despierta, que te van a empapar.
Friedrich Albert se agitó, refunfuñó, e intentó abrir los ojos. Se incorporó vacilante apoyándose en un codo y alzó la vista hacia el afable y sonriente desconocido.
– ¿Dónde estoy? -preguntó en alemán.
El fornido forastero, que tenía una ligera noción de casi todos los idiomas europeos, le explicó que estaba en el centro de Torremolinos y que eran las cuatro de la madrugada.
– Intentaron robarte -añadió.
Vio al joven buscar instintivamente la cartera en el bolsillo lateral de los pantalones.
– No te preocupes, le impedí hacerlo y le eché con cajas destempladas.
– ¿Quién eres?
– Pertenezco a una organización de ayuda a jóvenes que tienen problemas. Si quieres, te acompañaré a tu apartamento.
Un gran chorro de agua cayó en el suelo a su lado, sirviendo de aviso mudo para que despejaran el lugar.
– Vamos. Los regadores nos empaparán si no nos largamos.
Sabía de sobra que no lo harían, pues son sumamente diestros en evitar mojar a conductores y transeúntes por igual. Ayudó al joven a ponerse en pie y dejó que se tambaleara vacilante al borde del césped.
– Vamos, te llevaré la mochila. ¿Dónde te hospedas?
El joven alemán se rascó la cabeza rubia un tanto desconcertado y señaló hacia la calle de San Miguel.
– Creo que queda por ahí. Hacia el mar.
El alto forastero le agarró el brazo con firmeza y le guió hacia la estrecha calle.