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– Madre, permíteme que te presente a Fitzroy Davenport -dijo Thomas. Fitz se levantó al instante. Saludó con una inclinación de cabeza y estrechó la mano de la señora. Junto a él, Lavender parecía un diminuto gorrión.

– ¿Y tú quién eres? -preguntó despacio la anciana con voz altanera, clavando en él su formidable mirada.

Llegados a ese punto, Margo intervino:

– Es el amigo de Alba, Lavender.

– Ah -dijo, levantando el mentón-. El amigo de Alba. -Se volvió a mirar a su nieta-. ¡Has vuelto! Qué alegría. -Alba siguió sentada. Nadie habló. Todos esperaban a que la anciana se instalara en el sillón de lectura-. ¿Estás casado, Fitzroy? -Margo intentó de nuevo intervenir. La situación era francamente embarazosa.

– No -respondió Fitz despreocupadamente.

– ¡Grata noticia! Entonces puedes casarte con Caroline, o con Miranda. Pareces un buen chico.

Alba tomó la mano de Fitz e inspiró bruscamente.

– Si Fitzroy se casa con alguien, será conmigo -declaró rotundamente, recortando sus consonantes como Viv.

– ¿Y tú quién eres? -repitió Lavender, esta vez dirigiéndose a Alba.

– Por el amor de Dios, abuela. ¡Soy Alba y necesito un cigarrillo! -Se levantó y salió de la habitación con paso firme.

– A mí también me apetece un cigarrillo -dijo Fitz, corriendo tras ella.

En cuanto la pareja salió de la habitación, la anciana parpadeó, aturdida.

– ¿Ha sido por algo que he dicho?

– Madre, resulta bastante triste que seas incapaz de reconocer a tu propia nieta -se quejó Thomas, dándole una copa de brandy.

– Ah, sí, la morena -dijo por lo bajo, y su voz se apagó al intentar descubrir por qué la joven era tan morena cuando todos los Arbuckle eran de tez clara-. Estoy tremendamente confundida. -Se volvió a mirar a Margo-. ¿Es hija tuya?

– Es nuestra. ¡Por favor, Lavender! -respondió Margo, ahora aturullada. Todo estaba saliendo a la perfección hasta la aparición de la chiflada y anciana madre de Thomas.

– Que chica tan hermosa -dijo Lavender, sin reparar en que había ofendido a su nuera.

Entonces habló Thomas, con un hilo de voz.

– Su madre murió al nacer ella. Sin duda lo recuerdas.

Lavender se quedó boquiabierta y soltó entonces un profundo gimoteo.

– Ah, sí, Valentina -susurró como temerosa de pronunciar su nombre. Como si fuera en cierto modo sagrado-. Lo había olvidado. Menuda estúpida estoy hecha. -Sus ojos resplandecieron de pronto y una sombra violeta tiñó sus grises mejillas-. Debéis perdonarme. Mi querida chiquilla. -Meneó la cabeza-. Menudo asunto. Qué asunto tan espantoso.

– Creo que deberíamos almorzar -dijo Thomas, enderezándose^-. Miranda, ve a decirle a la cocinera que queremos comer. Si puedes encontrar a Alba, díselo también. Pasemos al comedor.

Miranda salió de la habitación y Margo le dio la mano a su suegra. Como muchos ancianos que se niegan a aceptar que están perdiendo facultades, Lavender se sacudió la mano de su nuera de encima y se levantó con un esfuerzo inmenso.

– No me pasa nada, os lo aseguro -masculló, y salió cojeando al vestíbulo.

Cuando se dirigía al comedor quedó envuelta en un olor delicioso, cálido, suculento y desconocido. Dejó que aquel olor le llenara los sentidos, evidentemente complacida.

– Higos -jadeó con un suspiro-. ¡Hace años que no como higos!

– Cada día que pasa está peor -masculló Margo dirigiéndose a su marido. Thomas se encogió de hombros-. Es de lo más embarazoso. ¿Qué pensará Fitz? ¡No se le podía haber ocurrido hacerle otra pregunta!

– Alba está muy entusiasmada con él, ¿no? -dijo Thomas-. Es una buena noticia.

