– ¿Qué esperabas? ¿ La Virgen María?
– Ha sido maravilloso. Eres un ángel -suspiró él, besándole en la frente. Alba arqueó las cejas y se rió de él.
– La verdad es que me pareces de lo más absurdo, Rupert. Dios me echaría del cielo por mal comportamiento.
– En ese caso, no es ése el cielo que deseo para mí.
De pronto, la atención de Alba quedó prendida en un rollo de papel marrón que se había desprendido de entre las tablas de madera del suelo bajo la cama. Como no alcanzaba a cogerlo desde donde estaba tumbada, empujó a Rupert a un lado y llegó hasta el otro lado de la cama a gatas. Estiró el brazo por debajo del somier.
– ¿Qué es? -preguntó él, parpadeando al mirarla a través de una neblina poscoital.
– No lo sé -respondió Alba. Cuando se levantó, cogió el paquete de cigarrillos y el encendedor de la mesita de noche y se los tiró-. Enciéndeme uno, ¿quieres? -Se sentó entonces en el borde de la cama y desplegó lentamente el rollo de papel.
Rupert no fumaba. De hecho, odiaba el tabaco. Sin embargo, y en un intento por no parecer torpe, hizo lo que se le pedía, dejándose caer en la cama junto a ella y pasándole una mano agradecida por la espalda. Alba se tensó. Sin tan siquiera mirarle, dijo:
– He disfrutado contigo, Rupert. Pero ahora quiero estar sola.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, perplejo ante esa muestra de repentina frialdad.
– He dicho que quiero estar sola. -Durante un instante, él no supo con seguridad cómo reaccionar. Ninguna mujer le había tratado así antes. Se sentía humillado. Cuando vio que ella no tenía intención de cambiar de parecer, empezó a vestirse a regañadientes, aferrándose a la intimidad que habían compartido apenas unos momentos antes.
– ¿Volveré a verte? -Fue plenamente consciente de que había desesperación en su tono de voz.
Alba sacudió la cabeza, irritada.
– ¡Márchate!
Rupert se ató los cordones de los zapatos. Ella todavía no se había vuelto a mirarle. Su atención estaba totalmente cautivada por el rollo de papel. Era como si él ya se hubiera marchado.
– Bueno, entonces me voy -masculló Rupert.
Alba alzó los ojos hacia las puertas de cristal que daban a la cubierta superior y clavó la mirada en el cielo rosado del crepúsculo que en ese momento se disolvía ya en la oscuridad de la noche. No oyó el portazo ni las fuertes pisadas de Rupert cuando éste recorrió taciturno la pasarela, sino tan sólo el susurro de una voz que hasta entonces creía olvidada.
– ¡Oh, cielos! Ahí va alguien que no parece demasiado feliz -comentó Fitz al tiempo que Rupert se dirigía al Chelsea Embankment y desaparecía bajo las farolas. Su comentario suspendió durante un instante la partida de bridge. Sprout irguió las orejas y elevó sus ojos caídos antes de volver a cerrarlos con un suspiro.
– Vaya, está claro que acaba con ellos, querido -dijo Viv, pasándose un mechón rebelde de cabello rubio por detrás de la oreja-. Es como una viuda negra.
– Creía que se comían a sus parejas -dijo Wilfrid. Fitz contempló esa deliciosa idea antes de dejar una carta en la mesa con un chasquido.
– ¿De quién hablamos? -preguntó Georgia, mirando a Wilfrid y arrugando la nariz.
– De la vecina de Viv -respondió él.
– Es una zorra -añadió Viv en una clara muestra de mordacidad, ganando la mano y barriéndola a su lado de la mesa.
– Creía que erais amigas.
– Y lo somos, Fitzroy. La quiero a pesar de sus defectos. A fin de cuentas, todos los tenemos, ¿no? -Sonrió y echó la ceniza en un plato de color verde fosforescente.
– Tú no, Viv. Tú eres perfecta.
– Gracias, Fitzroy -A continuación se volvió a mirar a Georgia y añadió con un guiño-: Le pago para que diga eso.
