– Era capitán de un torpedero. -Fitz asintió. En una ocasión había leído un artículo sobre los torpederos. Habían acosado a los convoyes costeros enemigos en el Canal, en el mar del Norte, el Mediterráneo y el Adriático-. Era una sensación única cortar las olas a cuarenta nudos. Interveníamos en cuestión de segundos antes de que nuestros objetivos pudieran enterarse de lo que había hecho blanco en ellos. Condenadamente maravilloso -prosiguió, vaciando a continuación la copa-. Ahora no me gusta pensar en ello. No he vuelto a hacerlo. Es un capítulo cerrado. Un hombre debería padecer su dolor en la intimidad, ¿no te parece?
– No estoy de acuerdo, Thomas -dijo Fitz sin pensarlo dos veces-. Creo que un hombre debería padecer su dolor sólo en compañía de otros hombres. Luchamos juntos y fumamos juntos. Hay una buena razón para que las mujeres abandonen la mesa al término de una comida. Deja libres a los hombres para que muestren su vulnerabilidad. Y no hay nada de vergonzoso en ello.
Thomas siguió dándole caladas a su cigarro, observando con ojos velados al hombre que parecía haber domesticado a su hija.
– Nunca pensé que vería a Alba con un hombre como tú.
– ¿No? -Fitz soltó una risilla bonachona-. ¿Por qué no? -No actuaba en ese momento.
– Eres un tipo sensato. Un hombre con la cabeza sobre los hombros. Inteligente y decidido. Tienes un empleo decente y procedes de una buena familia. ¿Por qué iba Alba a elegir a un hombre como tú?
– Desconozco cuál es la clase de hombres a los que elige habitualmente -dijo Fitz, intentando no ofenderse por el comentario.
– Hombres que puedan satisfacerla a corto plazo, no un corredor de fondo como tú.
– Es una chica vivaracha -dijo Fitz, sorprendido al oír al propio padre de Alba hacer alusión a su promiscuidad, aunque indirectamente-. No es sólo guapa, Thomas, sino también animosa, vibrante y misteriosa. Me intriga. -Suspiró pesadamente y le dio una chupada a su puro-. Es incomprensible.
Thomas asintió en un gesto cómplice y se rió entre dientes.
– Como su madre. -De pronto fue como si Fitz ya no estuviera allí-. También ella era una mujer misteriosa. Eso fue lo primero que me llamó la atención de ella: su misterio.
Se sirvió otra copa de oporto. Era evidente que estaba borracho. Fitz sintió una momentánea punzada de culpa. No era justo hurgar en el pasado de aquel hombre, aprovecharse de su vulnerabilidad. Pero Thomas prosiguió. Fue como si necesitara hablar de ello. Como si el alcohol hubiera dado rienda suelta a un deseo profundo y anhelante.
– Cada vez que miro a Alba veo a Valentina. -Torció la boca y de pronto su rostro adquirió una expresión taciturna-. Valentina -repitió-. La simple mención de su nombre todavía logra debilitarme. Después de todos estos años. ¿Por qué ahora el olor a higos? Mi madre no está loca. Yo también lo he notado. Un olor dulce, cálido y frutal. Higos. Sí, Alba es el vivo retrato de su madre. Yo intento protegerla… -Alzó los ojos, velados ya por las lágrimas-. Era una mujer legendaria. Todo el mundo conocía su nombre en kilómetros a la redonda. Su belleza se había extendido más allá de las fronteras de esa pequeña bahía hechizada. Valentina Fiorelli, la bella donna d'Incantellaria. Incantellaria… una pequeña y extraña ensenada. Incanto significa «encanto». Era un lugar encantado, embrujado, como si alguien lo hubiera hechizado. Aunque todos lo sentíamos, mi corazón fue el único que lo sufrió. Oh, quizás hubiera podido ser de otro modo… pero la guerra provoca cosas extrañas en la gente. Esa sensación de transitoriedad, de oportunidad, de realidad en suspenso… también a mí me atrapó. Yo siempre había sido un hombre imprudente, pero Valentina logró que me olvidara por completo de mí. Era un hombre distinto, Fitz.
– El tiempo no cura el dolor, Thomas. Tan sólo ayuda a vivir con él.
