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– Tú espera y entenderás cuando los veas. Al Búfalo le gustan las cosas que puede llevar por ahí bajo el brazo.

– ¡Espero que no lo haga con tu padre!

Alba soltó una risilla y le empujó con un gesto juguetón.

– ¡Bobo! ¡Es fuerte, pero no es Hércules!

Charlaron durante todo el trayecto por la A 30. Cuando salieron de la carretera principal y empezaron a circular por las estrechas y serpenteantes carreteras secundarias, el paisaje se reveló en todo su esplendor. Los bosques estallaban en un clamor de vida con la llegada del calor, vibrando con un verde lustroso y fosforescente que a Fitz le recordó los pequeños platos de Viv. El aire era dulce y estaba impregnado de olor a azúcar y los pájaros volaban en lo alto o se posaban en los cables del tendido telefónico, tomándose un descanso de la rigurosa tarea de construir sus nidos. Alba y Fitz guardaron silencio y miraron a su alrededor. La amable tranquilidad de la tierra era un refrescante antídoto contra el bullicio y el ajetreo de la ciudad. Calmaba el alma y animaba a respirar hondo, desde las profundidades del pecho. Fitz sintió que se le relajaban los hombros y que se le vaciaba la cabeza de todos los fastidiosos quehaceres que exigía su trabajo. Hasta Alba parecía haberse calmado. Con aquel paisaje verde como telón de fondo, parecía más joven, como si no sólo hubieran dejado atrás la ciudad sino también la sofisticación urbana de la joven.

Fitz redujo la velocidad y giraron por el camino privado. Tendría unos quinientos metros y estaba bordeado de unas majestuosas hayas cobrizas cuyos capullos empezaban a abrirse, revelando unas tiernas hojas rojas. A la derecha, se extendía un campo que colindaba con un bosque oscuro. Un puñado de caballos que pastaba en el campo apenas se molestaron en levantar la mirada para ver el motivo de aquella interrupción, y un par de conejos de tamaño considerable, con los hombros encogidos y las orejas erguidas, se apiñaron el uno contra el otro como sumidos en una profunda conversación. Fitz estaba encantado. Sin embargo, nada podría haberle preparado para la belleza de la casa.

Beechfield Park era una gran mansión de ladrillo rojo y piedra dotada de un carácter y de un encanto inmensos. Las glicinas y las clemátides trepaban por las paredes con absoluta libertad de movimiento y dirección. Aunque las ventanas eran pequeñas, estaban alertas como ojos, siempre vigilantes y vivos. Los tejados eran desiguales y curvos, como si el espíritu de la casa se hubiera rebelado contra las astringentes líneas del arquitecto y hubiera flexionado y estirado las extremidades para ponerse cómodo. El resultado era un edificio extremadamente acogedor.

– Es gloriosa -exclamó Fitz cuando el coche hizo crujir la grava a su paso y se detuvo delante de la puerta principal.

– Fue propiedad de mi tatarabuelo -explicó Alba-. La ganó en la mesa de juego. Desgraciadamente, perdió allí a su esposa antes de poder disfrutar de ella. -Alba nunca permitía que la verdad interfiriera con una buena historia.

– ¿Perdió a su esposa en el juego?

– Sí, en manos de un rico duque.

– Quizá ella fuera un espanto.

– Bueno, no creo que fuera una mujer demasiado despampanante si estuvo dispuesto a jugársela de ese modo. ¡Ah, las ratas! -dijo entre risas mientras los chillones terriers de su madrastra se escurrían por la puerta-. Son el amor de Margo. ¡Por el amor de

Dios, ten cuidado con ellos! Mi tío abuelo Hennie una vez se sentó encima del perro de la abuela y lo mató.

– ¡Un ligero paso en falso!

– Tardaron una semana en descubrirlo. Lo escondió debajo del cojín para que lo encontrara la asistenta.

En ese momento, Margo y Thomas salían del porche con una sonrisa de oreja a oreja. Ella llamó a los perros con su voz grave y autoritaria, dándose una palmada en los muslos. Tenía el pelo gris y lo llevaba toscamente recogido en la coronilla. No iba maquillada y tenía la piel arrugada y rojiza, como cabría esperar de una mujer que se pasaba gran parte del día montando a caballo.

