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Como todos, también él había perdido a algunos amigos, pero ninguna muerte había resultado tan devastadora como la de su hermano, al que siempre había admirado, en quien siempre había visto un modelo que imitar y al que quería con la devoción de un perro. Freddie había sido poseedor de una personalidad arrebatadora y de una energía y ambición sin límites. Estaba destinado a la grandeza, y no a una triste tumba en el fondo del mar, atrapado entre el amasijo de restos de un Hurricane. No, Freddie parecía inmortal. Si la muerte se lo había llevado a él, podía entonces llevarse a cualquiera en cualquier momento. Y eso había dejado una profunda y persistente cicatriz en el alma de Thomas.

Thomas habría seguido los pasos de Freddie en las Fuerzas Aéreas si su madre no hubiera intervenido, arguyendo entre lágrimas que dos hijos en la RAF era como enviarlos a Dios, «y todavía no estoy dispuesta a entregaros». Se negó en redondo. Así que Thomas dejó Cambridge y se alistó en la Armada. Aunque en aquel momento había sentido envidia de Freddie, ya no era así. En algún lugar bajo su barco, en aquel mar vasto e implacable, el cuerpo de Freddie era arrastrado de un confín al otro a merced de la eterna corriente.

El barco se adentró en el puerto. Las neblinas del amanecer pendían sobre las colinas y Thomas aspiró los boscosos olores del pino y del eucalipto, un bienvenido antídoto contra el olor salino del mar. La congregación de lugareños seguía saludando la llegada del barco con la mano, atrayendo a más gente, que se congregaba a su vez a su alrededor como un rebaño de curiosas ovejas. Thomas reparó en un chiquillo que hacía el saludo fascista con la mano en alto antes de que su madre le obligara a bajarla de un manotazo y lo tomara en brazos. II sindaco, el alcalde de pueblo, esperaba, refinado y acicalado, en el muelle junto al carabiniere local, que lucía un mugriento uniforme caqui con unas grandes manchas de sudor bajo los sobacos. Sacaba pecho como un pavo gordo, buscando una posición de privilegio, y se ajustaba el sombrero con gesto importante. A pesar de la guerra, tenía una buena tripa que le caía sobre los pantalones. Ninguno de los dos hombres había sido testigo de ninguna acción desde el desembarco de los Aliados, desembarco que había provocado la retirada de los alemanes hacia el norte. Ese era para ellos el momento idóneo para afirmar su autoridad y reclamar su sentido del valor.

Brendan se hizo un ovillo en el bolsillo de Jack, enterrándose en el fondo como le habían enseñado. De pronto, Thomas reparó en una hermosa joven de larga melena negra y unos ojos grandes y tímidos. Llevaba una cesta de mimbre en las manos. No pudo evitar verse atraído por la morena protuberancia de sus pechos, que quedaban a la vista gracias al gran escote del vestido. De pie, entre la multitud, parecía sin embargo gozar de un espacio propio, como si se mantuviera un poco apartada de los demás. Tal era su belleza que su imagen parecía más pronunciada que la del resto de los presentes. Los rostros que la rodeaban se fundían en uno solo, pero el suyo era claro y perfecto como el lucero vespertino en el cielo nocturno. Sonreía, aunque no con la amplia y bovina sonrisa de los lugareños, sino con una suave curva de los labios que le alcanzaba los ojos hasta obligarlos a entrecerrarse ligeramente. Un mero susurro de sonrisa. Tan sutil que hacía de su belleza algo casi difícil de asimilar, como si la joven no fuera sino un producto de la imaginación de Thomas y no un ser real. Fue en ese instante cuando Thomas Arbuckle perdió el corazón. Allí, en el muelle del pequeño pueblo pesquero de Incantellaria, le entregó su libertad de buena gana. Se volvió a saludar al alcalde. Cuando quiso buscarla de nuevo, la joven había desaparecido.

El sindacco le estrechó la mano con toda formalidad y les dio la bienvenida en italiano. No alcanzó a ver a Prendan asomando su cabecilla roja por el bolsillo de Jack, como si hubiera sentido que estaban en territorio aliado y libres de los oficiales superiores que pondrían objeciones a su presencia. Sin apartar la mirada del alcalde, que en ese momento se disculpaba por su precario inglés, Jack volvió a empujar a la ardilla a la oscuridad del bolsillo. Thomas intentó no buscar en la multitud a aquella hermosa joven. Se recordó que tenía una misión que cumplir y que, si era lo suficientemente perspicaz, podría alargar esa misión hasta volver a dar con ella.

El alcalde era un hombre apuesto de pelo negro y con la piel de color caramelo. Era de baja estatura y se mantenía erguido para parecer más alto. Su físico enjuto contradecía su edad, que debía de rondar los cincuenta años, y llevaba unas gafas redondas sobre una nariz ligeramente aguileña que coronaba un pulcro bigote. Su uniforme estaba limpio y bien planchado y Thomas reparó en que tenía unas uñas rosadas y perfectamente cuidadas, como si pasara más tiempo en el salón de belleza que en las calles o detrás de su mesa de trabajo. Era sin duda un hombre fastidioso y cargado de pomposidad. Con la marcha de los alemanes, se había convertido en el hombre más importante del pueblo.

El carabiniere levantó la mano imitando el saludo naval, y su boca se torció hasta esbozar una sonrisa satisfecha.

– Lattarullo a su servicio -dijo, sabedor de que estaba eclipsando al alcalde. Thomas le devolvió el saludo. Su italiano no era perfecto, pero había adquirido una buena base en la escuela y mucha práctica en el último par de años, aunque su empleo de los verbos se reducía prácticamente al infinitivo. Lattarullo ya había empezado a irritarle. Era todo un estereotipo. Gordo, letárgico, y con toda probabilidad incompetente. Todos los miembros de la policía estaban dispuestos a recibir sobornos, pues eran tan corruptos como la propia mafia, y era poco lo que podía hacerse al respecto teniendo en cuenta la miseria que les pagaban por su trabajo. En tiempos de guerra, cuando los civiles a duras penas lograban sobrevivir, a nadie le sorprendía que el mercado negro floreciera como lo hacía, sobre todo gracias a las provisiones robadas a los Aliados, y que las administraciones locales se aprovecharan de ello. Era una batalla perdida que los ejércitos que avanzaban no tenían tiempo de combatir.

Thomas explicó el motivo de su presencia en el pueblo. Tenían información sobre un depósito de armas abandonado por el ejército alemán en retirada. Le habían enviado a investigar y a asegurarse de que las armas no cayeran en manos equivocadas. Pidió que le llevaran a una granja en desuso llamada La Marmella. El alcalde asintió, manifestando su consentimiento.