– Ojalá fuera cierto. Hay cosas que me atormentarán mientras viva. Cosas oscuras, Fitz. No espero que lo entiendas. -Chupó su cigarro durante un instante antes de proseguir-. Un hombre es la suma de sus experiencias. Yo no puedo sacudirme de encima la guerra. Es algo que acosa el inconsciente. Sueño con ella. -Su voz quedó reducida a un mero susurro-. Llevaba años sin soñar con Valentina. Pero la otra noche… es ese dibujo. Soñé con ella y fue como si estuviera viva.
– Te queda Alba -dijo Fitz.
– Alba-repitió Thomas con un suspiro-. Alba, Alba, Alba… Cuidarás de ella, ¿verdad? No hay que vivir en el pasado.
– Cuidaré de ella -dijo Fitz, deseoso de poder disfrutar de esa oportunidad.
– No es una chica fácil. Está bastante perdida. Siempre lo ha estado. -Sus ojos empezaron a cerrarse. Se esforzó por mantenerlos abiertos, en un intento por combatir el sueño-. Eres un buen hombre, Fitz. Cuentas con toda mi aprobación. No estoy tan seguro de opinar lo mismo del tal Hamilton-Home o Harbald-Hume… -Se aclaró la garganta-. Pero de ti sí lo estoy.
– Creo que, si no te importa, me voy a la cama -dijo Fitz con sumo tacto, poniéndose en pie.
– Por favor. No desearía retenerte despierto.
– Buenas noches, Thomas.
– Buenas noches. Felices sueños.
Cuando Fitz regresó al salón, las mujeres ya se habían retirado y las luces estaban apagadas. Miró el reloj que estaba en la repisa de la chimenea: las manecillas de plata brillaban a la luz de la luna que entraba a raudales por las ventanas. Era la una de la madrugada. No había reparado en el tiempo. Había pasado muy deprisa. Lamentó haber desperdiciado momentos preciosos con Alba. Sin embargo, había cumplido con su misión. Sabía por fin de dónde procedía Valentina. No resultaría difícil encontrar Incantellaria en un mapa. Con un poco de tenacidad, muy fácilmente podría encontrar el resto.
Salió a ver a Sprout. El cielo estaba negro, tachonado de estrellas y de una luna brillante y fosforescente. Cuando abrió el maletero del coche, Sprout irguió las orejas y meneó el rabo, pero estaba demasiado cansado para levantar la cabe2a. Fitz lo acarició cariñosamente.
– Buen chico -dijo con suavidad, empleando la voz que reservaba para su viejo amigo-. Ojalá supieras lo que es perder el corazón. Quizá podrías entonces darme algún consejo. Pero no lo sabes, ¿verdad, Sprout} -El perro soltó un ruidoso suspiro de satisfacción. Fitz lo tapó con una gruesa manta y, después de dedicarle una larga y afectuosa mirada, cerró el maletero.
Subió despacio las escaleras, sintiendo el corazón más y más pesado con cada escalón. Pronto el fin de semana tocaría a su fin y Alba habría dejado de necesitarle.
Avanzó por el pasillo. Le habría gustado llamar a la puerta de Alba y contarle lo que había descubierto. Pero no sabía cuál era su habitación y la casa era tan grande que resultaba imposible adivinarlo. Abrió la puerta de su habitación y encendió la luz. Alba se movió en su cama.
– Apágala -murmuró, sin abrir los ojos.
– Alba -jadeó Fitz, apagando la luz. Lo primero que pensó es que se había metido en la habitación de ella por error. Quizás estaba tan borracho como su padre-. ¡Disculpa!
– No seas bobo -dijo ella, adormilada-. Ven a la cama. -Soltó entonces una risilla que ahogó en la almohada-. A fin de cuentas, es tu cama. El Búfalo estaría horrorizado.
– Ah -dijo Fitz, confundido.
– No irás a rechazarme otra vez, ¿verdad?
– Por supuesto que no. Es que he pensado que…
– Deja ya de pensar, por el amor de Dios. Pensar nunca ha llevado a ningún hombre a ninguna parte. Desde luego, no a mi cama. Date prisa, tengo frío. Encontrarás el pijama debajo de la almohada. -Bostezó ruidosamente.
Fitz se desnudó a toda prisa y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, sacó el pijama de debajo de la almohada, se lo puso, y se acostó. Cuando empezaba a plantearse qué hacer a continuación, oyó hablar a Alba.