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– No sentirás lo mismo cuando sean tuyos -le dijo, repitiendo lo que había oído decir a otra gente.

– Oh, eso espero. Me gustaría ser una buena madre. -Su voz se apagó y bajó los ojos, mirando desolada a su copa-. Creo que mi madre habría sido un buen ejemplo. -Alzó la mirada y sonrió tristemente-. Pero nunca lo sabré.

– Claro que lo sabrás -dijo Fitz rotundamente, estirando el brazo y tomándole la mano-. Porque vamos a descubrir lo que fue de ella.

– ¿De verdad crees que lo conseguiremos?

– Cuando hayamos terminado, la conoceremos muy bien, cariño.

– Oh, Fitz. Espero que estés en lo cierto. Llevo toda la vida deseando conocerla.

Alba no retiró la mano, sino que miró a Fitz con expresión ansiosa.

– Confío en ti. Sé que no me decepcionarás.

Y él rezó en silencio a quienquiera que estuviera escuchando para no hacerlo.

5

El domingo, a primera hora de la mañana, Fitz recogió a Alba en su Volvo con Sprout felizmente tumbado en la parte trasera del vehículo, observando a las gaviotas por el cristal. Tuvo que esperar abajo mientras ella se vestía. Pudo oírla encima de él, paseándose de un lado a otro mientras decidía qué ponerse. Fitz se había fijado en su ropa. Eran prendas cuidadosamente escogidas y de lo más elegantes. No entendía por qué Alba se tomaba tantas molestias. Estaría igual de seductora con un vestido viejo.

Echó una mirada por una de las ventanas del salón al barco de Viv, en el que no observó ninguna actividad aparente. La imaginó tecleando con un largo vestido suelto y el cigarrillo humeando en uno de sus platos color verde lima. Pensó también en la cantidad de veces que había estado sentado en esa cubierta intentando ver desde allí el interior del barco de Alba con la esperanza de captar alguna imagen de ella, un atisbo, cualquier cosa. Recordó la advertencia de Viv: «No te enamores, Fitzroy», había dicho. «Demasiado tarde», pensó él con un suspiro.

Fitz no se había sentido en absoluto decepcionado la noche en que habían cenado juntos. Había esperado marcharse después y volver a casa. Al menos, no se emborrachó ni perdió el coche. Se habían quedado hablando hasta pasada la medianoche con el estómago lleno del risotto que él había preparado. A pesar de su entusiasmo, Alba era incapaz de manejarse en la cocina. Le había hablado de su infancia, de su espantosa madrastra y de la sensación de aislamiento que había padecido durante toda su vida.

Fitz había intentado explicarle que era natural que su padre tratara de seguir adelante con su vida tras la muerte de su madre. La tragedia de la muerte de su esposa sin duda habría estado a punto de matarle. Y a eso había que añadirle el hecho de haberse quedado al cargo de una niña. Le habría sido imposible criar a su hija solo. Había necesitado a Margo. Alba no era más que una víctima inocente en su determinación de construir una nueva vida y olvidar el pasado.

– Me lo planteo desde el punto de vista de un hombre -le explicó Fitz-. Eso no quiere decir que tu padre te quiera menos, sólo que no quiere verse arrastrado de vuelta al pasado y probablemente también quiera protegerte a ti de eso.

Alba guardaba silencio.

