– ¿Quién es? -preguntó Thomas cuando Lattarullo logró por fin maniobrar y sacar el coche de la cuneta.
– El lacayo del márchese -respondió antes de soltar un bufido y de escupir al camino-. ¡Eso es lo que pienso de él! -añadió, sonriendo de oreja a oreja como si el gesto inmundo le hubiera supuesto una pequeña victoria-. Se cree importante porque trabaja para un márchese. En una época, los Montelimone eran la familia más importante de la región, además de ser muy caritativos, pero el márchese no ha hecho más que destrozar su buen nombre. ¿Saben lo que se dice de él? -Entrecerró los ojos y meneó la cabeza-. ¡Mejor será que no se lo diga! -Aunque Thomas y Jack sintieron una ligera punzada de curiosidad, estaban adormilados y el estómago les rugía de hambre. Lattarullo volvió a soltar un bufido y a escupir antes de reemprender la marcha, mascullando entre dientes el reguero de insultos que le habría gustado soltarle al chofer.
Regresaron al muelle y, con la ayuda del resto de la tripulación, cargaron las armas en el barco. Joe Cracker, el más gordo de los ocho componentes del equipo, abrió su enorme boca y empezó a cantar su aria favorita de Rigoletto, de ahí «Rigs», el apodo por el que se le conocía. Aunque era un hombre de aspecto ordinario, con la piel rojiza y pelo escaso de color jengibre, cantaba con la voz de un barítono profesional.
– Cree que así se llevará a las chicas -dijo Jack, dejando que Brendan le subiera por el brazo y se le posara en el hombro.
– Es su única posibilidad -comentó otro-. Lo próximo que hará será cantar bajo sus balcones. -Se rieron con ganas, pero Rigs siguió cantando. Había visto cómo a sus compañeros se les velaban los ojos en el curso de las noches solitarias en que la supervivencia de todos había sido casi milagrosa y la música había sido el único antídoto para paliar sus temores.
Tras dejar a un par de hombres en cubierta para vigilar el barco, el resto recorrió a pie la escasa distancia hasta la trattoria Fiorelli. Un puñado de mesas de madera se repartía hasta la calle, donde un burro esquelético esperaba de pie con un par de cestos a la espalda, parpadeando cansinamente bajo el sol. Había un par de ancianos sentados a una mesa jugando a algo con unas fichas, tomando vasos de ginebra local que olía a trementina, y unos chiquillos andrajosos de rostros mugrientos, cuyos estridentes chillidos rebotaban contra el aire callado de la tarde, corrían por ahí con palos en las manos. El menú estaba colgado de la puerta abierta. Dentro, un par de camareros sentados escuchaban la radio al fresco, preparados para atender a la clientela. Cuando aparecieron los dos oficiales en compañía de Lattarullo, seguidos por cuatro miembros de la tripulación, uno de los cuales cantaba a voz en grito, se pusieron en pie de un salto y les condujeron a unas mesas con más entusiasmo del que habían mostrado desde la marcha de los alemanes.
Lattarullo se sentó con Thomas y con Jack, maravillado con Brendan, que en esos tiempos de precariedad se le antojaba un plato suculento.
– Será mejor que no le pierda de vista -comentó, consciente, para su propia vergüenza, de que se le estaba empezando a hacer la boca agua. Un prosciutto de ardilla sería sin duda un plato muy sabroso-. Immacolata siempre tiene comida. Cuando el resto del país se muere de hambre, Immacolata tiene carne y pescado como para un suntuoso banquete. ¡Ya verán! Jesús convirtió el agua en vino y alimentó a cinco mil bocas con unas simples hogazas de pan y un poco de pescado. Immacolata está bendita.
De pronto se oyó una voz que gritaba desde el interior del local.
– Ésa es Immacolata Fiorelli -bisbiseó Lattarullo, quitándose el sombrero y secándose el sudor de la frente-. Este restaurante es el motor que hace funcionar el pueblo. Y ella ocupa el asiento del conductor. Yo lo sé, el alcalde lo sabe y el padre Diño lo sabe. Hasta los alemanes se cuidaron mucho de meterse con ella. Desciende de una santa.
