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– Por supuesto, querido.

– En cuanto haya descubierto los detalles, queda sólo una cosa por hacer -afirmó seriamente.

Alba, que hasta entonces se había mantenido callada y vigilante, habló por fin.

– ¿A qué te refieres?

– Si realmente deseas saber la verdad sobre tu madre, tienes que ir a Italia.

Alba entrecerró los ojos. Aunque esa idea a menudo se le había pasado por la cabeza, jamás se había imaginado llevándola a cabo sola. En realidad, nunca había hecho nada sola. Observó a Fitz detenidamente. Era un hombre apuesto, encantador y gentil, y era evidente que estaba enamorado de ella. «Permíteme que vaya un poco más lejos, Fitz -pensó Alba-. Tú me acompañarás.»

4

Después de la cena y de una tercera botella de vino, pasaron a cubierta, donde se tumbaron bajo las estrellas que asomaban de vez en cuando tras un denso manto de nubes negras. Como hacía frío, se tumbaron muy juntos debajo de una manta mirando al cielo en vez de mirarse entre sí. Después de reírse como lo habían hecho, era inevitable que el vino, combinado con la belleza de la tempestuosa noche, provocara en ellos cierta melancolía. Viv pensó en su ex marido y se preguntó si sus libros habrían reemplazado a los hijos que nunca había tenido. Fitz era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el cálido cuerpo de Alba pegado al suyo y en la idea de tener un papel protagonista en la salvación de la joven, mientras que Alba llenaba el vacío de su espíritu con la imagen del rostro amable de su madre.

– Nunca he conocido el amor incondicional de una madre -dijo de pronto.

– Y yo jamás lo he dado -dijo Viv.

– Yo lo he tenido -dijo Fitz-. Y no hay en el mundo nada más maravilloso.

– Háblame de ello -le pidió Alba-. ¿Cuan maravilloso es? -Sentía como si un objeto invisible, a la vez sólido y pesado, le estuviera comprimiendo el pecho.

Fitz suspiró. El amor de su madre era algo que siempre había dado por hecho. Su mente conjuró entonces imágenes de aquellas ocasiones en las que, durante su infancia, había buscado el consuelo en brazos de su madre, y se sintió desesperadamente triste por Alba, porque no había llegado a conocer esa sensación.

– Cuando eres niño, sabes que eres el centro del mundo de tu madre -empezó-. No hay nada más importante que tú. Tu madre lo sacrificaría todo por ti, y a menudo eso es lo que hace, porque tu salud y tu felicidad son mucho más importantes que las suyas. Cuando te haces mayor, sabes que, hagas lo que hagas, por muy mal que te comportes, siempre te querrá. Para tu madre eres un ser brillante, inteligente, guapo y especial. No puedo hablar por todo el mundo, tan sólo por mí, pero creo que así debería ser siempre. Mi madre es mi mejor amiga. El amor que siento por ella también es incondicional. Pero los hijos son egoístas. Nunca ponen a su madre en primer término. Quizá deberíamos hacerlo.

– Me habría gustado haber tenido un hijo -dijo Viv con voz queda.

– ¿En serio, Viv? ¿Por qué? -Fitz nunca la había oído hablar de su deseo de ser madre.

– Es un anhelo muy profundo, Fitzroy, y la mayor parte del tiempo no pienso en ello. Sin embargo, cuando la noche es tan hermosa y estoy en compañía de amigos, me pongo a pensar en el valor de la vida y en mi propia mortalidad. Es entonces cuando tengo la sensación de que en cierto modo me he perdido un aspecto muy importante de ella. Pero estoy vieja y esos pensamientos inútiles no hacen sino emponzoñarnos el ánimo.

– Habrías sido una buena madre -dijo Alba, pensativa-. Ojalá te hubieras casado tú con mi padre y no el Búfalo.

– No creo que tu padre pudiera gustarme -respondió Viv con un suave cloqueo.

– No, supongo que no.

– ¿Le conoces? -preguntó Fitz.

– No, aunque digamos que no me gusta lo que sé de él ni de su mujer.

– Yo prefiero reservarme mi opinión hasta conocerles -dijo Fitz.

– Entonces, ¿vendrás? -preguntó Alba.

El quiso responder que haría cualquier cosa por ella, pero sin duda Alba debía de haber oído pronunciar esas palabras a innumerables hombres, de modo que se limitó a decir que no se lo perdería por nada del mundo.