– A mí me parece una noticia excelente, Thomas. Espero que Lavender no haya asustado a Fitz.

– Está hecho de una pasta mucho más fuerte de la que imaginas, Margo. Acuérdate de lo que te digo. También él está entusiasmado con Alba. -Margo cruzó los dedos, mostrándoselos a su marido.

– Recemos por que así sea -dijo, y salió al vestíbulo con sus perritos trotando tras ella.

Margo se aseguró de que Lavender estuviera sentada entre Thomas y Miranda, colocando a Fitz y a Alba junto a ella. La cocinera sirvió un cordero delicioso con patatas asadas y judías como plato especial porque Alba había aparecido con su nuevo novio. Lavender estaba escarmentada y jugueteaba con la comida del plato en silencio, aunque sin apenas apartar los ojos de Alba. La suya no era una de esas miradas fijas que suelen verse en los pasajeros del autobús, sino que había en ella una mezcla de curiosidad y de compasión. Alba intentó restarle importancia; a fin de cuentas, su abuela estaba vieja. En su momento había estado lúcida y había contado historias maravillosas sobre la gente que había pasado por su vida. Arcos iris, las llamaba ella. «De no haber sido por mis amigos, mi vida habría sido como un cielo gris y vacío», repetía a menudo. Luego exclamaba, acaloradamente: «¡Dios no lo permita!» Alba se preguntaba si quedaría alguno de esos arcos iris con vida o si Lavender existía ya en ese cielo vacío que tanto había temido.

Fitz siguió seduciendo al padre y a la madrastra de Alba con sus elaboradas mentiras y su sonrisa infantil. En un par de ocasiones había llegado a perder el hilo de su propio discurso, contradiciendo las mentiras que había soltado anteriormente, aunque logró disimularlo tartamudeando de ese modo tan típicamente inglés y fingiendo cierta distracción, tretas que resultaron en sí seductoras. Nadie se dio cuenta de nada. Alba le observaba con creciente afecto. Él la había seguido hasta el porche tras los comentarios tan faltos de tacto de su abuela y habían compartido un cigarrillo. De no haber sido por él, ella podría haber regresado a Londres en el acto. Jamás se molestaba en quedarse cuando una situación la molestaba. Fitz había comentado con ella el desafortunado episodio y lo había convertido todo en una broma. Alba había accedido a mirarle y pestañear dos veces cada vez que Lavender dijera algo grosero e indignante. Esperó expectante en cuanto se sentaron a la mesa, pero la anciana no decía nada.

La cocinera entró en el comedor con un enorme y humeante budín de melaza. Lavender levantó expectante la cabeza y encogió sus estrechos hombros en un gesto de desilusión.

– Creía que teníamos higos -dijo, indignada.

– ¿Higos? -dijo Margo, frunciendo el ceño.

– Higos -fue la respuesta.

– Es budín al vapor -explicó Margo-. ¿Por qué no os servís? -Se volvió a mirar a la cocinera y asintió. La cocinera dejó la bandeja en el aparador.

– Pues yo he olido a higos en el vestíbulo. ¿Tú no? -preguntó, volviéndose hacia su hijo.

– No, yo no -respondió Thomas. Sin embargo, trenzó sus cejas en una mueca de confusión porque en el último par de semanas habría jurado haber percibido ese aroma frutal y desesperadamente conocido. El olor había reavivado recuerdos a los que había dado carpetazo hacía mucho tiempo. Recuerdos de la guerra, de Italia, de una hermosa joven y de una terrible tragedia.

– Estoy tremendamente decepcionada -se lamentó la anciana-. ¡Hace años que no como higos!

– Lo siento muchísimo, Lavender -dijo Margo, cuyo pecho se expandió en un profundo suspiro-. Te traeré un higo la próxima vez que vaya a Fortnum's. Te lo prometo.

Lavender posó su fina mano en la de su hijo, pero siguió con la mirada fija en la mesa.

– He olido a higos. ¡No estoy perdiendo la cabeza!

Alba miró a Fitz, parpadeó dos veces y sonrió desdeñosamente. Sin embargo, él había dejado de divertirse. La confusión de la anciana no provocaba en él más que lástima.