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– Ah, che bello! -suspiró, tendiendo la mano hacia la ardilla. Thomas vio cómo los finos dedos morenos de la muchacha acariciaban el pelo rojizo de la ardilla y no pudo evitar imaginar esos mismos dedos acariciándole a él. No miró a Jack por temor a ver a su amigo arquear una sugerente ceja. Pero éste estaba también rendido a la hermosura de la joven y era muy consciente de que sus chistes obscenos poca cabida tenían en la mesa.

El coche llegó alrededor de las diez y media, envuelto en una nube de polvo.

– Ese debe de ser Lattarullo -dijo Thomas. Lamentó no haber tenido la oportunidad de hablar a solas con Valentina, pero Immacolata había dominado la conversación, cosa que a la joven no había parecido importarle. Quizá con tantos hermanos estuviera acostumbrada a mantenerse en un segundo plano.

Lattarullo apareció en la terraza con la frente reluciente y la camisa beige manchada de sudor. La tripa se le había hinchado con el calor como a un cerdo muerto y los mosquitos zumbaban alrededor de su cabeza. Era, sin duda, un espectáculo de lo más desagradable. Informó a Thomas y a Jack de que el resto de la tripulación había estado toda la tarde bailando en la trattoria.

– ¡El cantante ha entretenido al pueblo entero! -exclamó entusiasmado. A juzgar por el sudor de su camisa, también el gordo carabiniere había estado bailando.

Thomas sintió una oleada de pánico. ¿Cuándo volvería a ver a Valentina? Dio las gracias a Immacolata por su hospitalidad y se volvió entonces hacia su hija. Los ojos oscuros de Valentina le miraban con intensidad, como si pudiera leerle el pensamiento. Las comisuras de sus labios se curvaron hasta dibujar una pequeña y tímida sonrisa y se le encendieron las mejillas. Thomas intentó encontrar las palabras, alguna palabra, pero no se le ocurrió ninguna. Había olvidado lo que quería decir, perdido como estaba en la mirada de Valentina. El sol había desaparecido ya detrás del mar y la luz de las velas parecía transformar en oro el marrón de sus ojos.

– Quizá tengamos el placer de volver a verla -dijo por fin, y su voz fue apenas un chirrido. Valentina estaba a punto de responder cuando su madre la interrumpió.

– ¿Por qué no vienen a la /esta de Santa Benedetta, mañana por la noche? -sugirió-. En la pequeña capilla de San Pasquale. Presenciarán un milagro y quizá Dios les conceda buena suerte. -Jugueteó con la cruz que colgaba de su cuello con sus toscas manos-. Valentina les acompañará -añadió.

– Mamá representa un papel y yo estaré sola -dijo Valentina, bajando los ojos como si le diera vergüenza pedirlo-. Me gustaría mucho que viniera.

– Será un placer acompañarla -dijo Thomas, encantado ante esa muestra de retraimiento. Esa excursión la haría solo.

Ya en el coche, Jack estalló en comentarios.

– ¡Esa Valentina es un bombonazo! -dijo-. Pero si hasta Brendan se ha quedado impresionado, y ¡no es fácil complacerle!

– He perdido el corazón, Jack -anunció Thomas con gravedad.

– Pues ya puedes empezar a encontrarlo -respondió Jack riéndose entre dientes-. No vamos a quedarnos mucho tiempo.

– Pero tengo que volver a verla.

– ¿Y luego qué? -Jack puso la misma cara de pescado que Lattarullo y levantó las manos hacia el cielo-. No vas a conseguir nada con eso, jefe.

– Quizá no. Pero tengo que saberlo.

– Éste no es momento para enamorarte. Desde luego no de una italiana. Además, su madre me da escalofríos.

– No es la madre la que me interesa.

– Dicen que hay que mirar bien a la madre antes de ir a por la hija.

– La belleza de Valentina jamás se extinguirá. Es una de esas bellezas eternas. Hasta tú eres capaz de darte cuenta.

