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– En ese caso, se trata simplemente de una mujer liberada.

– Como todas las de su generación. Se limita a seguir al rebaño. Me aburre. Yo siempre me adelanté a mi generación, Fitzroy. Tenía amantes y fumaba cannabis mucho antes de que las Albas de este mundo conocieran la existencia de ambos. Ahora prefiero dedicarme a miss Silva Thins y al celibato. Tengo cincuenta años. Demasiado vieja para convertirme en una esclava de la moda. Todo me resulta de una frivolidad y de un infantilismo insoportables. Prefiero, con mucho, dedicarme a menesteres más elevados. Puede que seas más de diez años menor que yo, Fitzroy, pero no se me escapa que también a ti te aburre vivir a la moda.

– No creo que Alba llegara a aburrirme.

– Pero llegaría el día en que tú, querido mío, la aburrirías a ella. Quizá te tengas por un fanfarrón Lotario, Fitzroy, pero te aseguro que encontrarías en Alba la horma de tu zapato. No es como las demás chicas. No estoy diciendo que tuvieras problemas para llevártela a la cama. Sin embargo, lo de conservarla, eso ya es otra historia. A Alba le gusta la variedad. Sus amantes no le duran mucho. Les he visto aparecer y desaparecer. Siempre es lo mismo: suben por la pasarela. Luego, cuando todo ha terminado, vuelven a descender por ella como chuchos apaleados. Daría cuenta de ti durante la cena y te escupiría después como un hueso de pollo, y eso, sin duda, sería toda una sorpresa, ¿no es así, querido? Apuesto a que nadie te ha tratado así antes. Se llama karma. Lo que sube, baja. Es lo que pasa cuando uno ha roto tantos corazones.

En cualquier caso, a tu edad, deberías estar buscando una tercera esposa, y no una distracción temporal. Deberías empezar a sentar la cabeza. Depositar tu corazón en una mujer y dejarlo ahí. Alba es apasionada porque es mitad italiana.

– Ah, eso explica el pelo oscuro y el color miel de la piel.

Viv le miró con recelo y sus finos labios esbozaron una sonrisa todavía más fina.

– Pero esos ojos extremadamente claros, que extraño… -Fitz suspiró, ajeno ya al sabor del vino barato.

– Su madre era italiana. Murió al nacer ella, creo que en un accidente de coche. Tiene una espantosa madrastra y un padre aburridísimo. Oficial de la Armada, para más señas. Todavía sigue ahí, el viejo fósil. Sospecho que conserva el mismo puesto de administrativo desde el fin de la guerra. Va y viene a diario al trabajo. Un espanto. Capitán Thomas Arbuckle, el típico Thomas que nada tiene de Tommy. Nada que ver contigo, que tienes más de Fitz que de Fitzroy, aunque confieso que me encanta el nombre de Fitzroy y que continuaré utilizándolo a pesar de todo. No me extraña que Alba se rebelara.

– Quizá su padre sea un tipo aburrido, pero sin duda es un rico aburrido. -Fitz acarició con la mirada la reluciente casa flotante de madera que se balanceaba suavemente a merced de la marea. O de los quehaceres amatorios de Alba. En cuanto la idea se le pasó por la cabeza, un calambre le sacudió el estómago.

– El dinero no hace la felicidad. Deberías saberlo, Fitzroy.

Fitz clavó durante un instante la mirada en su copa, reflexionando sobre su propia fortuna, que tan sólo le había concedido esposas avariciosas y caros divorcios.

– ¿Vive sola?

– Antes vivía con una de sus hermanastras, pero la historia no funcionó. No creo que la convivencia con ella resulte fácil, que Dios la bendiga. Tu problema, Fitzroy, es que te enamoras con demasiada facilidad. Si pudieras controlar tu corazón, tu vida sería mucho más sencilla. Podrías simplemente acostarte con ella y quitártela de la cabeza. ¡Ah, ya era hora! ¡Llegas tarde! -exclamó al tiempo que su sobrino Wilfrid bajaba apresuradamente por el pontón con su novia Georgia, deshaciéndose en excusas. Viv podía llegar a ser aterradora cuando se retrasaban para la partida de bridge.

