Cuando Fitz despertó, Alba estaba en el cuarto de baño. Siguió acostado, parpadeando en la penumbra, y, a pesar del grosor de las cortinas de la habitación, no tardó en presentir que hacía un día despejado y soleado. Se desperezó y se llevó las manos tras la cabeza. Aunque le desilusionó no haberse despertado con el cuerpo cálido de Alba pegado al suyo, fue consciente de que probablemente era mejor así. No habían hecho el amor. Se habían limitado a dormir juntos, como amigos. La oyó canturrear mientras se cepillaba los dientes. Se sintió incómodo. ¿Qué se suponía que debía hacer?
Alba salió del cuarto de baño todavía en camisón, con el pelo recogido y cayéndole algunos mechones sobre la cara y las largas piernas morenas tentadoramente desnudas. Sonrió a Fitz perezosa antes de volver a la cama.
– He usado tu cepillo de dientes -dijo-. Espero que no te moleste.
El se sintió confundido. Alba volvía a estar en la cama, y había utilizado su cepillo de dientes, lo cual resultaba muy íntimo para una pareja que no había llegado a tener relaciones. Se levantó y entonces fue él quien hizo uso del cuarto de baño.
Cuando salió, no supo decir si Alba esperaba que volviera a la cama con ella o que se vistiera, aunque fue un dilema que tuvo que resolver en cuestión de décimas de segundo. Ella estaba acostada con la cabeza en la almohada, sonriéndole, obviamente divertida al verle dudar de ese modo.
– Normalmente, los hombres no merodean junto a la cama cuando yo estoy en ella -dijo sin disimular la risa-. Porque te gustan las mujeres, ¿verdad, Fitz?
Él se metió en la cama, molesto ante las burlas de Alba. Sin esperar una invitación, la tomó del cuello y pegó fervientemente sus labios a los de ella. Ella no opuso resistencia, sino que por el contrario le devolvió el beso con gran entusiasmo. Soltó un gemido grave y rodeó a Fitz con los brazos. Fue precisamente ese gemido lo que reinstauró el equilibrio y logró hacerle sentir de nuevo como un hombre. Cuando empezó a acariciarle la pierna, metiendo la mano por debajo del camisón, se dio cuenta de que Alba no llevaba bragas.
– ¿Has estado desnuda toda la noche? -preguntó, acariciándole el trasero.
– Nunca llevo bragas -fue la respuesta de Alba-. Son un estorbo.
– ¿Nunca? -«Dios, qué convencional soy», pensó.
– ¡Nunca, abuelito! -Soltó una risilla sin apartar la boca de su cuello.
– ¡Te aseguro que hago el amor como un muchachote! -se rió Fitz.
– No me asegures nada y demuéstramelo, muchachote.
Él intentó no pensar en la multitud de hombres que se habían acostado con ella. Procuró imaginársela pura e inmaculada. No era tarea fácil, porque sin duda Alba había disfrutado de las atenciones de muchos hombres, demasiados para llevar la cuenta. Con la práctica había aprendido a disfrutar plenamente del sexo. Su capacidad de innovación bebía del entusiasmo y de una natural falta de inhibición de la que no se avergonzaba en absoluto. Por mucho que Fitz se empeñara en llevar la iniciativa y en desear la inocencia de Alba, ella se retorcía y gemía como la femme du monde que era.
– Cariño, bésame un poco más arriba, sí… ahí… con la lengua… más suave… más suave… más despacio, mucho, mucho más despacio. Así. ¡Sí!
Alba estaba encantada diciéndole lo que quería y suspiraba de puro placer cuando él la complacía. Fitz no podía negar que era maravillosa en la cama. Técnicamente era tremenda, pero después, de nuevo tumbados y jadeantes, con los corazones palpitando de forma acelerada en el pecho empapado en sudor, no pudo evitar la sensación de que faltaba algo. Oh, todo estaba allí: la pericia, el conocimiento, la técnica. Aun así, para él la técnica tenía poco valor si carecía de sentimiento. Era la pasión lo que hacía especial el acto amoroso. Fitz amaba a Alba, pero era obvio que ella no sentía lo mismo por él.
