El capitán Arbuckle felicitó a la cocinera por el almuerzo. Ella sentía un gran cariño por el capitán, al que conocía prácticamente desde que era un niño. Cuando Thomas había vuelto de la guerra con aquel diminuto bebé en sus brazos, a ella se le partió el corazón. ¿Cómo iba a sacar adelante solo a una criatura tan pequeña? El dolor había deformado el rostro del capitán. Parecía un anciano, y no el brillante muchacho que se había desmarcado siempre como el espíritu rebelde de la familia. Había sido todo un personaje, siempre metido en líos, aunque con el encanto de un mono. Aquel Tommy, como se le conocía en ese tiempo, podía salir de cualquier aprieto valiéndose de su sonrisa. Pero cuando volvió de la guerra nada fue lo mismo. Tommy había cambiado. La desesperanza le había cambiado. De no haber sido por la pequeña que llevaba tan posesivamente en brazos, quizás hubiera perdido las ganas de vivir y no habría tardado en desaparecer. Eso había ocurrido. La cocinera lo había oído. Habían hablado de Valentina entre susurros, como si al mencionar su nombre en un momento tan triste fuera en cierto modo denigrarlo. Ella había sido una mujer hermosa. Un ángel, decían. Entonces apareció la nueva señora Arbuckle y el bendito nombre de Valentina jamás volvió a mencionarse en la casa. Al menos, no directamente. No era de sorprender que Alba se hubiera rebelado. La cocinera soltó un bufido de fastidio y el capitán, creyendo que se debía a que se había servido demasiadas patatas, devolvió una a la bandeja con suma discreción.
La cocinera pasó entonces a servir a Fitz. Éste olía a sándalo, un olor que le llegó por encima del aroma de su cocina. Aquel joven le caía bien, a pesar de que Alba y él formaban una extraña pareja. No había duda de que se querían. Fitz hacía reír a Alba. Ésa era la forma de ganarse el corazón de la joven, aunque la cocinera no estaba muy segura de que Fitz lo hubiera conseguido. Sabía dónde estaba, apuntaba directamente a él y aun así, como les ocurría a todos los hombres con los que Alba salía, no llegaba a penetrar en él. Podía verlo en los ojos de la joven. Si perseveraba, y no era ya demasiado tarde, quizá Fitz lo consiguiera. Aunque bien era cierto que Alba no tenía un historial demasiado loable. No era una corredora de larga distancia, pensó la cocinera, utilizando las palabras del capitán. Le había oído hablar una noche con su esposa, lamentándose de los amantes de Alba, de su decadente estilo de vida, y le había oído expresar su deseo de que la chiquilla terminara por sentar la cabeza. A fin de cuentas, Alba parecía estar en ello. A la cocinera no le importó en lo más mínimo ver cómo Fitz se servía la última patata.
La noche pedía ya paso a la tarde cuando la cocinera, que recorría la casa para informar a sus empleadas de que había dejado una bandeja de carne fría y de ensalada en la nevera para la cena, se encontró a Alba husmeando en el estudio de su padre. Incapaz de reprimir la curiosidad, decidió quedarse en el salón-bar, espiando a la joven por la rendija de la puerta. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero no pudo resistirse a la tentación.
Alba abría con suma cautela los cajones del escritorio de su padre, levantaba papeles y los hojeaba sin dejar de arrugar el ceño en ningún momento. Era obvio que no daba con lo que buscaba. Continuamente volvía una mirada furtiva a la puerta que daba al vestíbulo, temerosa de que alguien pudiera entrar y sorprenderla. De vez en cuando, dejaba de buscar y se tensaba como un gato asustado antes de volver a relajarse, aliviada, para retomar la búsqueda. La cocinera estaba fascinada. ¿Qué podría estar buscando?
De pronto, también la cocinera se tensó cuando una sombra se perfiló sobre la habitación. La señora Arbuckle apareció en la puerta al tiempo que su generosa figura oscurecía la luz que entraba desde el pasillo. Alba se irguió de pronto y ahogó un jadeó. Durante un instante, se limitaron a mirarse. El rostro de la señora Arbuckle dejaba entrever una furia rabiosa aunque controlada. La cocinera ya no podía marcharse, por mucho que hubiera querido. El más ligero movimiento habría traicionado su presencia. La aprensión le erizó la piel.
