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A las ocho menos cuarto, ambos seguían acostados con los cuerpos entrelazados, acalorados y despeinados, sonriendo de satisfacción.

– Qué lástima que tengas que irte -dijo ella con un suspiro.

– La próxima vez no quedes para cenar. Así podremos pasar toda la noche juntos.

– Lo sé. Ha sido una estupidez por mi parte. Será mejor que nos vistamos. No quiero que Fitz me vea así.

– ¿Quién has dicho que es ese tal Fitz? -preguntó Rupert, intentando no parecer celoso. A fin de cuentas, él compartía la cama de Alba y Fitz no.

– El agente literario de Viv -respondió ella despreocupadamente, levantándose con un bostezo-. Es un tipo aburrido, pero le estoy haciendo un favor a Viv.

– Entiendo -respondió Rupert, más tranquilo.

– Llegará puntual y se marchará temprano, así podré descansar esta noche. Estoy exhausta. ¡Eres una bestia, Rupert!

El se puso los pantalones, sintiendo el cosquilleo de la excitación tironeándole de los calzoncillos.

– Qué lástima que tenga que guardarla -respondió con una sonrisa-. Está a punto para volver a la carga.

– Pero yo no. -Alba miró el reloj que tenía encima de la mesita de noche. Eran las ocho menos cinco. Conociendo a Fitz, estaría ante su puerta en menos de tres minutos, momento en el cual, pensó triunfal, Rupert estaría marchándose.

Fitz había comprado flores, unos lirios de tallo largo, y una botella de vino. Un vino italiano en preparación para el fin de semana juntos, que él había bautizado «Italia reconquistada». Se había salpicado la cara de colonia y estrenaba una camisa que su colega, al que le encantaba la moda, le había recomendado. Se sentía atractivo. También optimista. El simple hecho de que Alba le hubiera telefoneado era un claro indicador de que le había perdonado. Si se volvía a ofrecer a él, cosa que Fitz dudaba, aceptaría.

Bajó por el pontón con el corazón en vilo y el aliento acelerado y excitado. Un instante después se encontró frente a la puerta de Alba. Acababa de alzar la mano para llamar cuando la puerta se abrió y Rupert salió con paso firme, dedicándole una sonrisa altanera antes de subir por el pontón en dirección al Embankment. Cuando Fitz se volvió hacia la puerta, Alba le sonreía desde el umbral. A pesar de lo enfadado y humillado que estaba, sintió que el corazón se le caldeaba bajo el resplandor de su sonrisa. Era lo bastante inteligente como para saber que ella había planeado ese momento para ponerle en su sitio. Para demostrarle que le daba igual lo ocurrido. Y había funcionado. Fitz se sentía adecuadamente humillado. Cuando sonrió a su vez, lo hizo con retraimiento, dándole las flores.

– Oh, son preciosas -sonrió Alba, resplandeciente y feliz-. Vamos, pasa. -Cuando Fitz entró por la puerta, tuvo que pasar por encima de las rosas que estaban en el suelo-. Hoy es mi día de suerte -dijo Alba con una risilla, agachándose a cogerlas-. ¿A cuántas chicas conoces que reciban dos ramos en una noche? -La palabra «zorra» asomó a la mente de Fitz, que en el acto se sonrojó, horrorizado al verse capaz de pensar algo así de Alba.

– Mereces los dos ramos -dijo, decidido a no demostrar que se sentía molesto. La siguió por el pasillo hasta la cocina. Con un suspiro, y viendo el fantástico trasero de Alba moverse en sus ajustados vaqueros, Fitz pensó que no importaba quién hubiera rechazado a quién. Alba siempre parecía salir vencedora.