Un rato después, Alba pasó de puntillas por el pasillo en dirección a su habitación con la vaga esperanza de darse de bruces con el Búfalo, simplemente por el placer de verle la cara. Fitz se quedó en su habitación embargado por una sensación de vacío. «Insatisfecho» sería quizá la palabra adecuada. Como si se hubiera estado comiendo un donut y hubiera descubierto que el centro del pastelillo no tenía ni asomo de mermelada. Había entregado el alma a Alba y ella se había limitado a cederle su cuerpo con una risa juguetona. Se acordó entonces de Viv y de lo que le diría si le contaba lo sucedido. «¡Pedazo de idiota! -le soltaría-. Ya te advertí de que no le entregaras tu corazón. Alba lo masticará y lo escupirá en cuanto haya terminado con él.» Así es como había tratado a todos los hombres que le habían precedido. Pero él era distinto. Hasta el padre de la muchacha lo había reconocido: «¿Y por qué iba Alba a elegir a alguien como tú?» Cierto, ¿por qué? Porque Fitz era un corredor de fondo.
Se vistió elegantemente, pensando ya en la iglesia y en el reverendo invitado al almuerzo dominical. Se preguntó cómo serían las cosas cuando regresaran a Londres. ¿Estaría Alba simplemente disfrutando del juego de roles que formaba parte de la representación? ¿O significaba para ella algo más que eso?
– ¡Me estoy comportando como una mujer! -le soltó a su reflejo en el espejo mientras intentaba atusarse el pelo. Tuvo que resignarse al hecho de que, por mucho que se lo cepillara, se lo peinara o se lo humedeciera, seguía siendo una indomable maraña de rizos. El reverendo tendría que aceptarle tal cual era.
Cuando regresaba a la casa, después de haber sacado a Sprout del coche para que corriera un poco por los jardines, oyó voces procedentes del comedor. Al entrar, Margo le saludó afectuosamente.
– ¿Has dormido bien, Fitz? Espero que hayas encontrado cómoda la cama. ¿Has pasado frío?
– La he encontrado absolutamente cómoda y desde luego no he pasado ni pizca de frío. Ni pizca -repitió, alegrándose de que Alba no estuviera presente y le hiciera sonreír con una de sus miradas.
– Bien. Allí tienes té y café -dijo Margo, señalando al aparador-. Huevos y beicon, tostadas. Si te apetece un huevo pasado por agua, la cocinera puede preparártelo sin problema. No tienes más que pedirlo.
– No, un par de huevos fritos será perfecto. Menudo festín. -Olfateó el beicon salado y se le hizo la boca agua.
– La cocinera es una pequeña maravilla. No sé lo que haría sin ella. Lleva años con nosotros. Era la cocinera de Lavender y de Hubert cuando Thomas era pequeño, ¿verdad, Thomas?
Este, que estaba sentado a la gran mesa redonda leyendo los periódicos y tomando café, intentando hacer caso omiso del frívolo parloteo de su mujer y de sus hijas, alzó sus ojos enrojecidos y asintió con la cabeza. Al verle, a Fitz se le antojó un hombre cansado y enfermo. Tenía el rostro gris, como si toda la sangre se le hubiera acumulado en los calcetines rojos.
– Buenos días, Fitz -dijo-. Confío en que habrás dormido bien.
– Sí, gracias -respondió Fitz, percibiendo que Arbuckle no tenía ningún deseo de darle conversación. Se volvió entonces a mirar a Margo, dejando que Thomas volviera a desaparecer detrás de su periódico.
Minutos más tarde, mientras Caroline hablaba incesantemente del hombre del que estaba enamorada, Alba hizo su entrada en el comedor. Se había puesto una falda muy corta, medias estampadas y unas botas de ante hasta las rodillas. Fitz pensó al acto en lo maravillosa que estaba. No tardó en recordar que nunca llevaba bragas y sintió que una erección se abría paso en el interior de sus pantalones. No había forma de que pudiera abandonar la mesa en aquel estado. Aparte de la extravagante vestimenta, había en el rostro de Alba una clara expresión triunfal. No hizo falta esperar mucho tiempo para averiguar por qué. Volvió la mirada hacia su madrastra. Margo se había quedado literalmente boquiabierta, inusualmente muda. Alba se acercó con paso firme a Fitz y tomó su rostro entre las manos, plantándole en la boca un beso largo y apasionado. Él se quedó tan mudo como Margo. Tan sólo Thomas permaneció inmune a la presencia de su hija y siguió leyendo el periódico, ajeno por completo al cambio que se respiraba en el ambiente.