El Valentina era una casa flotante que nada tenía en común con las que estaban amarradas en Cheyne Walk. El arco de la proa era hermoso, respingón y tímido como si la casa estuviera intentando reprimir una sonrisa condescendiente. La casa estaba pintada de azul y de blanco, con ventanas redondas y un balcón con macetas rebosantes de flores en primavera y de goteras por las que se colaba el agua de lluvia durante los meses de invierno. Como el rostro que desvela la vida que ha vivido, la excéntrica pendiente en la línea del techo y la encantadora inclinación de proa, como una nariz de corte claramente imperioso, revelaban quizá que la barca había vivido muchas vidas. Así pues, la característica predominante del Valentina era su misterio. Como una gran dama que jamás se mostrara sin maquillar, el Valentina jamás desvelaría lo que ocultaba bajo su pintura. Sin embargo, su dueña lo adoraba no por sus rasgos poco habituales, ni por su encanto. Ni siquiera por su peculiaridad. Alba Arbuckle lo adoraba por una razón muy distinta.

– ¡Dios, Alba, qué hermosa eres! -suspiró Rupert, hundiendo el rostro en el cuello suavemente perfumado de la joven-. Sabes a almendras azucaradas. -Alba dejó escapar una risilla, considerándole absurdo aunque incapaz de resistirse al cosquilleo y a la sensación de aspereza que provocaban en ella el vello de él, por no hablar de su mano, que ya había logrado abrirse paso por sus botas de ante azul para subir después por la falda Mary Quant. Se retorció de placer y alzó el mentón.

– No hables, bobo. Bésame.

Y eso fue lo que hizo Rupert, decidido a complacerla. Le animó ver que Alba había vuelto de pronto a la vida en sus brazos tras una malhumorada cena en Chelsea. Pegó los labios a los de ella, aliviado porque mientras tuviera distraída la lengua de la joven, ésta no podía utilizarla para insultarle. Alba tenía la habilidad de decir las cosas más hirientes empleando para ello la más dulce y seductora de las sonrisas. Aun así, sus pálidos ojos grises, como un pantano en una brumosa mañana de invierno, suscitaban una extraña clase de lástima que resultaba del todo arrebatadora y que atraía inefablemente a todo hombre, provocando en él una incontenible ansia por protegerla. Amarla era tarea fácil. Conservarla, poco probable. A pesar de ello, junto con los demás esperanzados que recorrían la cubierta del Valentina, Rupert no podía evitar intentarlo.

Alba abrió los ojos mientras él le desabrochaba la blusa y se llevaba a la boca uno de sus pezones. Ella alzó la mirada a la claraboya del techo y clavó los ojos en las deshilachadas nubes rosadas y en el primer parpadeo de una estrella. Abrumada por la inesperada belleza del día que ya moría, bajó la guardia momentáneamente y su espíritu quedó al instante colmado de tristeza, una tristeza que inundó todo su ser y que vio aflorar las lágrimas a esos pálidos ojos grises. Lágrimas que dolían. Su soledad dolía y la corroía, y nada parecía curarla. Horrorizada por lo poco oportuno de semejante debilidad, rodeó a su amante con las piernas y rodó hasta quedar sentada a horcajadas sobre Rupert, besándole, mordiéndole y clavándole las uñas como una gata salvaje. Él le acarició sin dilación los muslos desnudos y no tardó en descubrir que no llevaba bragas. Sus nalgas quedaron expuestas y suaves, a las caricias de sus dedos impacientes. Luego la penetró y Alba lo montó vigorosamente, como si fuera tan sólo consciente del placer y no del hombre que lo provocaba. Rupert la miraba maravillado, ansioso por acercar la boca a sus labios, ligeramente separados e inflamados. Alba parecía lasciva y aun así, a pesar de su falta de inhibición, era poseedora de una vulnerabilidad que provocaba en él un irresistible deseo de abrazarla con fuerza.

La mente de Rupert no tardó en sucumbir a la excitación del acto amoroso. Cerró los ojos y se rindió al deseo, incapaz ya de seguir manteniendo la lucidez suficiente como para contemplar el precioso rostro de Alba. Se retorcieron y rodaron sobre el montón de ropa desperdigada sobre la cama hasta que cayeron al suelo con un golpe sordo, jadeantes y entre risas. Alba miró el rostro sorprendido de Rupert con ojo» brillantes y dijo con una risotada ronca: