– En ese caso, tu padre debe ser…
– Geoffrey. -«Otra mentira, aunque por qué parar ahora», pensó Fitz. Margo entrecerró los ojos y frunció el ceño.
Meneó la cabeza.
– No conozco a Geoffrey.
– ¿Conoces a… George?
– No.
– ¿A David? -El juego había empezado.
– Sí. -Los pequeños ojos marrones de Margo se iluminaron-. Sí, conozco a David. Casado con Penélope.
– Eso es -dijo Fitz-. Qué encanto de mujer, Penélope.
– ¿A que sí? Lástima que no tengan hijos. -Margo suspiró y esbozó una sonrisa compasiva-. Entonces, ¿tus padres viven también cerca de Kings Lynn?
– No, mi padre se mudó al sur, a Dorset, aunque tiene un pabellón de caza en Escocia. Cuando era niño dividíamos nuestro tiempo entre las dos casas y, naturalmente, el chalé de Suiza.
– ¿Esquías? -intervino Thomas, que era un gran amante de los deportes. No habría podido decidir qué le impresionaba más, si el pabellón de caza en Escocia o el chalé en Suiza.
Thomas tomó asiento en el sillón y bebió un sorbo de Martini.
– Espero que te quedes a pasar el fin de semana, Fitzroy. Mañana, después del servicio, vendrá a almorzar el reverendo. ¿Juegas al squash?
– Por supuesto -dijo Fitz, lo cual era cierto-. Me encantaría jugar un partido, aunque preferiría que no fuera contra el reverendo. No me atrevería a jugar contra un hombre que tiene a Dios de su parte.
Margo se echó a reír. Alba estaba impresionada. Su padre había enrojecido de pura satisfacción. Era evidente que estaban encantados con él. Viv no se había equivocado. Por algo era una escritora superventas.
Y, por si aún no les había seducido lo suficiente, Fitz se agachó y cogió en brazos a uno de los perritos de Margo.
– Mi madre tenía terriers -dijo, acariciándole el pelo-. Dejó de irse de vacaciones sólo porque no soportaba la idea de separarse de ellos. -Margo inclinó la cabeza y esbozó la más comprensiva de sus sonrisas-. Y los suyos, señora Arbuckle, son deliciosos.
– Oh, Fitzroy, haces que me sienta vieja. Llámame Margo.
– Sólo si usted me llama Fitz.
En ese preciso instante, Miranda entró apresuradamente en la habitación. Era una muchacha alta y delgada con una melena rubia recogida en una cola. Llevaba pantalones y botas de montar y mostraba una expresión irritada en un rostro redondo y encendido.
– ¡Summer ha vuelto a escaparse, mamá! -dijo, resoplando en la puerta.
Margo se levantó.
– Cariño, permíteme que te presente a Fitz Davenport, el amigo de Alba.
– Oh, lo siento -dijo Miranda despreocupadamente, tendiendo la mano-. Me temo que mi yegua es un poco huidiza.
Fitz a punto estuvo de bromear sobre el personaje apodado «La Huidiza» de Amor en clima frío, la novela de Nancy Mitford, pero cambió de parecer. Alguien tan joven no captaría una alusión de ese tipo.
– ¿Quieres que te ayude a recuperarla? -se aventuró a decir-. A Sprout le iría bien correr un poco.
– ¿Hablas en serio? -le interrumpió Margo-. Caramba, Fitz, qué amabilidad la tuya. Pero si acabas de llegar de Londres.
– Permitidme que me cambie de ropa y me ponga algo que no me importe marchar de barro. Luego podemos embarrarnos juntos, ¿te parece, Alba?
– Le he instalado en la habitación amarilla -intervino Margo al tiempo que la pareja salía al pasillo.
Alba estaba horrorizada. Esperaba poder limitarse a aguantar abierta la puerta de los establos o algo semejante. De niña se había visto obligada a montar y a ocuparse de la limpieza de los caballos, pero en cuanto tuvo edad suficiente para expresar sus opiniones, puso de tal modo el grito en el cielo que Margo terminó por liberarla de sus funciones, siempre que ayudara en la huerta, recogiendo y pelando judías durante todo el verano, tarea que a fin de cuentas era el menor de los dos males. No era una labor tan ardua como aburrida y además había otras cosas que prefería con mucho, como leer revistas y jugar con el maquillaje de la cocinera. Al menos era un pasatiempo solitario que le permitía quedarse a solas con sus cavilaciones. Oía entonces a los demás gritar en el campo, sus potentes voces reverberando en el valle, y daba gracias por no tener que unirse a ellos. Siempre había sentido especial aversión por las actividades en grupo… sobre todo las familiares. Condujo a Fitz escaleras arriba y en cuanto se quedaron solos ya no pudo contenerse.
