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Bajaron del coche y Alberto les saludó envaradamente, sin el menor asomo de una sonrisa. Cualquiera habría dicho que hacía años que no sonreía. Quizá no lo hubiera hecho nunca. Le siguieron por el oscuro pasillo y por un sombrío patio donde la hierba se abría paso entre las losas del suelo hasta el cuerpo principal de la casa. Mientras atravesaban las distintas habitaciones, cada una más encantadora que la anterior con sus intricadas molduras y los pálidos tonos rosados y azules de las paredes, sus pisadas resonaban contra los altos techos: no había muebles que pudieran absorber el sonido y los tapices habían desaparecido hacía ya tiempo. Las chimeneas de mármol enmarcaban rejillas frías y vacías, y los cristales de las altas ventanas estaban manchados de moho. Una atmósfera espeluznante imperaba en el edificio, como si caminaran entre fantasmas.

Por fin llegaron a una de las pocas estancias ocupadas de la casa. En el sillón encontraron sentado a un digno caballero de unos setenta años, rodeado de una vasta biblioteca de libros hermosamente encuadernados, una gran bola del mundo y dos cuadros gigantescos. Llevaba el pelo gris peinado hacia atrás, revelando un rostro todavía bello, con una recta nariz romana y unos ojos de un profundo color aguamarina. Iba impecablemente vestido, con una camisa planchada, chaqueta de tweed y un pañuelo de seda pulcramente anudado al cuello. Sin duda debía ser de descendencia nórdica, pues tenía la tez clara y mostraba la serenidad de un príncipe.

– Sean bienvenidos -dijo en un inglés perfecto, levantándose de la silla. Se acercó a ellos, emergiendo de la penumbra para estrechar las manos de los recién llegados. Saludó con una leve inclinación de cabeza a Lattarullo y, para decepción del carabiniere, le dijo a Alberto que se lo llevara a la cocina y que le sirviera un poco de pan con queso. A continuación indicó a Jack y a Thomas que tomaran asiento-. ¿Qué le parece mi pueblo, teniente Arbuckle? -preguntó, sirviéndoles una taza de té que había sido cuidadosamente dispuesto en una bandeja de plata. La porcelana era fina y elegante y estaba pintada con delicadas parras. Un servicio de té semejante resultaba sin duda fuera de lugar en esa estancia abandonada.

– Encantador, márchese -respondió Thomas con idéntica formalidad.

– Espero que se hayan tomado su tiempo para disfrutar de las inmediaciones. Las colinas son especialmente hermosas en esta época del año.

– Lo son, sí -concedió Thomas.

– Es un pueblo lleno de gente sencilla de poca cultura. Yo fui afortunado. Mi madre me puso un tutor inglés y después me enviaron a Oxford. Fueron los días más felices de mi vida. -Tamborileó con sus largos dedos sobre el brazo de la silla. A Thomas las manos del márchese le recordaron las de una concertista de piano. El anfitrión soltó entonces un resollante suspiro. Quizá fuera asmático, o bien padecía alguna otra molestia pulmonar-. Estas gentes están llenas de supersticiones -prosiguió-. A pesar de vivir en el siglo veinte, están obsesionados con las reliquias y con el medievalismo. Yo me mantengo al margen, viviendo aquí arriba, sobre la colina. Tengo una buena vista del océano y del puerto. Veo quién entra y quién sale. He instalado un telescopio ahí fuera, en la terraza. No me involucro con sus rituales. Sin embargo, los rituales mantienen ocupada la mente de la gente, y, por lo tanto, les impiden meterse en problemas, y la gente del sur es muy religiosa. Yo me crié aquí con mis hermanos y hermanas, aunque desconozco dónde pueden estar ahora o si siguen con vida. Un amargo enfrentamiento clavó una estaca en el corazón de nuestra familia. Fui yo quien se quedó con este palazzo. Quizá si me hubiera casado, la casa se habría beneficiado de las atenciones de una mujer, pero desgraciadamente no fue así y ya no lo haré. La casa se cae a mi alrededor, engulléndome cada vez más en su corazón hasta que esta habitación será lo único que quedará en pie. Sobrevivió a los alemanes, pero no sobrevivirá al paso de los años. El paso de los años es implacable. ¿Está casado, teniente Arbuckle?