Thomas echó los hombros hacia atrás. A fin de cuentas, era un oficial de la Armada británica. ¿Qué podía resultar tan aterrador en una gritona italiana regañando a sus perezosos empleados?
– Signora Fiorelli -dijo Lattarullo con el mayor de los respetos, poniéndose de pie de un salto-, permítame que le presente a dos magníficos oficiales de la Armada británica. -Se apartó a un lado y la diminuta mujer levantó el mentón para revelar unos ojos inteligentes y hundidos de color castaño. Los entrecerró cavilosamente y estudió los rostros de los dos hombres como si calculara su fiabilidad y carácter. Thomas y Jack se levantaron, sobrepasándola con creces en estatura, aunque reparando en que su personalidad era más formidable que la de los dos juntos.
– Es usted muy apuesto -le dijo a Thomas en voz baja, una voz que poco tenía que ver con el grito que había lanzado instantes antes. Sus ojos brillantes repasaron al oficial de la cabeza a los pies como si fuera una costurera intentando decidir qué traje le convenía más-. Le prepararé unos spaghetti con zucchini y treccia mozzarella. -Se volvió entonces hacia Jack-. Y la buena gente de Incantellaria deberá encerrar a sus hijas -dijo, olisqueando por las dilatadas aletas de su nariz. Jack tragó saliva y Brendan se escurrió al interior de su bolsillo-. Para usted, fritelle -añadió, asintiendo con satisfacción-. En una época este lugar vibraba de vida. La guerra se la ha arrebatado. La gente apenas puede permitirse comer, y mucho menos comer en un restaurante. Rezo para que lleguen tiempos mejores. Y un rápido final a tanto derramamiento de sangre. Para que el león se tumbe a reposar con el cordero. Les invito a ambos a comer a mi casa. Un pequeño rincón de este país donde la civilización aún existe como lo ha hecho durante generaciones. Donde los valores de antaño siguen todavía vigentes. Yo misma cocinaré para ustedes y podremos levantar nuestros vasos por la paz. Lattarullo les llevará. Podrán bañarse en el río y olvidarse de la guerra.
– Es usted una mujer generosa -dijo Thomas.
– Soy sólo una humilde anfitriona y ustedes están en mi pueblo. -A Thomas no le pareció una mujer humilde; su rostro rezumaba arrogancia-. Además, su presencia aquí ayudará a la comunidad. Su gasto añadirá un combustible muy necesario para la economía del pueblo. La poca que nos queda. Son tiempos difíciles, signore. Si es usted tan rico como apuesto, todos nos alegraremos.
– ¿Tiene usted hijas? -pregunto Jack descaradamente. Ella entrecerró los ojos y le miró por encima de su nariz imperiosa, a pesar de que era casi un metro más baja que él.
– Si las tuviera, sería un error presentárselas a usted y a su ardilla.
– ¿Por qué? -preguntó Jack, llevándose la mano al bolsillo para acariciar el pelo del animal-. Brendan tiene muy buen ojo para las damas.
– Porque mi hija tiene muy buen ojo para las ardillas -se rió ella, aunque su hija era una joven dura y triste como el melancólico tañido de las campañas. «Ah -pensó Lattarullo-, prosciutto de ardilla», y se relamió los labios y salivó como un perro.
El restaurante no tardó en llenarse de chicas bonitas con el rostro pintado como muñecas con el poco maquillaje que habían podido conseguir y con sus mejores vestidos y peinados.
Los pechos asomaban por los grandes escotes de sus vestidos como cremosos capuchinos. No hacían nada por ocultar su flagrante deseo de seducir a un inglés. Aquellos marineros eran los billetes que las sacarían de ese pueblo pobre y claustrofóbico. Miraban a los ingleses sin dejar de flirtear, riéndose tontamente y susurrando tras sus manos morenas, mostrando sin la menor vergüenza las pantorrillas y los tobillos al cruzar las piernas y levantándose las faldas sin el menor asomo de modestia.