Subieron por un pequeño sendero que serpenteaba entre las rocas y bajaron después por un camino polvoriento que cruzaba por un bosque. El olor del tomillo impregnaba el aire con el del eucalipto y el pino, y los grillos cantaban entre las hojas. Una salamandra desapareció corriendo del camino para ocultarse entre la maleza al oírles pasar, y el trino de los pájaros anunciaba la mañana. Un rato más tarde, los árboles dieron paso a un campo de limoneros. Desde allí, pudieron ver el mar, liso como la plata fundida, brillando tras los grupos de cipreses.
En lo alto de una pequeña colina encontraron un puesto de observación abandonado cuyos ladrillos se deshacían tras siglos expuestos al viento marino y a la sal. Era sin duda un lugar asombroso. Desde allí podían ver kilómetros a su alrededor. Valentina señaló hacia su casa, riéndose al imaginar a su madre en la cama, ignorante de la aventura en la que su hija se estaba embarcando. Se sentó apoyando la espalda contra la torre de observación con el pelo a merced de la suave brisa, y dejó que Thomas la pintara. Él dibujaba con pasteles, disfrutando mientras analizaba su rostro, traduciéndolo lo mejor que pudo en el papel. Quería retratar su misterio, la cualidad que la diferenciaba de las demás. Como si Valentina fuera poseedora de un delicioso secreto. Era un gran reto y Thomas deseaba hacerlo bien para que al separarse pudiera mirar el dibujo y recordarla como la veía en ese momento.
– Algún día les hablaremos a nuestros hijos de esta mañana -dijo él por fin, sosteniendo el papel en alto y entrecerrando los ojos-. Mirarán este retrato y verán con sus propios ojos lo hermosa que era su madre de joven, cuando su padre se enamoró perdidamente de ella.
Valentina soltó una risa suave y su rostro resplandeció de puro afecto.
– Qué tonto -dijo, aunque por la forma en que ella le miraba Thomas supo que no le consideraba en absoluto un tonto.
Levantó el dibujo para que ella pudiera verlo. La perplejidad encendió las mejillas de Valentina y se puso muy seria.
– Eres un maestro -jadeó, pasándose los dedos por los labios-. Es precioso, Signor Arbuckle.
Thomas se rió. Era la primera vez que ella pronunciaba su nombre. Después de la intimidad que habían compartido, lo de «Signor Arbuckle» le sonó formal y torpe.
– Llámame Tommy -le dijo.
– Tommy -respondió Valentina.
– En casa todos me llaman así.
– Tommy -repitió-. Me gusta. Tommy. -Alzó sus ojos oscuros y le miró fijamente por primera vez. Luego le empujó con suavidad de espaldas sobre la hierba y se estiró encima de él-. Ti voglio bene, Tommy -dijo. Cuando se retiró, sus ojos brillaban dorados como el ámbar. Pasó la mano por la frente y los cabellos de Thomas y le plantó un largo beso en el puente de la nariz-. Ti amo -susurró. Y una y otra vez volvió a susurrarlo-. Ti amo, tiamo -posando los labios sobre todas las partes de su rostro, como un animal marcando su territorio, deseando recordarlo.
Thomas no quería llevarla a casa. Temía el agónico instante en que la perdería de vista. El momento en que tendría que irse. Siguieron todo el tiempo que pudieron en la ladera junto a la torre de observación, temerosos del mar y de la terrible separación que no tardaría en imponerles. Se abrazaron con fuerza.
– ¿Cómo es posible amarte tan profundamente conociéndote tan poco, Valentina?
– Dios te ha traído hasta mí -respondió ella.
– No sé nada de ti.
– ¿Qué quieres saber? -Valentina acompañó la pregunta con una risa triste al tiempo que reseguía su rostro con los dedos-. Me gustan los limones y las calas, el olor del alba y el misterio de la noche. Me gusta bailar. Cuando era niña, quería ser bailarina. Me da miedo estar sola. Me da miedo no ser nadie. No importarle a alguien. La luna me fascina. Podría pasarme toda la noche sentada mirándola, maravillada. Hace que me sienta a salvo. Odio esta guerra, pero la amo también por haberte traído hasta mí. Me da miedo amar demasiado. Que me hagan daño. Vivir mi vida en el dolor y en el sufrimiento por amar a alguien a quien no puedo tener. También le temo a la muerte, a la nada. Me da miedo morir y descubrir que Dios no existe. Que mi alma deambule por un limbo terrible que no es vida ni es muerte. Mi color favorito es el violeta. Mi piedra favorita, el diamante. Me gustaría llevar un collar de los diamantes más puros para brillar tan sólo una noche, saber lo que se siente al ser una dama. Mi parte favorita del mundo es el mar. Mi hombre favorito, tú.
