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– Si me abrazas, Fitz, te prometo que no te morderé. -Él se movió nerviosamente y la atrajo hacia sí. El cuerpo de Alba era delgado y cálido bajo un camisón de algodón afelpado que se le había subido por las piernas. Fitz sintió que se le calentaba la sangre, pero controló sus impulsos y la estrechó entre sus brazos. Ella suspiró, feliz-. ¿Qué has descubierto, cariño? -Alba jamás le había llamado «cariño».

– Que tu madre fue la legendaria belleza de Incantellaria. Y que tú eres exacta a ella. -Alba se volvió hacia él y encajó la cabeza bajo su mentón-. Tu padre piensa en ella cada vez que te mira.

– ¿Qué más te ha dicho?

– Que la mera mención de su nombre todavía le duele.

– ¿Por eso se niega a hablar de ella?

– No es que quiera excluirte, Alba, simplemente le resulta demasiado doloroso. Tendrías que haberle visto la cara. Estaba gris de pura tristeza.

– Pobre papa -bostezó.

– Tú, querida mía, suspiras por alguien a quien jamás llegaste a conocer. Tu padre suspira por una mujer a la que conoció y a la que amó. Su dolor es mucho mayor que el tuyo y, si decide no compartir ese dolor con nadie, debes permitírselo.

– Oh, y lo haré, Fitz. Porque ahora puedo hacer el resto. -Le besó en la mejilla-. Gracias. -Cerró los ojos e instantes después el sueño tornó su respiración regular y pesada.

Fitz siguió despierto, preguntándose cuál podía ser el siguiente paso. No se le ocurrió que ya era distinto de todos los demás. Alba jamás había compartido su cama con un hombre sin hacer el amor con él. Por primera vez, había encontrado consuelo sin sentir la necesidad de ofrecer su cuerpo a cambio. Y ni siquiera era consciente de ello. Estaba demasiado acurrucada entre los brazos de Fitz como para molestarse en meditar sobre sus propios actos.

Cuando Fitz se marchó, Thomas se acercó con paso vacilante a su escritorio. Dejó la copa sobre la mesa y apagó el puro. Luego abrió el cajón donde había dejado el rollo de papel con el retrato. Lo cogió y pasó el pulgar por el papel, intentando decidir qué hacer a continuación. Habían pasado muchos años y, poco a poco, esos años le habían cambiado, de modo que apenas recordaba ya al joven que había sido la primera vez que había perdido el corazón: despreocupado, indiferente y audaz. Como la oruga, había cambiado la piel para emerger de ella en forma de polilla cuando, antaño, si las cosas hubieran sido de otro modo, quizá se hubiera convertido en mariposa. Era plenamente consciente de aquello en lo que se había convertido y aun así no había podido cambiar. Quizá no había querido. Era más fácil construirse una concha y ocultarse dentro.

Recostó la espalda contra el respaldo de la silla y desenrolló el papel. Sintió que el corazón le daba un vuelco al ver el rostro de Valentina e inspiró hondo. Pudo sentirla. Empezaron a velársele los ojos y parpadeó para aclararse la vista. Qué belleza tan arrebatadora. Qué misterio. La cabeza le dio vueltas en cuanto los recuerdos estallaron de pronto, libres por fin después de haber estado sometidos a tan prolongado encarcelamiento. Cerró los ojos y recuperó el rostro sonriente de Valentina. Qué seductora había sido esa sonrisa. Y esos ojos oscuros que tanto ocultaban. Unos ojos que atraían a los hombres con un encanto que no era de este mundo. Cuando las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, Thomas fue consciente de que todavía no se había desprendido de ella. La antorcha de Alba había iluminado el oscuro espacio de su corazón que él había clausurado y, sí, seguía tan devoto como antaño. Fue entonces cuando aquel olor familiar volvió a flotar hasta él. Al principio apenas se percibía, pero, en cuanto se dispuso a repasar el dibujo con la mirada, empezó a distinguir el dulce olor de los higos, envolviéndole ya en una nube de recuerdos. Entonces vio brillar una luz entre la niebla y allí estaba ella, en el muelle, morena, seductora y dolorosamente hermosa… Valentina Fiorelli, la bella donna d'lncantellaria…

7

Italia, primavera de 1944

El teniente Thomas Arbuckle condujo el torpedero a las aguas tranquilas del puerto italiano de Incantellaria, una inesperada joya oculta entre los rojos acantilados y las cuevas de la costa de Amalfi. El mar era transparente, del color de los zafiros. Los suaves rizos del agua atrapaban la pálida luz matinal y resplandecían como diamantes. Los ojos del teniente recorrieron la herradura que dibujaba la bahía y que hacía las veces de puerto para aquel pintoresco pueblo medieval donde un puñado de casas de un blanco deslumbrante y de tonos rojizos se tostaba al sol, con sus ventanas abiertas y sus balcones de hierro forjado adornados con geranios y claveles rojos. La cúpula de mosaico de una iglesia se elevaba hacia el cielo y, más allá, las pronunciadas colinas se alzaban en la distancia. De allí provenía el olor a pino que alcanzó al teniente. Las barcas de pesca, pintadas de azul celeste, descansaban en la arena como ballenas varadas a la espera de que subiera la marea y se las llevara mar adentro. Arbuckle entrecerró los ojos y se ajustó la gorra. Había un pequeño grupo de gente en el muelle que saludaba su llegada con la mano.

