Pensó, en un arranque de infelicidad, que la noche había dado comienzo de forma muy prometedora. Probablemente, ahora que la había rechazado de un modo tan poco galante, Alba no querría que se hiciera pasar por su novio. Tenía frío, estaba mareado y seguía sin poder encontrar el coche. Normalmente lo aparcaba justo al doblar la esquina, en aquella línea amarilla. Recorrió la calle de arriba abajo preso del desconcierto, escudriñando las calles adyacentes con la esperanza de verlo aparecer mágicamente de la nada. Por fin, y después de un buen rato de pie en el mismo lugar mirando fijamente la calle, paró a un taxi. No se veía capaz de volver andando a casa.
Se dejó caer en el asiento de cuero y echó la cabeza hacia atrás.
– Clarendon Mews, por favor. -El taxista activó el taxímetro y arrancó, incorporándose a la calzada.
– Está usted un poco mojado -dijo, esperando algo de conversación. Había sido una noche muy larga.
– Me da igual -masculló Fitz-. Haría cualquier cosa por ella.
– Ah, una amiguita -dijo el taxista con una cómplice inclinación de cabeza. Estaba acostumbrado a que los corazones rotos descargaran sus problemas en el asiento trasero de su coche.
– Hay que ver la capacidad que tienen para destrozarnos. Una mirada, un parpadeo y nos hacen papilla. Papilla. Así es como me siento, como un montón de papilla.
– No sea tan duro consigo mismo, hombre. Ella no lo merece.
– Oh, ya lo creo que lo merece -suspiró Fitz melodramáticamente. El coche se inclinó a la izquierda y Fitz se inclinó con él, dejando rodar la cabeza sobre el asiento trasero como un melón-. No es una chica cualquiera. Es distinta de todas las demás.
– Eso es lo que dicen todos. -El taxista se rió entre dientes-. Eso pensaba yo de mi esposa. Ahora me he dado cuenta de que me da la lata como las mujeres de los demás. Quienquiera que inventó el amor, tenía un malvado sentido del humor. El problema está en que, cuando a uno por fin se le cae el velo de los ojos, ya es demasiado tarde, estás casado y ella no para de darte la lata sobre la mala suerte que ha tenido contigo. Si no fuera por ese truco del amor, ningún hombre recorrería el pasillo de la iglesia. Maldita sea mi estampa, eso es lo que yo digo, y se lo dice uno que cayó de cuatro patas como un auténtico gilipollas.
– Usted no lo entiende. Le estoy hablando de Alba Arbuckle.
– Alba… Bonito nombre.
– Es italiano.
– Yo en su lugar no me fiaría de ella entonces. No se pudo confiar en los italianos durante la guerra. Esperaron a ver quién ganaba y luego se decantaron del lado de los alemanes. Menudos idiotas. Pero les dimos su merecido, ¿o no? Les enseñamos a respetar a los ingleses.
– Alba es demasiado joven para saber lo que ocurrió en la guerra. -Fitz rodó hacia el lado contrario cuando el taxi giró por Clarendon Mews.
– ¿Qué número? -preguntó el taxista, al tiempo que reducía al mínimo la velocidad y se inclinaba hacia delante para atisbar por el parabrisas, sobre el que los limpiaparabrisas chirriaban hipnóticamente.
– La segunda guerra, naturalmente -respondió Fitz, irritado.
– No, ¿en qué número vive? -repitió el taxista, meneando la cabeza. Era siempre a esa hora de la noche cuando le tocaba llevar a borrachos en el taxi. Aquél era un tipo fino y no parecía violento, tan sólo melancólico.
Fitz abrió los ojos. Cuando se inclinó hacia delante, se encontró con su coche aparcado delante del número ocho.
– ¡Maldita sea! -dijo, frunciendo el ceño-. ¿Cómo demonios ha llegado aquí?
En su estado de embriaguez, Fitz era incapaz de distinguir las monedas que llevaba y, para alegría del taxista, pagó mucho más de lo que. debía. Introdujo como pudo la llave en la cerradura y entró tambaleándose. Estaba demasiado cansado para desvestirse y decidió tumbarse en la cama durante unos minutos, el tiempo justo para que la cabeza dejara de darle vueltas. Cuando abrió los ojos, eran las diez de la mañana y el teléfono no dejaba de sonar.
