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El márchese se acercó al instrumento que apuntaba hacia el puerto. Miró por él, hizo girar aquí un dial, pulsó un botón allí, y se hizo a un lado para ceder su puesto a Thomas.

– ¿Qué le parece? -preguntó con el rostro encendido de puro deleite-. Ingenioso, ¿verdad?

Thomas pudo ver con claridad el pueblo. Las calles estaban tranquilas. Enfocó el telescopio hacia su barco. La vieja y fiel Marilyn. Los chicos estaban por ahí, agrupados, sin el menor rastro de disciplina a la vista. Thomas sabía que no podría mantenerlos allí mucho tiempo más. Se le encogió el corazón al pensar en marcharse. Acababa de conocer a Valentina. Aprovechó para escudriñar el muelle para ver si la veía, aunque en vano.

– Muy ingenioso -repitió con rotundidad. Cambiaría su puesto por el del márchese simplemente para poder estar cerca de ella. Jack ocupó su lugar en el telescopio.

– ¿Observa usted las estrellas? -preguntó. El márchese estuvo encantado con la pregunta y se embarcó en una larga descripción de las constelaciones, las estrellas fugaces y los planetas mientras que su acento italiano resultaba cada vez más pronunciado, pues había dejado de concentrarse en cómo sonaba su inglés al hablar.

Thomas siguió donde estaba con las manos apoyadas en la balaustrada, viendo el mar resplandecer bajo el sol de la tarde. Aliviado, vio aparecer a Lattarullo con la tripa a punto de estallarle en los pantalones después de un abundante atracón de pan con queso. Alberto se le antojó aún más esquelético. Parecía llevar siglos sin probar bocado.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Thomas, sin entender todavía el motivo de la invitación.

– Ha sido un placer -apuntó el márchese con una sonrisa, estrechándole la mano.

Justo cuando estaban a punto de marcharse, un chiquillo apareció por un serpenteante sendero de perfecto trazado que llevaba a la terraza desde un lugar oculto tras un muro de cipreses y de arbustos cubiertos de matojos. El muchacho era poseedor de una impactante belleza. Tenía un rostro ancho enmarcado por unos rizos rubios y unos ojos marrones oscuros relucientes como perlas. El pequeño pareció sorprendido al verles, pero reconoció a Lattarullo, al que saludó educadamente.

– Este es Nero -dijo el márchese-. ¿No les parece bello? -Thomas y Jack se miraron, aunque no alteraron un ápice la expresión de sus rostros-. Me hace algunos recados. Intento ayudar a la comunidad. Soy un hombre afortunado. Y rico. No tengo hijos ni hijas en los que gastar mi fortuna. Éstos son tiempos difíciles. La guerra no sólo tiene lugar en el campo de batalla, sino a diario en todos los pueblos, aldeas y ciudades de Italia. Es una guerra de supervivencia. Nero no morirá de hambre, ¿a que no, mi pequeño? -Despeinó al chiquillo afectuosamente. Cuando Nero sonrió, vieron que le faltaban los dos dientes delanteros.

– Qué tipo tan extraño -comentó Thomas mientras se alejaban de la propiedad en el coche.

– ¡Recados, cómo no! -se mofó Jack en inglés para que el carabiniere no pudiera comprenderle. Miró a Thomas y arqueó una ceja-. Nero es un chiquillo de una belleza extraordinaria. No es frecuente ver ese color de pelo aquí, en el sur.

– Ese hombre no es trigo limpio -dijo Thomas, rascándose la cabeza-. No quiero ni pensar en lo que andaría metido en Oxford. ¡Los días más felices de su vida! ¡Ya, claro! ¿A qué demonios hemos venido? ¿A tomar una taza de té? ¿A que nos matara de aburrimiento con las tonterías que nos ha contado sobre su familia y sobre las estrellas?

Jack meneó la cabeza.

– No lo sé. Me tiene totalmente desconcertado.

– Deja que te diga una cosa. Tenía un buen motivo para invitarnos a venir hoy y, te diré más: de un modo u otro hemos satisfecho sus expectativas.

