– Tranquilo, vamos. No te apures. ¿Bebiste mucha cerveza?
– Algunas Steinen, sí. Pero es que una chica holandesa me dio un poco de hierba. Es lo último que recuerdo.
– Bien, no te preocupes. Creo que no has perdido nada, y mañana te encontrarás mucho mejor.
Con paciencia infinita condujo al joven turista calle de San Miguel abajo, pasando por los comercios y los cafés cerrados y a oscuras, rodeando la pequeña fuente del restaurante Windmill, y por la larga serie de tramos de escaleras de la Cuesta del Tajo, hacia el Paseo Marítimo. El embriagante aroma de los jazmines en flor les envolvió al pasar bajo la hornacina que acoge la imagen del Ángel de la Guarda.
El joven alemán hacía eses de vez en cuando; agradecía el fuerte brazo que le aguantaba y también el no tener que llevar la mochila.
– ¿Recuerdas cómo se llama el sitio en que te hospedas?
– Sólo me inscribí. Pasé media tarde buscando habitación. Queda cerca de la plaza del Lido. Una especie de jardín rodeado de dos plantas de casas. Tuve que volver a subir hasta aquí a buscar el equipaje a la oficina de turismo.
– Creo que conozco el sitio.
Salieron de la zona iluminada por el farol encendido bajo la imagen al tramo oscuro del empinado camino del acantilado. El parapeto que les separaba de la larga pendiente que daba a los tejados del Bajondillo les sirvió durante un rato de lugar de reposo. El forastero alto encendió un Winston y ofreció otro al joven alemán.
– Danke. No fumo.
El fornido forastero sonrió y rió para sí. Vaya, el chico no fumaba, pero porros sí.
Abajo, en los tejados, alguien dio un súbito alarido, casi como el de un niño, que sobresaltó al joven alemán.
– Was ist das?
– Supongo que mis gatos que se están peleando.
– ¿Tus gatos?
– Bueno, digo que son mis gatos, aunque, en realidad, son gatos callejeros. Algunos son verdaderamente feroces. Tendrías que verles atacarse y pelearse. Sólo son míos porque les doy de comer, ¿comprendes? -sonrió cautivadoramente-. Ahora vamos a casa. Te vendrá bien dormir un poco.
– Y que lo digas -el joven alemán sonrió agradecido al tranquilizador forastero y le agarró el brazo, en un gesto de camaradería-. Vámonos ya.
No vio la mueca de intensa crispación de su compañero cuando le agarró del brazo ni advirtió la súbita rigidez de sus músculos. Luego, sin saber cómo había llegado hasta allí, Friedrich Albert se encontró completamente relajado en una cama doble blandísima, en una habitación cubierta de tapices de seda y decorada con grandes floreros de espigas de gladiolos. Volvió a soñar que estaba de nuevo en el estanque lleno de nenúfares, atendido por rubias huríes, sólo que ahora se quedó horrorizado al verlas convertirse en furiosos gatos famélicos, sarnosos e infestados de pulgas.
Sólo después, mucho más tarde, llegarían los ultrajes extrañamente inhumanos, el horror traumático, la sangre cegándole, el dolor desgarrador y ardiente y, al fin, la oscuridad.
El comisario Luis Bernal regresó a Madrid el sábado, 31 de julio, de pésimo humor. Bien es verdad que había llegado antes de lo que esperaba porque había logrado hacer una buena combinación tomando en Salamanca el expreso destino Irún hasta Medina del Campo y allí había enlazado, casi inmediatamente, con el Europa-express a Madrid-Chamartín. Como sólo eran las 5.45 de la tarde, decidió tomar un taxi e ir directamente a la nueva sede de la Policía Nacional, en la calle Rafael Calvo para ver cómo le iba a su segundo, el inspector Francisco Navarro, con el traslado del viejo edificio de la Puerta del Sol.
No es que a Bernal le preocupara nada a ese respecto. Paco era el inspector más eficaz de la Brigada Criminal, experto en archivos y en trabajo burocrático en general. No había trabajado fuera de la oficina desde hacía más de veinte años, salvo en emergencias, y era por naturaleza tímido con la gente y oficinista por inclinación. En los cinco días transcurridos desde el traslado de todos sus papeles de los ruinosos y atestados despachos de la calle de Correos, Paco había logrado imponer un cierto orden y había conseguido que les proporcionaran archivadores y demás mobiliario preciso.