La pequeña casa flotante estaba hecha un desastre. Fitz echó una rápida mirada al dormitorio del piso superior. El antiguo canapé estaba cubierto de ropa tirada de cualquier manera, y en la balaustrada y las escaleras había un reguero de prendas. Había un gran armario abierto con los cajones también abiertos de cuyo interior asomaban bragas de encaje y brillantes combinaciones de seda como regalos abiertos apresuradamente. Había un par de zapatos de plataforma rosas abandonados en el suelo del pasillo, como si Alba acabara de quitárselos. Un montón de revistas de relucientes portadas salpicaban en el más absoluto desorden los sofás de color marfil del salón. Hacía semanas que el polvo se acumulaba en el interior del barco. El fregadero de la cocina estaba hasta los topes de platos y de tazas. Las habitaciones eran pequeñas, decoradas en tonos rosas y azules y de techos bajos. El lugar olía a perfume y a parafina, todo ello combinado con el agradable aroma de la madera pulimentada. Sin embargo, a pesar del caos reinante, el barco, como Alba, tenía un encanto enorme.

Ella buscaba jarrones en los armarios de la cocina. Como no encontró ninguno, metió un montón de flores en una jarra y el otro en la cafetera, sin dejar en ningún momento de parlotear sobre las cosas que «El carrizo del río» había encontrado en el Támesis, aunque por desgracia no la cabeza, dijo, ni siquiera el otro brazo. Luego le sirvió a Fitz una copa del vino italiano que éste había llevado.

– Qué detalle de tu parte haberte tomado tantas molestias -dijo Alba-. Y qué apropiado.

– Es para celebrar el comienzo de «Italia reconquistada» -dijo alzando su copa. Los ojos claros de Alba se oscurecieron y de pronto pareció conmovida.

– Es lo más bonito que alguien ha hecho por mí. Tienes una fe absoluta y estás celebrando mi decisión de abrir viejas heridas. Es más de lo que harían mi padre y mi madrastra. Juntos, les dejaremos encantados. Papá te abrirá su corazón. Te adorará. Viv me ha dicho que eres de esa clase de hombres que todo el mundo quiere.

– No estoy muy seguro de que sea bueno ser esa clase de hombre -dijo Fitz, encogiéndose de hombros-. He estado casado dos veces y sólo tengo cuarenta años. Tuve una gran fortuna en su momento, pero la he perdido en manos de las mujeres a las que entregué mi corazón. Todavía me siento culpable por haberles hecho daño y haberles destrozado la vida.

– Eres demasiado bueno -dijo Alba con total sinceridad-. Yo soy una inconsciente.

– No pareces capaz de hacerle daño a nadie.

– ¡Oh, Fitz!

– Bueno, tu sonrisa paliaría cualquier daño que pudieras infligir, de eso no me cabe duda.

Alba se rió de buena gana y encendió un cigarrillo.

– ¿No serás uno de esos románticos incorregibles? ¿Es ése tu problema? -Se sentó sobre la mesa, apartando los botellines de esmalte de uñas. Fitz la imitó.

– Sí, Alba, soy un romántico incorregible. Cuando entrego el corazón, ya nada puede convencerme para que lo reclame. Creo en el amor y en el matrimonio. Lo que ocurre es que ninguna de las dos cosas se me da demasiado bien.

– Yo no creo para nada en el matrimonio. Seguro que se me daría espantosamente. En cuanto al amor, en fin… hay muchas clases de amor, ¿no?

Fitz tomó un sorbo de vino y se sintió mejor.

– ¿Has estado enamorada alguna vez? ¿Enamorada de verdad? ¿Perdidamente?

Alba meditó la pregunta, inclinando la cabeza a un lado y mirando de soslayo desde debajo de unas pestañas largas y pobladas.

– No -dijo con seguridad-. No, creo que no.

– Bueno, todavía eres joven.

– Veintiséis. Viv me dice que ya puedo empezar a espabilar si quiero tener hijos.

– ¿Quieres tener hijos?

Alba arrugó la nariz.

– No lo sé. Todavía no. A decir verdad, no me gustan mucho los niños. Son dulces y todo eso, pero también son exigentes y agotadores. Da gusto mirarlos, pero sólo durante un par de minutos. -Volvió a reírse y Fitz se rió con ella. Su aire despreocupado resultaba casi hipnótico. Alba se tomaba las cosas con evidente calma. Él envidió su aparente tranquilidad ante la vida. Se le ocurrió que debía de ser muy fácil ser Alba.