– Es extraordinariamente hermosa -admitió-. Haz lo que debas, pero no vengas luego a llorarme en el hombro cuando todo termine en un baño de lágrimas. Tengo cosas más importantes en las que pensar. ¡ Si no triunfo esta noche voy a terminar tirándome a Brendan!

Sin embargo, cuando regresaron al pueblo ninguno de los dos tenía ganas de bailar. Decidieron en cambio deambular por el paseo marítimo. Había un par de ancianos sentados en sus barcas remendando las velas con el arrugado y desdentado rostro iluminado por quinqués. Al observarles más atentamente, se dieron cuenta de que estaban empleando tapices robados para su tarea. Alguien cantaba Torna a Sorrento con el acompañamiento de una concertina al tiempo que la triste voz reverberaba espeluznantemente por las calles. Todas las contraventanas de color azul celeste estaban cerradas y Thomas no pudo evitar preguntarse qué estaría ocurriendo detrás, si los ocupantes de las casas estarían dormidos o si estarían espiando por las rendijas. Reticentes como estaban a regresar al barco, subieron paseando por una de las estrechas callejuelas. De pronto apareció una joven. A Jack se le iluminó la cara. Era una de las chicas que había admirado esa misma mañana. Se trataba de una hermosa muchacha de sonrisa relajada y soñadora, con una larga melena rizada y la piel morena.

– Venid y veréis lo que Claretta puede hacer por vosotros. Parecéis cansados -ronroneó al verles acercarse-. Las mujeres italianas son famosas por su hospitalidad. Dejad que os lo muestre. Venid.

Jack se volvió hacia su amigo.

– Tardo cinco minutos -dijo.

– Estás loco.

– Eres tú el que está loco. Al menos yo saldré de ésta con el corazón intacto.

– Pero puede que no la polla.

– Tendré cuidado.

– No quiero tener a bordo a un oficial enfermo. No puedo remplazarte.

– Todo hombre necesita echar un polvo de vez en cuando. Seguro que me estoy quedando ciego. ¡Tampoco te servirá de nada un «Jimmy» ciego! Además, estaré ayudando a la economía del pueblo. Todo el mundo necesita ganarse la vida.

Thomas vio desaparecer a Jack en el interior de la casa. Se apoyó contra la pared y volvió a pensar en Valentina. La vería la noche siguiente durante la ceremonia de Santa Benedetta. No lograba pensar en otra cosa. Si pudiera dibujarla, tendría algo con lo que recordarla. Algo que llevarse con él. Sintió náuseas de puro anhelo. Aunque había leído poemas de amor y también las obras de Shakespeare, jamás había creído que una intensidad de emoción semejante existiera realmente. En ese momento supo lo equivocado que había estado.

Minutos más tarde, Jack salió de la casa con una amplia sonrisa en el rostro mientras se subía la bragueta. Thomas tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la aplastó contra las piedras con el pie.

– Vamos -dijo-. Volvamos al barco.

Por la mañana, despertaron ante una visión mágica. El torpedero estaba adornado con flores: geranios rojos y rosas, iris, claveles y lirios. Estaban cuidadosamente entrelazados a las barandillas y repartidos como confeti por la cubierta. Rigs, que se había encargado de hacer guardia, se había quedado dormido. Lo único que había visto había sido el numeroso público de Covent Garden aplaudiendo su onírica representación de Rigoletto. Thomas debería de haberse mostrado furioso. Quedarse dormido durante la guardia era una falta grave que bien podía costarles la vida. Sin embargo, el espectáculo de esas flores, vivas, vibrantes e inocentes, ablandó su ira. Pensó en Valentina, en la noche que le aguardaba, y dio una palmada en la espalda al marino que había cometido la falta al tiempo que le decía:

– Si pillas a las criminales que han hecho esto, te ordeno que te acuestes con ellas en el acto.

9

Esa misma mañana, tal y como estaba previsto, llegaron al granero y descubrieron que las armas habían desaparecido. Lattarullo soltó un gemido y se encogió de hombros.