– Puede que tengas razón -concedió por fin-. Pero eso no cambia lo que siento por el Búfalo. Simplemente lo siento muchísimo por mi padre. Oculta su infelicidad bajo una jovialidad superficial. Entusiasta y de buena pasta, ése es papá. Una copa a las seis, la cena a las ocho y media, un vaso de whisky y un puro en el estudio a las diez. Hasta que está a punto de quemarle los dedos. Se protege en la estructura de la rutina. Siempre el mismo traje de tres piezas de tweed durante el día, batín y zapatillas al llegar la noche. El domingo, almuerzo en el comedor. La cena en el salón, junto al fuego. La cocinera prepara el mismo asado todos los domingos, aunque siempre sirva algo especial cuando el vicario viene a comer. Pierna de cordero o buey, budín al vapor o compota de manzana. Sale a pasear por la tarde después de llegar de Londres en el tren de las seis y media, coge un bastón y supervisa la propiedad. Charla con el encargado, habla de los faisanes y de los árboles. Todo es siempre igual, nada cambia. Nada que altere la rutina. Hasta que encontré el dibujo que él jamás esperaba volver a ver. Le arrastré de regreso a su pasado. Pobre hombre, no sabe qué hacer conmigo. Aunque estoy segura de que hablará contigo. Es un hombre al que le gusta la compañía de otros hombres, y estoy segura de que eres su tipo.

Fitz no sabía si eso era bueno. Probablemente no lo fuera a ojos de Alba. Viv había descrito a Thomas Arbuckle como un «viejo fósil», aunque si durante la guerra había sido un joven soldado, apenas debía de haber cumplido los cincuenta años. Es decir, estaba lejos, muy lejos del crepúsculo de su vida.

Fitz se apartó de la ventana y de sus cavilaciones en cuanto Alba apareció en la entrada. Llevaba unos sencillos pantalones y una chaqueta de pana beige sobre un suéter de cuello alto blanco de cachemira. Se había recogido el pelo en una cola, dejando que el largo flequillo le cayera sobre la frente y los pómulos. Ni siquiera se molestó en disculparse por el desorden.

– Estoy lista. Me he puesto la ropa más conservadora que tengo para ir a juego contigo.

Fitz podría haberse ofendido de no haberse considerado un hombre de estilo conservador. Si embargo, una vez más, el comentario de Alba no hizo más que remarcar las evidentes diferencias que existían entre ambos y el hecho de que era impensable que él pudiera llegar a gustarle. Pero no se sintió desilusionado, porque al menos eran amigos, y eso era mejor que nada.

– Estás preciosa -dijo recorriendo el cuerpo de Alba con una mirada agradecida.

Ella esbozó una amplia sonrisa.

– Me encanta verte hacer eso -comentó, volviéndose y yendo hacia la puerta.

– ¿Hacer qué?

– Cuando me miras así. Siento tus ojos como si fueran un par de manos. Me hacen cosquillas.

Fuera hacía calor. La brisa primaveral serpenteaba río arriba, dibujando pequeñas olas en la superficie del agua. Las gaviotas flotaban en el aire y sus chillidos perforaban el apagado murmullo del tráfico.

– Espero que tengas un coche que encaje con tu imagen. Y que no sea un deportivo. Papá desconfía de los hombres con deportivos.

– Tengo un Volvo bastante viejo y destartalado.

– Me parece bien. -Entrelazó el brazo al de él-. Tenemos que presentarnos como si fuéramos pareja -añadió al ver la mirada burlona que asomó a los ojos de Fitz.

Alba saltó al asiento del copiloto, no sin antes echar unos libros y un manuscrito a la parte de atrás del vehículo para dejar espacio libre. Aparte del caos literario, el coche olía a perro.

– No sabía que tuvieras perro -dijo cuando Fitz subió al Volvo y encendió el motor.

– Sprout. Está en la parte de atrás.

Los ojos de Alba se abrieron como platos.

– Espero que no sea una andrajosa ratilla como los de Margo.

– Es un cruce de springer con pointer.

– Lo que tú digas -suspiró, volviéndose a mirar-. Oh, sí. Perfecto. A Dios gracias es un perro de ladrido potente. Odio los perros chillones.

– Te aseguro que el ladrido de Sprout es muy masculino.

– Menos mal, de lo contrario tendría que dejarlo aquí, a menos, claro, que esté dispuesto a comerse a las ratas para merendar.

– No le hagas caso, Sprout. No es tan insensible como parece. -Oyeron suspirar pacientemente al perro en la parte trasera.