Por fin, mientras Alba se servía una taza de café, Margo dio voz a su furia.
– Mi querida niña -dijo con un tono que a Fitz le sugirió que bien podía haber servido en el ejército, o al menos en el cuerpo de policía-, no estarás pensando en ir a la iglesia vestida así.
– Oh, ya lo creo -respondió Alba. De pronto, los huevos con beicon de Fitz perdieron todo su atractivo. Se limitó por tanto a tomar un sorbo de café y a esperar la llegada de la pelea que estaba a punto de estallar.
– No, ni hablar -replicó Margo, articulando despacio cada una de sus palabras para darles el efecto más aterrador posible. Sin embargo, Alba ya no era ninguna niña y esa clase de actitud no hacía más que animarla a comportarse aún peor.
– ¿Por qué? -dijo, volviéndose con su taza de café en la mano y ocupando el asiento junto a Fitz-. ¿No te gusta?
– Que me guste o no es del todo irrelevante. No es adecuado para la iglesia.
– Creo que Dios me amará tal como soy -respondió Alba, untando de mantequilla una tostada.
– Pero el reverendo Weatherbone no.
– ¿Y qué hará? ¿Echarme? -preguntó, desafiante. Fitz intentó mediar entre ambas. Craso error.
– Querida -empezó, valerosamente-, quizá si te pusieras una chaqueta, tanto tú como Margo quedaríais satisfechas.
A él le parecía una solución satisfactoria. Margo no opinaba lo mismo.
– Disculpa, Fitz, pero no es un atuendo digno para la ocasión. Somos la familia más prominente del pueblo y tenemos la responsabilidad de dar ejemplo al resto de la comunidad.
– Oh, por el amor de Dios -exclamó Alba-. A nadie le interesa como voy vestida. Hace años que no piso la iglesia. Deberían darme las gracias por aparecer.
– Mientras estés en mi casa, jovencita, cumplirás con mis normas. Si lo que quieres es ir por ahí prácticamente desnuda, puedes hacerlo en Londres, en ese barco en el que vives, pero no aquí, donde se nos respeta.
Fitz se encogió de hombros. Sabía que la referencia al barco enfurecería a Alba. Contuvo el aliento. La joven frunció los labios y mordisqueó su tostada durante un instante. Se produjo un silencio. Caroline y Miranda intentaron intervenir a favor de su madre.
– ¿Tienes que venir a la iglesia? -preguntó Caroline.
– Podrías salir a dar un paseo con Summer -sugirió Miranda.
– Voy a ir a la iglesia e iré vestida como me dé la gana. A nadie le importa lo que lleve o deje de llevar.
Margo buscó ayuda en su marido, arrancándole de detrás del periódico como a una reticente tortuga de su caparazón.
– ¡Di algo, Thomas!
Él se enderezó.
– ¿Cuál es el problema?
– ¿Pero es que no has visto cómo va vestida tu hija? -Alba odiaba que Margo se refiriera a ella como a la hija de Thomas, a pesar de la batalla que libraba continuamente para desmarcarse de su madrastra.
– A mí me parece que está encantadora -dijo él. Alba no pudo contener su júbilo. La reacción de su padre fue del todo inesperada. Eran raras las ocasiones en que se ponía de su parte.
– ¿Estás bien, Thomas? -dijo Margo-. Tienes un color muy extraño.
– Quizás una chaqueta encima del top sería lo apropiado para el reverendo Weatherbone -añadió él sin responder a su esposa, pues no se encontraba nada bien. Pensó en el retrato que había encerrado en la caja fuerte. Al ver el rostro de su hija, Valentina todavía le alcanzaba desde aquel oscuro lugar.
– Oh, de acuerdo. Me pondré una chaqueta -concedió Alba sin ocultar su felicidad-. Quizá podrías prestarme una, Margo. Me temo que la que he traído será tan inapropiada como mi falda. -Se metió el último trozo de tostada en la boca-. ¡Deliciosa! -exclamó.
Se congregaron en el vestíbulo, Miranda y Caroline con sus sencillos abrigos y sombreros marrones, y Margo con un vestido de tweed y un gran broche de flores en el pecho. Thomas llevaba traje y Fitz, que se había criado en el campo, iba adecuadamente vestido con una chaqueta en tonos verdes apagados, una sobria corbata y un sombrero de fieltro. Alba bajó alegremente las escaleras con el sobrio abrigo de piel de camello que Margo le había prestado. Se lo había abrochado para aplacar la ira del Búfalo, aunque tenía intención de desabrochárselo en cuanto estuviera en la iglesia. Se acercó a Fitz con paso decidido y le tomó de la mano. Luego le susurró al oído:
– ¡Cuando me veas rezando, estaré pensando en hacer el amor contigo!
Fitz se rió entre dientes.
Margo dejó ver su desaprobación. Si había algo que aborrecía eran los murmullos.
Thomas fue a la iglesia en coche en compañía de su esposa y de las dos hijas de ambos, mientras que Fitz llevó a Alba en su Volvo con Sprout sacando la cabeza por la ventanilla trasera, jadeando al viento.
– Espero que el reverendo Weatherbone no se asuste al ver a Alba -dijo Margo, intentando quitar un poco de hierro a la situación.
– Mamá, a pesar de que lleva tu abrigo, vaya pinta que tiene -pió Caroline desde el asiento trasero.
– Fitz es guapísimo -intervino efusivamente Miranda-. Está encantador con ese sombrero.
– ¿Qué es lo que ve en Alba? -preguntó Caroline-. Son muy distintos.
– Demos gracias de que esté dispuesto a aguantarla -apuntó Margo, mirando a su esposo y añadiendo con tacto-: Puede que no tenga nada de convencional, pero es una chica alegre. Apuesto a que con ella la vida no es nunca aburrida.
– Puede que sea alegre, pero nadie tiene el genio de Alba -dijo Caroline-. Espero que Fitz sepa dónde se mete.
– ¡Seguro que todavía no ha tenido que vérselas con uno de sus arranques de mal genio! -dijo Miranda.
– Que Dios asista al pobre hombre -masculló Margo. Volvió a mirar a su esposo, pero la mente de Thomas estaba ocupada en otra cosa.
La iglesia de Beechfield era lo que cabía esperar: singular, pintoresca y muy antigua. Estaba construida en ladrillo y piedra, y su campanario era de madera. Fred Timble, Hannah Galloway y Verity Forthright llevaban ejerciendo las codiciadas funciones de campaneros desde hacía más de treinta años. Margo se tomaba al pie de la letra sus obligaciones como dama principal del pueblo. Formaba parte del grupo de las encargadas de las flores de la iglesia una vez al mes y se aseguraba de que sus creaciones fueran las más elaboradas. Y lo cierto es que era todo un desafío, pues Mabel Hancock cultivaba un espléndido jardín y sus arreglos eran siempre arriesgados. Cuando le tocaba el turno a Mabel, a Margo el estómago se le encogía durante el trayecto a la iglesia hasta que quedaba satisfecha al ver que no se había visto superada por ninguna de las mujeres del pueblo.
Las campanas ya repicaban cuando llegaron, llamando a los lugareños que acudían a misa vestidos con sus mejores galas. Las relaciones sociales se dejaban para después, cuando las plegarias habían sido dichas y las conciencias estaban de nuevo limpias. Alba tomó a Fitz de la mano y siguió a su padre y a su madrastra al interior del templo. Aprovechando que no la miraban, se desabrochó el abrigo.