Siguieron tumbados en cubierta hasta que las estrellas se retiraron y el cielo se nubló, dando paso a una ligera y persistente llovizna. El barco empezó a balancearse al tiempo que la corriente del río ganaba velocidad, y los crujidos y los golpeteos se intensificaron de tal modo que Viv decidió que ni siquiera iba a intentar dormir, sino que se sentaría a su escritorio y escribiría otro capítulo. Sin darse cuenta, Alba había abierto una vieja herida. No tenía sentido intentar cerrarla esa noche. Sólo la luz del día podía lograrlo y ella no tenía el menor deseo de pasarse el resto de la noche acostada, reconcomida por viejos lamentos.

Les dio las buenas noches y volvió dentro. Las velas se habían consumido y el gramófono estaba en silencio. El incienso seguía flotando en el aire y había otra botella de vino en la nevera. Se quitó el turbante y el caftán y se envolvió en una cómoda bata. Desmaquillarse resultaba siempre una experiencia que la ayudaba a recuperar la sobriedad. Sin maquillaje, parecía vieja. Sólo se miraba al espejo cuando no tenía más remedio y masajeaba su piel cansada con una crema espesa que prometía obrar milagros y dar marcha atrás al reloj. Le habría gustado poder dar marcha atrás al reloj. Volver a hacerlo todo, aunque de forma distinta.

El amor era un asunto precario. Se le ocurrió que resultaba mucho mejor escribir sobre él que vivirlo en primera persona. Era demasiado vieja para tener hijos y demasiado intolerante para vivir con alguien. Quizás encontrara a un hombre con hijos propios -Dios no lo quisiera- y terminara teniendo una hijastra como Alba. Lo cierto es que en secreto sentía cierta compasión por el Búfalo. En ese aspecto, Alba era un demonio egocéntrico de primer orden. Esperaba que Fitzroy fuera capaz de controlar su tierno corazón. Se merecía a alguien mejor que Alba. «Lo que Fitz necesita es algo seguro -pensó-. Una mujer hecha y derecha que cuide de él y no una Alba que sólo piense en sí misma.»

Fitz acompañó a Alba a su barco. Lamentó que no estuviera en el otro extremo del Embankment para poder así caminar juntos bajo la llovizna y seguir conversando. Muchas eran las cosas que le hubiera gustado preguntarle. Aunque la arrogancia de Alba le resultaba seductora, era la fragilidad de la joven lo que le atraía.

Quería ser su caballero de brillante armadura. Ser distinto de todos los demás. El único al que ella deseara retener a su lado.

Cuando llegaron a la puerta, Alba se volvió a mirarle y sonrió, dedicándole no su habitual sonrisa encantadora sino la triste sonrisa de una solitaria chiquilla.

– ¿Quieres quedarte? -preguntó-. Esta noche no quiero estar sola.

Fitz a punto estuvo de abrazarla y besar sus labios carnosos, asegurándole que se quedaría para siempre si ella así lo deseaba, pero sintió un insistente nudo en el estómago que no pudo ignorar. Si se quedaba a pasar la noche, sería como los demás.

– No puedo -respondió.

Los ojos de Alba se abrieron ligeramente. Nadie había declinado jamás una oferta semejante.

– Sólo a dormir -explicó, preguntándose qué la habría llevado a rebajarse a suplicar de aquel modo.

– Tengo una reunión a primera hora de la mañana y el maletín en casa. Lo siento -dijo sin demasiada convicción, recordando que tenía a Sprout encerrado en la cocina-. No creas que es porque no quiero -añadió al ver que Alba fruncía los labios en una mueca furiosa.

– Muy bien, pues buenas noches. -Le lanzó una gélida mirada fulminante antes de desaparecer en el interior del barco y cerrar tras de sí la puerta.

Fitz volvió caminando al Embankment e intentó recordar dónde había aparcado el coche. Se sentía tremendamente desgraciado. Alba se había sincerado con él en la cubierta de Viv. Entre ambos se había abierto un episodio de intimidad. Y ahora se habían despedido como desconocidos. Deseó regresar, llamar a su puerta y ensayar las frases que le diría. «Lo he pensado mejor… he cambiado de parecer… he sido un idiota al anteponer mi trabajo a ti… quiero compartir tu cama y tu vida… te amo con locura…» Estaba borracho y no podía encontrar su coche.