– ¡Eres un as, Fitz! -exclamó, abrazándose a él-. Ya te los has ganado. ¿Y sabes una cosa? Gracias a ti, tienen un mejor concepto de mí. De pronto me tratan como a una adulta. -Fitz saboreó la sensación de tener el cuerpo de Alba pegado al suyo y sus brazos alrededor de la cintura antes de que ella se despegara de él.
– Eres una mujer adulta -dijo, viéndola pasearse tranquilamente hacia la ventana. Echó entonces una mirada a su maleta vacía, sorprendido al ver que alguien había deshecho su equipaje.
– Eso es obra de la señora Bromley. Es el ama de llaves, una figura que en raras ocasiones se deja ver, como un pequeño ratón de campo -añadió Alba cuando vio la mirada de confusión en el rostro de Fitz.
– ¿Siempre deshace los equipajes?
– Por supuesto, aunque sólo los de los invitados. Desgraciadamente, no lo hace nunca conmigo, y créeme, con lo caótica que soy, lo necesito mucho más que tú. -Soltó una risa ronca-. Nada de ratones de campo escabullándose por mi habitación.
– ¿Crees que seré capaz de encontrar algo? -Fitz abrió el cajón y descubrió un par de calzoncillos y unos calcetines pulcramente colocados juntos como un viejo matrimonio en la cama.
– Difícil pregunta. No sé cómo funciona su mente. Eso suponiendo que la tenga, naturalmente. Es un fósil.
– ¡Por lo menos sé dónde están mis calzoncillos! -dijo Fitz con una risilla. A continuación abrió el armario y encontró sus vaqueros colgados de una percha.
– ¿No crees que sería realmente desastroso que termináramos juntos? Acabarían descubriendo que has mentido.
– No me lo había planteado -dijo Fitz muy serio, aunque Alba soltaba en ese momento una risilla como si la idea le resultara absurda.
– Te veré abajo -dijo ella, sacudiéndose la cola de caballo-. No voy a cambiarme ni pienso salir a perseguir a un maldito caballo por un campo lleno de barro. Lo cierto, Fitz, es que eso ha sido llevar el sentido del deber demasiado lejos. ¿Sabías que Margo tiene un maldito montón de cerdos en los bosques?
– ¿Cerdos?
– Sí, jabalíes. Seis puercas y dos machos en un corral que ocupa prácticamente un acre. Cree que le harán ganar dinero. Siempre se le escapan y, créeme, no te gustaría tropezarte con Boris en una noche oscura. Es aterrador. Y además tiene los huevos más grandes que hayas visto en tu vida. -Arqueó las cejas con gesto juguetón.
– No hagas que me sienta en inferioridad de condiciones -respondió Fitz riéndose entre dientes.
– Entonces no me obligues a correr por ahí detrás de un maldito caballo. Me da en la nariz que estás disfrutando demasiado de tu personaje.
Alba salió apresuradamente de la habitación. Fitz se puso unos vaqueros y un suéter gris. Ella estaba en lo cierto: disfrutaba enormemente de la parodia. No resultaba difícil tomarle la mano a Alba y fingir que el corazón de la joven le pertenecía. Por desgracia, sin embargo, no era más que una parodia y, al término del fin de semana, la dejaría en Cheyne Walk y regresaría solo a Clarendon Mews. Con suerte, averiguaría lo suficiente acerca de su madre como para que Alba viajara a Italia y descubriera más cosas por sí misma. Él habría cumplido con su propósito y ella ya no le necesitaría para nada. Fitz tendría que retomar sus partidas de bridge con Viv y soportar la visión de Rupert bajando por el pontón, silbando al anticipar la peculiar hospitalidad de Alba, mientras cualquier intimidad con él se habría evaporado como las nieblas que flotan sobre el Támesis. Apartó esa idea de su cabeza y salió de la habitación. Mientras siguiera en la casa, era el novio de Alba y pondría todo de su parte para no permitir que la realidad diera al traste con su ilusión. No tenía la menor intención de transformarse en calabaza a menos que fuera absolutamente necesario.