10

Las sombras se alargaban y el olor a pino impregnaba el aire de la tarde. Los vecinos de Incantellaria salían de sus casas para congregarse delante de la pequeña capilla de San Pasquale. Reinaba cierta expectación. Thomas esperaba justo delante de la farmacia, tal y como Immacolata le había indicado, y aguardaba a Valentina con creciente aprensión. Reparó en que la mayoría de los lugareños llevaban pequeñas velas que parpadeaban fantasmagóricamente en la luz menguante del atardecer. Un mugriento jorobado entraba y salía de la multitud como un resuelto escarabajo pelotero mientras los presentes le tocaban la espalda para invocar la buena suerte. Thomas jamás había presenciado una escena semejante y estaba intrigado. Por fin la multitud pareció hacerse a un lado y Valentina flotó hacia él con su andar danzarín. Llevaba un sencillo vestido negro con flores blancas y se había recogido el pelo, decorándolo con margaritas. Sonrió a Thomas, cuyo corazón se desbocó, pues la de Valentina era una expresión cálida e íntima. Era como si ya se hubieran declarado los sentimientos que se profesaban, como si llevaran largo tiempo siendo amantes.

– Me alegro de que haya venido -dijo ella cuando por fin le alcanzó. Tendió la mano hacia Thomas, que no dudó en estrecharla y que acto seguido hizo algo impulsivo: se llevó la palma de la joven a los labios y la besó. Le dedicó una larga e intensa mirada mientras su boca saboreaba el contacto de su piel y el ya familiar olor a higos. Valentina hundió el mentón en su pecho y se rió. Era la primera vez que Thomas la oía reírse y al oírla no pudo contener, también él, la risa, pues la de ella surgió burbujeante de su estómago, a todas luces complaciéndola.

– Yo también me alegro de haber venido -respondió él, resistiéndose a soltarle la mano.

– Mamá es una de las parenti di Santa Benedetta.

– ¿Qué es eso?

– Una de las descendientes de la santa. Por eso ocupa un sitio junto al altar para presenciar el milagro.

– ¿Y qué se supone que va a ocurrir?

– Que Jesús llorará sangre -le dijo ella con una voz repentinamente solemne al tiempo que su sonrisa se disolvía en una expresión de absoluta reverencia.

– ¿De verdad? -Thomas no daba crédito-. ¿Y qué pasa si no es así?

Los ojos de Valentina se abrieron como platos en una evidente muestra de horror.

– En ese caso, tendremos mala suerte el año que viene.

– ¿Hasta que el milagro vuelva a suceder?

– Exacto. Encendemos cirios para mostrar nuestro respeto.

– Y tocáis al jorobado para que os traiga buena suerte.

– Sabe más de lo que imaginaba. -La risa asomó de nuevo a su rostro.

– No ha sido más que una simple conjetura.

– Vamos, será mejor que nos coloquemos delante. -Valentina tomó a Thomas de la mano y lo guió entre la multitud.

Había oscurecido cuando las puertas de la capilla se abrieron. El interior del templo era un espacio pequeño y rústico, decorado con frescos que representaban el nacimiento y la crucifixión de Cristo. Thomas sospechó que cualquier cosa de valor habría sido robada por los alemanes, o por los saqueadores, de modo que tan sólo quedaban sencillos candeleros en el altar y un mantel blanco sin el menor adorno. Detrás, la estatua de mármol del Cristo en la cruz permanecía intacta.

Un pesado silencio, impregnado de temor, incertidumbre y expectación, vibraba en el aire como el enmudecido tañido de violines. Aunque Thomas no creía en los milagros, el espíritu del que estaba a punto de presenciar era intensamente contagioso y empezó a sentir que se le aceleraba el corazón al unísono con el resto de creyentes que le rodeaban. Sentía una multitud de pares de ojos encima, algunos hostiles, pues no eran pocos los miembros de la congregación que creían que su presencia impediría que se obrara el milagro. O quizás era que no les gustaba que Valentina hubiera llamado la atención de un inglés. Se fijó en que una anciana lanzaba a la joven una mirada furiosa para apartar enseguida los ojos con un sorbido desaprobatorio. Thomas esperaba no haber comprometido a la muchacha con su presencia.