– No -respondió Thomas.

– La guerra no es momento para el amor, ¿verdad?

«Al contrario», pensó Thomas, aunque se limitó a responder:

– Me alegro de no haber dejado a una mujer en Inglaterra. Si me matan, mi madre será la única que llorará mi muerte. -Se acordó entonces de Freddie, y el dolor le encogió el estómago. Al menos, su hermano no había tenido mujer, ni tampoco hijos. De pronto, se sintió deprimido y deseó que el hombre fuera al grano y abordara por fin la causa del encuentro. La habitación estaba oscura y el aire, viciado. Olía como si estuvieran en una antigua cripta.

– Y usted -dijo el márchese, volviéndose hacia Jack-. Ya veo que conserva aún a su pequeño amigo peludo. -Jack se quedó literalmente boquiabierto, incapaz de disimular la sorpresa. Despacio, Brendan salió de su bolsillo como un travieso escolar descubierto en la despensa-. Si deciden viajar al interior, cosa que no creo que hagan, será mejor que lo esconda. Hay mucha hambre. La gente vende a sus propias hijas por un poco de comida.

– Brendan ha sobrevivido a cosas peores que a los hambrientos italianos, márchese -dijo Jack, mostrándose extrañamente respetuoso. Un halo de silenciosa importancia rodeaba al márchese.

– Imagino que ustedes dos eran amigos antes de la guerra -dijo el anciano.

– Nos conocemos desde nuestros tiempos de estudiantes en Cambridge -respondió Thomas.

– Ah, Cambridge. ¡En ese caso somos rivales! -Se rió, mirando directamente a Thomas. Sin embargo, la risa no se mostró en la mirada.

El márchese no deseaba hablar de la guerra. No preguntó el motivo que explicaba la presencia de Thomas y de Jack en Incantellaria. Con la ayuda de su telescopio y de su aparente omnisciencia, a buen seguro debía saberlo ya. Habló de su infancia en el palazzo, de las escasas visitas al pueblo, obviamente jamás mezclándose con los demás niños de allí. Según dijo, era como si vivieran tras un cristal. Veían lo que ocurría, pero nunca podían ser parte de ello.

– ¿Durante cuánto tiempo serán nuestros invitados? -preguntó de pronto. A Thomas se le ocurrió que aquél sería un buen momento para encogerse de hombros como hacía Lattarullo y poner una de sus caras de pescado, pero respondió que probablemente regresarían a la base por la mañana.

– La guerra es un horror -prosiguió el márchese, poniéndose en pie-. Ahora están atrapados en Monte Cassino. ¿De verdad creen que los Aliados vencerán? Tropezarán. Qué desperdicio de chiquillos. La gente no aprende nunca de la historia, ¿no creen? Seguimos dando tumbos, cayendo en los mismos errores que cometieron nuestros padres y abuelos. Creemos que haremos del mundo un lugar mejor y sin embargo, poco a poco, lo destruimos. Vengan, les mostraré mi telescopio.

Salieron a la terraza por los grandes ventanales enmohecidos, entrecerrando los ojos para enfrentarse a la luz del sol. Thomas sintió el aire fresco como una ola de agua fría que revitalizó sus sentidos. Miró a su alrededor. En otra época, un jardín primorosamente cuidado debía de haberse extendido pendiente abajo hasta un lago ornamental que en ese momento yacía estancado como un pequeño estanque de escasa profundidad. Se imaginó a las mujeres con sus hermosos vestidos deambulando alrededor de los sauces en parejas, charlando bajo los parasoles, observando sus bellos reflejos en el agua. Debía de haber sido impresionante en aquel entonces, antes de que el tiempo y el abandono le hubieran despojado de toda su gloria. Pero en ese momento a nadie le importaba. El lago agonizaba ante él, como la casa. Como el anciano márchese y su constante tos en su estancia mal ventilada, aferrado a los últimos vestigios de las tradiciones familiares.