Thomas se rió.
– Un buen resumen, sin duda. Aunque, sobre todo, me gusta la última parte.
– ¿Hay algo más que quieras saber?
– Me esperarás, ¿verdad? -dijo poniéndose serio-. Volveré a buscarte, te lo prometo.
– Si hay Dios, Él sabrá lo que hay en mi corazón y te traerá hasta mí.
– Dios, Valentina -suspiró Thomas en inglés-. ¿Qué me has hecho?
Volvieron andando en silencio a la casa y él la besó por última vez.
– No es una despedida -le dijo-. Es sólo un «hasta pronto». No tardaré.
– Lo sé -susurró ella-. Confío en ti, Tommy.
– Te escribiré.
Prolongar el instante habría resultado una tortura, de modo que Valentina se alejó corriendo sendero abajo y se metió apresuradamente en su casa sin volverse para mirarle. Thomas comprendió y dio media vuelta. De pronto la mañana parecía menos fresca, como si de repente unas nubes oscuras hubieran cubierto el sol. El paisaje había perdido su chispa. El trino de los pájaros dejó de sonar tan melodioso y el canto de los grillos tronó contra sus tímpanos como timbales. Tan sólo el olor de los higos seguía impregnando su piel para recordarle a ella, y el retrato que había dibujado. Presa de una congoja que tan sólo había sentido una vez en su vida, al enterarse de la muerte de su querido hermano, volvió despacio al puerto. Al barco. A la guerra.
11
Beechfield Park, 1971
El tintineo del reloj del vestíbulo despertó a Thomas. Tenía el cuello agarrotado y dolorido y parpadeó, mirando a su alrededor, desconcertado. Durante un instante se sintió confuso. ¿Dónde estaba? Albergó la secreta esperanza de encontrarse en el barco, pero la firmeza del suelo que pisaba no dejaba lugar a dudas. Poco a poco el estudio fue perfilándose ante su mirada. Hacía frío. Con excepción de la luz procedente de la lámpara de su escritorio, en el resto de la estancia reinaba la oscuridad. Dios, ¿qué hora era? Miró su reloj. Las tres de la mañana. Volvió la mirada al retrato que tenía en la mano. El rostro de Valentina le observó como lo había hecho aquel día en la colina. Thomas había logrado capturar lo que la hacía única, todo lo que jamás podría expresar con palabras. Hasta la cualidad única que en ese momento no sabía que ella poseía. Hasta eso. ¿Cómo podía no haberla percibido entonces?
Se dio cuenta de que había estado llorando. Las lágrimas le habían empapado las mejillas durante el sueño. Mientras dormía. Enrolló el retrato y se levantó con rigidez. Guardaría el dibujo en la caja fuerte y no volvería a mirarlo. Valentina estaba muerta. ¿Qué sentido tenía revivir lo ocurrido? ¿Qué sentido tenía llorar dormido como un niño? Todo formaba parte del pasado y al pasado pertenecía. Con gesto meticuloso, retiró el retrato de su padre que ocultaba la caja fuerte que Margo había ordenado instalar después de haberse casado con él. Ella pensaba en todo. Margo. Sacó la llave y abrió la caja. La cavidad forrada de terciopelo acogía joyeros y cajas de documentos. Thomas siguió aferrado al retrato durante un segundo. Una parte de él se negaba a relegar ese hermoso rostro al fondo de una caja oscura. Era como volver a meter a Valentina en un ataúd. Aun así, sabía que era la decisión correcta. Tenía que hacerlo. Sin volver a mirar el retrato, lo metió al fondo de la caja fuerte. En cuanto perdió el dibujo de vista, se sintió mejor. Ya no le dolía tanto. Volvió a colocar en su sitio el retrato de su padre, dio un paso atrás y se frotó el mentón al tiempo que alzaba los ojos y lo miraba. Nadie lo sabría. Quizás hasta él también llegara a olvidarlo.