Выбрать главу

Fred llevaba ya varios años enamorado de Margo. La consideraba una auténtica dama. Elegante, capaz, digna y de una gran clase. Le gustaba su forma de hablar, su modo anticuado de articular las palabras que tanto la distanciaba del resto de los vecinos de Beechfield. En un par de ocasiones, Margo se había dignado a hablarle. Había elogiado su forma de tocar las campanas, y le había dicho que su trabajo era magnífico. «Logra ponerte en el estado idóneo para la plegaria», había dicho. Fred jamás había olvidado esas palabras. Sin embargo, Margo le tenía en menor estima desde que le había descubierto en el acto ilegal de tomar una copa y fumar un cigarrillo con Alba en el Hen's Leg cuando la chiquilla contaba apenas catorce años. Margo había entrado en el local con paso firme, demacrada y furiosa, y había tirado de la adolescente hacia la puerta. «¡No sabe cuánto me ha decepcionado, señor Timble! -le reprochó. Todavía le dolía recordarlo-. Le tenía por un ser más honorable. Alba no es más que una niña y usted la está llevando por el mal camino.» Se había llevado a Alba de la oreja. Aproximadamente un mes más tarde, cuando la joven había vuelto a colarse en el pub, le había dicho que Margo le había retirado todos los privilegios de los que normalmente gozaba: ni dulces, ni permiso para salir, y un paseo todos los días de las vacaciones a lomos del asustadizo pony de Miranda. Había añadido con una sonrisa traviesa que le dolían tanto las piernas que apenas podía cerrarlas. «¡Le estará bien empleado al viejo Búfalo si termino convertida en una zorra!», había dicho con una risotada ronca. Después de eso, se habían cuidado mucho de esconderse a la vuelta de la esquina.

– Alba siempre ha vivido al límite -dijo en respuesta al comentario de Verity-. Ha sido la larga agonía de la señora Arbuckle.

– Bah, lo único que le pasa a Alba es que es joven. La pobrecilla sólo quiere disfrutar de la vida -apuntó Hannah, que tenía el don de ver sólo las cosas buenas de todo el mundo-. A mí me ha parecido que estaba preciosa. Es una chica muy guapa y tiene un novio nuevo encantador. -Se llevó las manos al moño gris para asegurarse de que todo estuviera en su lugar. Era una mujer rechoncha que vestía con absoluta pulcritud y a la que le gustaba tener un aspecto inmejorable el domingo. Había decidido que estaba demasiado vieja para seguir tocando la campana. En uno o dos años, le costaría mucho subir la estrecha escalera-. Probablemente se case con ese jovencito encantador y siente la cabeza. Al parecer, todas terminan haciéndolo. Mi nieta…

A Verity no le interesaba la nieta de Hannah. Estaba amargada porque no había tenido nietos, tan sólo un viejo cascarrabias como marido que le daba mucho más trabajo del que le habría dado un bebé.

– Bah, con ése no tiene ni para empezar -dijo, mordaz-. Conozco muy bien la clase de chicas como Alba. ¡Ha tenido más amantes que yo cenas calientes!

– ¡Verity! -exclamó horrorizada Hannah.

– ¡Verity! -repitió Fred. A veces olvidaban que estaban en compañía de un hombre.

– ¡Demuestras una gran falta de respeto hablando así de ella, en este lugar! -bisbiseó Hannah -. ¡Tú no sabes nada de eso!

– Ya lo creo que sí -contraatacó Verity, poniéndose en pie y alisándose la falda plisada-. Edith se entera de todo lo que ocurre en la mansión de los Arbuckle. No hay más que darle un poco de jerez y lo suelta todo. Y no es que yo tenga especial interés en preguntarle nada. -Arrugó los labios, irritada por haberse visto obligada a traicionar a Edith, que llevaba cocinando en Beechfield Park desde hacía cincuenta y dos años. Sin embargo, ya era demasiado tarde para poner freno a su lengua-. Han tenido unas discusiones terribles. Me ha dicho Edith que Alba y la señora Arbuckle están siempre a la greña y que lo único que hace el capitán Arbuckle es esconder la cabeza bajo el ala. Dice que se siente culpable por no haberle dado a Alba una madre de verdad. Naturalmente, él no tiene la culpa, aunque carga con ello de todos modos. Parece mucho mayor de la edad que tiene, ¿no os parece? La señora Arbuckle está mucho más interesada en sus propias hijas. A fin de cuentas, la sangre siempre tira, ¿no? Y sus hijas no dan ningún problema. Desde luego, nada comparado a los que da Alba.