– ¡Ven aquí, Hedge! -gritó-. Encantada de conocerte, Fitzroy -añadió, tendiéndole la mano. Fitz se la estrechó. Margo correspondió al saludo con un apretón firme y confiado.

– Qué casa tan encantadora tiene, capitán Arbuckle -dijo Fitz, estrechándole la mano.

– Llámame Thomas -respondió el capitán con una risilla bonachona-. Espero que no hayáis encontrado mucho tráfico. Las carreteras pueden resultar espantosas un sábado por la mañana.

– No, todo ha ido perfecto -respondió Fitz-. Como la seda.

Thomas besó a Alba en la sien como siempre hacía y ella se sintió enormemente aliviada al ver que no le guardaba rencor por el último encuentro. Margo sonreía tensamente. Le costaba disimular sus sentimientos.

– ¿Os importa si saco a Sprout para que corra un poco? -dijo Fitz-. Está viejo y se porta particularmente bien con los que son más pequeños que él.

– No subestimes a los perros pequeños -respondió Margo-. Son más que capaces de defenderse.

Fitz abrió el portaequipajes y un Sprout entumecido y estrujado salió pesadamente del coche. Todos los perros se olisquearon con curiosidad, aunque los terriers de Margo mostraron mayor interés por Sprout que el viejo perro por ellos. Prefirió levantar la pata sobre la rueda y olisquear a su vez la grava que jugar con las andrajosas criaturillas que le pegaban el hocico al trasero. Fitz dejó el maletero del coche abierto para que Sprout pudiera refugiarse allí cuando los terriers se pusieran demasiado pesados, y siguió a Margo y a Thomas al interior de la casa.

– Caroline llegará después del almuerzo y Miranda ha venido del colegio. El pobre Henry está en Sandhurst. Le tienen muy ocupado -dijo Margo mientras recorrían el pasillo y entraban al salón. Fitz estaba agradablemente sorprendido por los padres de Alba. No eran los ogros que había imaginado, sino un par de personas convencionales, típica gente campechana. El salón estaba decorado con sencillez en tonos amarillos pálidos y beige. Fitz se sentó en uno de los sofás y, para su sorpresa, Alba se colocó a su lado, le tomó la mano y la estrechó. Fitz se fijó en que Margo y Thomas cruzaban una mirada. Era evidente que Alba jamás había llevado un novio a casa.

– ¿Una copa, Fitzroy? -preguntó Thomas. Fitz se preguntó qué esperarían que tomara y pidió un whisky con hielo. Thomas pareció complacido y se dirigió a la mesita donde estaban las botellas. Margo se sentó en el guardafuegos, cogió en brazos a uno de los perros y se lo puso sobre las rodillas.

– Cuéntanos, Fitzroy, ¿a qué te dedicas? -preguntó, pasando una mano grande por la espalda del perro.

– Soy agente literario.

– Vaya. -Margo estaba impresionada.

– Represento a Vivien Armitage, entre otros autores.

Ella arqueó las cejas en señal de reconocimiento. Margo Arbuckle personificaba a los lectores de Viv.

– Es una gran escritora -dijo-. No tengo mucho tiempo para leer. Las tareas de la casa y el cuidado de mis caballos se llevan todo mi tiempo, pero cuando tengo la ocasión, disfruto de sus novelas. A Thomas le gusta Wilbur Smith, ¿verdad, Thomas?

– Me gusta la buena lectura. Aunque lo cierto es que últimamente me inclino más por las biografías. -Le dio a Fitz su copa-. No hay nada como una historia real, ¿no crees?

– Dime, Fitzroy -empezó Margo-, ¿eres familia de los Davenport de Norfolk?

– Sí -mintió Fitz. Si había que mentir, había que hacerlo con la más absoluta convicción. Le apretó la mano a Alba, que le devolvió el apretón. Ella estaba disfrutando con la escena.

– ¿Conoces a Harold y a Elizabeth?

– Harold es primo de mi padre -dijo Fitz. Jamás había oído hablar de Harold ni de Elizabeth.