Por fin, la señora Arbuckle habló con voz queda.
– ¿Buscabas algo, Alba?
La cocinera, que desde donde estaba sólo alcanzaba a ver el perfil de Alba, logró detectar una sonrisa ladina en el rostro de la joven. La vio inclinarse sobre el escritorio de su padre y mostrar un lápiz.
– Ya lo he encontrado -respondió frívolamente-. Qué boba soy. Lo he tenido delante de las narices desde que entré.
La señora Arbuckle siguió observándola, incrédula, mientras su hijastra pasaba por su lado y salía de la habitación.
Finalmente, Margo se movió. Se dirigió muy despacio al escritorio y empezó a ordenarlo. Cerró los cajones que habían quedado del todo abiertos y volvió a ordenar las cartas de su marido en un pulcro montón sobre el papel secante. Sus hábiles manos se movían despacio y con cuidado, y no paró hasta que estuvo segura de haberlo dejado todo tal y como debía estar. El capitán era un hombre meticuloso. Los años que había pasado en la Armada habían dejado en él un gusto por las cosas ordenadas. Margo acercó entonces la mano a uno de los cajones. Se mordió un labio, como dudando qué hacer. Era como si algo tirara de ella desde dentro del cajón. ¿Buscaba acaso lo mismo que había estado buscando Alba? Tras un largo instante, retiró la mano y salió del estudio, cerrando suavemente la puerta tras de sí.
Cuando la cocinera la encontró en el salón, la señora Arbuckle estaba apoyada en la verja de la chimenea, hablando con Caroline como si nada hubiera ocurrido. Sonrió a la cocinera, le dio las gracias por el almuerzo y le deseó buenas noches. La cocinera estaba intrigada. Aunque la animosidad que existía entre Alba y la señora Arbuckle era bien conocida por todos, fue consciente en ese instante de que nadie llegaba a apreciar realmente su verdadero alcance.
Al llegar a casa, la cocinera se encontró con un mensaje de Verity. ¿Podía llamarla por teléfono? Soltó un bufido engreído. «Esta Verity -pensó en un arranque de fastidio-. Ya vuelve a atosigarme para que le dé mi receta. Pues no pienso dársela. Desde luego que no.»
Alba y Fitz se marcharon poco después que la cocinera. Thomas se despidió de su hija con un beso en la sien y estrechó con firmeza la mano de Fitz.
– Espero volverte a ver -dijo.
– Yo también -respondió Fitz-. He disfrutado de cada minuto de mi visita. Ahora que conozco a los padres de Alba sé de quién ha heredado todo su encanto.
Thomas se rió entre dientes. Durante un instante volvió a sentir al joven teniente riéndose bajo la ajada piel del viejo capitán. Había olvidado lo mucho que disfrutaba con ello. Le dio una palmada en la espalda a Fitz y de pronto vio en él el rostro de Jack sonriéndole a su vez. Parpadeó para ahuyentar esa imagen. No había vuelto a hablar con Jack desde la guerra. Desconocía su paradero. Es más, desconocía si existía todavía un Jack con el que dar. Se volvió hacia el porche y se acordó de cuando había subido esos escalones con Alba en brazos y con todo su mundo hecho pedazos. Aun así, ¿no había representado el pequeño bulto que llevaba en brazos la luz y la esperanza cuando a su alrededor todo era oscuridad y desconsuelo? La vio subir al coche. Fitz y Alba se despidieron de él con la mano y desaparecieron.
Ya en el coche, Alba ventiló su furia.
– ¡Lo ha escondido! -exclamó-. He registrado todos los cajones de su escritorio. O eso, o lo ha destruido. Ojalá no se lo hubiera dado. ¡Menuda idiota he sido!
– No creo que lo haya destruido, Alba. No después de cómo le oí hablar anoche. -Fitz intentaba calmarla. Además, sentía auténtica simpatía por su padre. No era ningún viejo inútil, sino un hombre relativamente joven. Tendría que haber estado en la flor de la vida. Aun así, como muchos de los que habían sobrevivido a la guerra, las experiencias vividas le habían arrebatado la juventud-. ¿Se lo has pedido?