– Edith debería mantener la boca cerrada si sabe lo que le conviene -dijo Hannah con un tono de voz enérgico.

– Es muy discreta. Sólo me lo cuenta a mí.

– ¡Y tú a todo el mundo! -replicó Hannah, metiendo los brazos en las mangas del abrigo-. Bueno, me voy a almorzar.

– Y yo al Hen's Legs -dijo Fred, encogiéndose de hombros en su vieja pelliza.

– El reverendo Weatherbone almuerza hoy en Beechfield Park. Me pregunto que pensará de Alba. No creo que se conocieran hasta hoy.

– En fin -resopló Hannah, dirigiéndose hacia la puerta-. ¡Desde luego que si hay alguien que pueda averiguarlo eres tú, Verity!

Ya en Beechfield Park, Margo estaba sentando a todos a la mesa. La cocinera se había pasado la mañana entera preparando el rosbif, un budín de Yorkshire, unas patatas asadas que le salían siempre especialmente crujientes y un surtido de verduras cocinadas al dente. La salsa era marrón y espesa, una receta propia que se negaba a compartir con nadie, ni siquiera con Verity Forthright, que le había suplicado que se la diera en numerosas ocasiones.

La cocinera era una mujer a la que nada escandalizaba. Se había pasado más de la mitad de su vida al servicio de los Arbuckle y había visto de todo, desde las pataletas de Alba a los chicos que la joven había besado tras los setos del jardín cuando, ya siendo adolescente, se había aprovechado de los torneos de tenis y de los encuentros del club de ponis que su madrastra había organizado para Caroline y Miranda. Sin embargo, el retal de tela con el que Alba había aparecido para la ocasión sí había logrado escandalizarla. La corta falda dejaba al descubierto sus largas piernas, que en cierto modo parecían espantosamente provocativas con aquellas botas. No era de extrañar que la señora Arbuckle se negara a permitirle asistir a la iglesia sin taparse. De ahí que para ella fuera un verdadero escándalo que el buen vicario llegara a almorzar contando chistes sobre el atuendo de la joven. ¿No era acaso un hombre de Dios?

Lo cierto es que, mientras atendía la mesa, fingiendo ocuparse de sus cosas, la cocinera no pudo evitar oír pequeños fragmentos de conversación al tiempo que los comensales se servían las alubias y las patatas. El vicario estaba sentado entre la señora Arbuckle y Alba, decisión que, según la cocinera, fue un terrible error por parte de la anfitriona, pues en el momento de sentarse, la breve falda de Alba desapareció del todo. Podría perfectamente haber estado sentada en bragas. No estaba bien que un hombre de Dios se dedicara a mirarle las piernas a una chica. Y mucho menos oírle hablar de ello.

– Cuando yo era joven, no le veíamos las piernas a una mujer hasta después de casados -dijo. Alba soltó esa risilla provocadora tan típica de ella. Grave y ronca como el humo de una chimenea. La cocinera se quedó horrorizada al verla flirtear de ese modo.

– Yo no habría soportado tanta restricción. Además, con estas botas me siento en la cima del mundo. Me paseo por él como si fuera mío -respondió-. Por supuesto, son de ante italiano.

– Me encantaría tener unas botas como ésas. ¿Cómo crees que me quedarían debajo de la sotana?

– No creo que importe lo que lleve debajo. Podría perfectamente no llevar nada y nadie se daría ni cuenta. -Los dos se rieron.

La cocinera miró a la señora Arbuckle, que hablaba en ese momento con Fitz. Éste sí era un hombre encantador. Sensato, amable, gentil. Pero si hasta se había dejado ver por la cocina la noche anterior para darle las gracias por tan «suntuoso festín», como él mismo no había dudado en llamarlo. Se fijó en que el reverendo se servía cuatro patatas. No sólo tenía buen ojo para las mujeres, sino también un saludable apetito que saciar. En sus tiempos, los vicarios eran hombres de moderación y modestia. Reprimió su desaprobación, retirando la bandeja antes de que el pastor se sirviera una quinta patata.