Logró incorporarse, apoyándose sobre un codo, y descolgó el auricular. Tosió para aclararse la garganta.
– Hola, soy Fitzroy Davenport. -Se produjo una leve pausa-. ¿Hola?
– Hola. -La voz de Alba le llegó densa y ahumada.
Fitz se sentó de golpe en la cama, incapaz de contener la alegría.
– Hola -dijo, feliz-. ¿Cómo te encuentras?
– Medio dormida -ronroneó Alba. Por su voz, se diría que todavía estaba en la cama.
– Yo también. -En ese momento, Fitz se acordó de que le había dicho que tenía una cita a primera hora-. Llevo en pie desde el alba. Anoche lo pasé muy bien, aunque estoy pagando los efectos del vino. Creo que fue esa última botella la culpable de este dolor de cabeza.
– Tengo una resaca espantosa -suspiró Alba-. De hecho, es poco lo que recuerdo de anoche. -No era verdad, pero no deseaba recordar el rechazo de Fitz. Este sintió una oleada de desilusión-. Sin embargo -continuó ella con un somnoliento suspiro-, me acuerdo del plan de Viv. Era muy bueno. Eso, claro está, si tu sigues dispuesto a participar. -Fitz se vio deslizándose entonces sobre la cresta de la ola en vez de forcejeando debajo de ella.
– Cuenta con ello -dijo.
– Bien. Llamaré al Búfalo y le anunciaré nuestra visita para este fin de semana. Va a ser muy aburrido, créeme. Será mejor que nos veamos antes para ponernos de acuerdo sobre cómo actuar.
– Me parece bien.
– ¿Qué tal el jueves por la noche?
– Te invito a cenar -sugirió Fitz, en un intento por compensarla después de haberla rechazado la noche anterior.
– No, ya prepararé yo algo aquí. Ven a las ocho.
Aunque Alba seguía furiosa con Fitz, le necesitaba. Además, el plan de Viv era realmente bueno. En cuanto Fitz estuviera del todo al corriente sobre Valentina, la acompañaría a Italia, donde ella conocería por fin a su familia. Se imaginó la escena. Las lágrimas, los abrazos, y luego las historias sobre la vida de su madre que tanto anhelaba oír. Habría fotografías. Quizás hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas, tíos y tías. Cada uno de ellos conservaría recuerdos que compartirían con ella. Rellenaría los vacíos de su memoria y volvería completa. Visitaría la tumba de su madre, le pondría unas flores y por fin su mundo recuperaría el orden.
Cuando llegó el jueves, Alba se encargó de que Rupert pasara antes por el barco a tomar una copa. El joven llegó temprano y con un gran ramo de rosas rojas cuyo aroma le precedió, transportado por la brisa. Alba salió a recibirle a la puerta con una bata de seda de color rosa apagado que apenas le cubría los muslos. Sus largas y lustrosas piernas culminaban en un par de zuecos de pelusa rosa que dejaban al descubierto unas perfectas uñas rosas, cuidadosamente arregladas esa misma tarde en Chelsea. Inspiró el olor de las rosas junto con la ya familiar colonia de Rupert, le tomó de la corbata y cerró la puerta dando un portazo. Pegó entonces sus labios a los de él y le besó. Rupert soltó las flores. Ella le cogió la mano y le llevó escaleras arriba hasta su pequeña habitación bajo la claraboya. Había llovido abundantemente la noche anterior y casi todo el día, pero en ese momento el cielo era de un intenso azul celeste y sólo unas pocas nubes rosas y grises pasaban flotando por él.
Alba se tumbó en la cama y Rupert se desnudó a toda prisa. Ella le observó con los ojos entrecerrados y la larga melena castaña desparramada alrededor de su rostro como una aureola. Tenía las mejillas rosadas y los labios ligeramente despegados, expectantes, lascivos. En cuanto terminó de desnudarse, Rupert cayó sobre ella, devorando su carne como el león devora a su presa. Alba cerró los ojos y le acarició lentamente el pelo mientras él descendía por su cuerpo al tiempo que le lamía la piel.