– ¿Qué le parece el sitio, señor? -preguntó el teniente Jack Harvey, que estaba de pie a su lado en el puente.

Jack llevaba sobre el hombro la pequeña ardilla roja que le había acompañado a todas partes: desde el norte de África, donde el acre olor a muerte y a mutilación se había visto templado por los burdeles baratos de El Cairo y de Alejandría, hasta Sicilia, donde ni siquiera los bombardeos de los Messerschmitts alemanes habían logrado menguar su entusiasmo por la aventura. Brendan, bautizada así en honor de Brendan Bracken, el amiguete pelirrojo de Churchill, vivía en el bolsillo de Jack, desafiando así a la autoridad desde el comienzo de la guerra. Se había ganado su lugar en esa familia de ocho hombres agotados por las batallas con su espíritu indomable y su fuerte instinto de supervivencia. Había terminado convertida en un símbolo de esperanza y en un constante recordatorio del lejano hogar.

– Hermoso, Jack -fue la respuesta de Thomas-. Es como si el tiempo se hubiera detenido durante los últimos trescientos años. -Tras la oscuridad de la guerra, resultaba del todo surrealista verse parpadeando a la luz de semejante tranquilidad-. ¿Estaremos en el cielo?

– Casi me atrevería a afirmar que sí. ¡Qué verde y vivo! ¿Y si nos quedáramos aquí una temporadita?

– ¿Te refieres a unas vacaciones? Sospecho que habrá más acción en este pueblo adormecido que en todo el Mediterráneo. Las aguas tranquilas suelen ser profundas -dijo Thomas riéndose entre dientes y arqueando una ceja en un gesto claramente sugerente-. No me iría nada mal un buen baño y una comida decente.

– Y una mujer. A mí no me iría nada mal una mujer -añadió Jack, pasándose la lengua por los labios secos y recordando las núbiles jóvenes que había saboreado durante su permiso en El Cairo. Cuando no estaba de servicio, apenas pensaba en otra cosa que no fuera Brendan y su entrepierna, y no necesariamente en ese orden.

– Y que lo digas -concedió Thomas, cuya mente a menudo tropezaba con el recuerdo de Shirley, que le enviaba cartas de amor perfumadas y paquetes de comida. Shirley, a la que, en un arranque de delirio poscoital, le había prometido matrimonio si sobrevivía. Shirley, la misma que a sus padres les resultaría intolerable como nuera en virtud de que su padre era el constructor local-. ¡A todos nos vendría bien! -dijo, acordándose de Shirley.

Desde que los Aliados se habían trasladado al norte había muy poco movimiento en el mar. El trabajo de Thomas consistía en patrullar la costa italiana, manteniendo así abiertas las líneas de suministro aliadas. Arbuckle estaba al mando del Vosper de setenta pies de eslora llamado Marilyn desde hacía ya tres años, estacionado primero en Alejandría, luego en Malta, más tarde en el enclave de la costa norteafricana de Bóne y por fin en Augusta, tras la invasión de Italia. Tanto él como el torpedero habían estado siempre en el centro de la acción y sus cometidos habían incluido desde ayudar en los desembarcos en el norte de África a liderar las patrullas nocturnas en los estrechos de Messina durante los desembarcos en Sicilia de julio de 1943. Después habían servido a los servicios especiales en operaciones clandestinas que incluían el desembarco de agentes secretos y de provisiones en Creta y en Cerdeña. Thomas era famoso por su arrojo y por su valor, sobre todo durante los oscuros días de 1942, cuando la devastadora ofensiva contra Malta alcanzó su punto álgido y a punto estuvo de destruir todo el astillero y casi todas las naves con base en Malta. Los torpederos eran pequeños y muy veloces, capaces de moverse sin ser vistos en las aguas iluminadas por la luz de la luna, penetrando en los campos de minas y en las defensas de los puertos hasta acercarse lo suficiente como para torpedear a los navíos enemigos antes de alejarse a toda velocidad y perderse en la oscuridad de la noche. El torrente de adrenalina era enorme. Desde la muerte de Freddie, su hermano mayor, Thomas en raras ocasiones se sentía vivo a menos que se viera caminando sobre el filo de la vida. Se encontraba más cómodo cuando no tenía tiempo para sentirse culpable por el hecho de que Freddie hubiera muerto y él no.