En el taxi que llevó a Bernal por la Castellana desde la nueva y flamante estación de Chamartín hacía un calor sofocante, y la ciudad parecía aún más desierta que cuando se había ido el día anterior. Eran los días cruciales de la «operación salida», en la que más de un millón y medio de madrileños salen de la ciudad rumbo a la sierra o la costa, dejando paseos, avenidas y rondas casi sin tráfico y medio desiertas las terrazas de los cafés. Sólo quedaban en la ciudad la gente demasiado pobre para irse de vacaciones, los trabajadores que habían tenido la desgracia de elegir julio o septiembre para su período anual de vacaciones y los «Rodríguez» que habían llevado a sus esposas e hijos a sus chalés de la montaña o a sus apartamentos de la costa y que, sin la familia, esperaban darse la gran vida y aprovechar al máximo lo que quedaba de vida nocturna en la ciudad.
El taxi paró delante del resplandeciente edificio de hormigón y cristal color cobre de la calle Rafael Calvo. Bernal pagó al conductor. Buscó en el bolsillo su nuevo pase especial y se lo enseñó a los guardias de aire aburrido y uniforme beige y castaño de la entrada. Le saludaron y le permitieron pasar por las puertas controladas eléctricamente.
Bernal se sentía perdido en el inmenso vestíbulo de paredes de mármol; buscó con la mirada los ascensores para subir a la sexta planta. Allí encontró al inspector Navarro colocando un letrero de aluminio en su impersonal dependencia de oficinas: Grupo de Homicidios Número 1: Comisario L. Bernal.
– Es muy elegante, Paco.
– Recién llegado de los talleres, jefe.
Navarro se limpió la mano con el pañuelo y saludó a su superior.
– Espera a ver la terminal de ordenador que nos han dado. Creo que nunca llegaré a dominarla, jefe. Estoy encantado de que hayas llegado.
Escoltó a Bernal a su despacho particular.
– ¿Se han ido ya todos los demás de vacaciones, Paco?
Bernal suponía que su elegante inspectora Elena Fernández se habría ido con sus padres a la mansión costera de la familia en Sotogrande, mientras que su inspector más joven y rebelde, Ángel Gallardo, estaría camino a Benidorm o algún otro lugar de vacaciones parecido, con una o dos de sus muchas novias para divertirse durante un par de semanas.
– Elena se fue ayer, jefe, y supongo que los demás estarán para irse, aunque no creo que Lista y Miranda vayan mucho más lejos de la sierra de Guadarrama con la familia.
Sonó un teléfono en el despacho exterior y Navarro fue a averiguar cuál de ellos era.
– Todavía no me he acostumbrado a esto, jefe. Debe ser el teléfono interno -descolgó el aparato y escuchó un momento-. Es para ti, jefe.
Tapó el micrófono con la palma de la mano.
– Es la secretaria del director. Quieren que asistas a una reunión de comisarios urgente dentro de media hora. ¿Le digo que estás fuera de la ciudad?
Bernal suspiró y se puso al teléfono.
– Será mejor averiguar de qué se trata.
La oficina del director de Seguridad del Estado aún seguía en el edificio de Gobernación de Puerta del Sol, en el antiguo centro de Madrid. Este edificio imponente, coronado por un reloj Normal, cuyos diminutos carillones eran familiares a todos los españoles por los partes de Radio Nacional, se construyó, en principio, como central de correos, que se trasladaría en los años veinte al nuevo edificio «pastel de boda» irónicamente conocido como «Nuestra Señora de las Comunicaciones», de la plaza de Cibeles. Esta mole rosa y blanca, mucho más antigua, había sido destinada mucho antes al Ministerio del Interior, popularmente conocido como Gobernación.
Bernal salió del coche oficial que Navarro le había pedido y enseñó su placa dorada a los cuatro policías nacionales que hacían guardia en la entrada principal. Se preguntó cuántos individuos del mismo rango que él llegarían el día anterior a las vacaciones de agosto, cuando tradicionalmente todos los ministerios aminoran el ritmo al mínimo hasta la tercera semana de septiembre. Le parecía que todavía ayer los funcionarios públicos de Franco solían seguir la vieja tradición monárquica y trasladarse con todo el equipo a San Sebastián desde el diecinueve de julio al día de las Mercedes, el veinticuatro de septiembre, mientras el Caudillo pasaba el verano agasajando a sus invitados a bordo del Azor y navegando entre El Ferrol y la capital veraniega. La restaurada monarquía borbónica y su familia preferían una participación más breve y activa en los deportes estivales y se trasladaban al palacio de Marivent de Palma de Mallorca, donde el rey Juan Carlos participaba en regatas. En la actualidad, los funcionarios públicos, o al menos algunos, tenían que quedarse en la capital mientras que los ministros volaban a Mallorca para celebrar audiencias ocasionales con el rey.