Fitz miró por la pequeña ventana redonda. La cubierta del Valentina estaba en silencio. Imaginó a la hermosa Alba desnuda en la cama, acalorada y sonriente, con sus curvas y sus ondulaciones en los lugares adecuados, y se distrajo momentáneamente del juego.
– ¡Despierta, Fitz! -dijo Wilfrid, chasqueando los dedos-. ¿En qué planeta estás?
Viv dejó sus cartas sobre la mesa y se recostó contra el respaldo de la silla. Dio una calada a su cigarrillo y soltó el humo con un sonoro bufido. Mirando a Fitzroy con ojos que soportaban el peso del efecto del alcohol y de los excesos de la vida, dijo:
– ¡Oh, en el mismo planeta triste que tantos otros hombres estúpidos!
Alba fijó la mirada en el retrato dibujado en el rollo de papel marrón y sintió que la recorría un escalofrío de emoción. Fue como si se estuviera mirando en un espejo, un espejo que magnificara la preciosidad de su propia imagen. Aunque el rostro era ovalado, como el suyo, dotado de unos pómulos delicados y de una mandíbula fuerte y prominente, los ojos no eran para nada los de ella. Eran almendrados, de un color marrón musgoso, mezcla de risa y de una tristeza profunda e insondable. Esos ojos captaron su atención, mirándola directamente y atravesándola con su mirada, los mismos que la siguieron en cuanto se movió. Alba continuó mirándose en ellos durante un buen rato, imbuida como estaba de esperanzas y sueños que jamás daban fruto alguno. A pesar de que la boca dibujada apenas insinuaba una sonrisa, el rostro al completo parecía abrirse de pura felicidad como un girasol. Alba sintió que un arrebato de ansiedad le encogía el estómago. Por primera vez desde que tenía memoria, sus ojos tenían ante sí el rostro de su madre. En la parte inferior del dibujo, escritas en latín, estaban las palabras Valentina 1943, dum spiro, ti amo. Estaba firmado con tinta. Thomas Arbuckle. Alba volvió a leer esas palabras una docena de veces hasta que quedaron veladas por sus lágrimas. «Te amaré hasta mi último aliento.»
Alba había aprendido italiano cuando era niña. Dando muestra de una caridad poco habitual en ella, su madrastra, a la que había rebautizado con el sobrenombre de «el Búfalo», le había sugerido que tomara clases para mantener así el contacto con sus raíces mediterráneas, las mismas que la mujer se había empeñado en erradicar de cualquier otra forma posible. A fin de cuentas, la madre de Alba había sido el amor de la vida de su padre. Y qué amor más maravilloso. Su madrastra estaba totalmente al corriente de la sombra que Valentina proyectaba sobre su matrimonio. Incapaz de borrar tan intenso recuerdo, lo único que podía hacer era intentar sofocarlo. Y así, el nombre de Valentina simplemente jamás se había pronunciado. Nunca viajaron a Italia. Alba no conocía a ninguno de los parientes de su madre y su padre eludía sus preguntas, de modo que hacía ya tiempo que había renunciado a seguir preguntando. Cuando era niña, se había sumergido en un mundo aislado de hechos a retazos que había logrado unir a partir de enrevesados medios. En él se refugiaba, hallando consuelo en las imágenes inventadas de su hermosa madre en las costas de la adormilada ciudad italiana donde había conocido a su padre y donde se había enamorado de él durante la guerra.
Thomas Arbuckle había sido en aquel entonces un hombre apuesto; Alba había visto fotografías. Con su uniforme de la Armada, su elegancia estaba fuera de toda duda. Cabello rojizo, ojos claros y una sonrisa descarada y confiada que el Búfalo, con todo el peso de su contundente personalidad, había conseguido reducir a un ceño de inconfundible fastidio. Celosa de la casa flotante que él había comprado y que había bautizado con el nombre de Valentina, el Búfalo jamás había puesto el pie en cubierta y se refería a ella como a «el barco» y nunca por su nombre. El Valentina conjuraba recuerdos de cipreses y grillos, oliveras y limones y un amor tan enorme que no había pataleo ni bufido capaz de denigrarlo.