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Alba jamás se había sentido a gusto en casa de su padre. Si sus hermanastros eran el vivo reflejo de sus padres, ella era morena y totalmente distinta, como su madre. Si sus hermanastros montaban a caballo, cogían moras y jugaban al bridge, ella soñaba con el Mediterráneo y con los olivares. Por mucho que había gritado a su madrastra y a su padre, no había conseguido extraerles la verdad ni forzarles a llevarla a Italia, donde habría podido conocer a su verdadera familia. Por eso se había instalado en la casa flotante que llevaba el sagrado nombre de su madre. Allí sentía la etérea presencia de Valentina, oía su voz en el acompasado ascenso y descenso de las mareas, un simple susurro, y se arrebujaba en el amor de su madre.

Siguió tumbada en la cama, bajo la claraboya a través de la cual las estrellas brillaban ya a cientos y la luna había sustituido al sol. Rupert podía perfectamente no haber estado allí jamás. Alba estaba a solas con su madre, cuya voz hablaba desde el retrato, acariciando a su hija con esos ojos suaves y pesarosos. Sin duda ese retrato fundiría las capas de hielo que habían ido acumulándose con el paso de los años, y su padre recordaría y por fin hablaría de ella.

Alba no perdió un segundo. Registró los desordenados armarios en busca de ropa adecuada, metió con sumo cuidado el rollo de papel en el bolso, bajó a toda prisa la estrecha escalera y desembarcó. Un par de ardillas jugaban al pillapilla en el tejado y Alba las ahuyentó con gesto irritado antes de volver a elevar la pasarela.

En ese preciso instante, Fitz, que había perdido al bridge, abandonaba el barco de Viv, mareado a consecuencia del vino y sorprendido ante la coincidencia que había unido su camino al de Alba. No reparó en que la joven había estado llorando y ella no reparó en Sprout.

– Buenas noches -la saludó Fitz alegremente, decidido a darle conversación mientras subían por la pasarela que llevaba al Embankment. Alba no respondió-. Soy Fitzroy Davenport, amigo de tu vecina Viv.

– Ah -fue la anodina respuesta de Alba. Tenía la mirada clavada en el suelo, parcialmente oculta tras sus cabellos. Se cruzó de brazos y hundió el mentón en el pecho.

– ¿Puedo llevarte a alguna parte? Tengo el coche aparcado a la vuelta de la esquina.

– Yo también.

– Ah.

A Fitz le sorprendió que Alba ni siquiera levantara la mirada. Estaba acostumbrado a que las mujeres le miraran y era plenamente consciente de que era guapo, sobre todo cuando sonreía, y, además, alto, lo cual era una ventaja añadida; a las chicas les gustaban los hombres altos. La falta de interés que Alba ni siquiera se tomó la molestia de ocultar le desconcertó. Vio moverse con paso seguro las largas piernas de la joven* embutidas en unas botas de ante azul, y sintió que la ansiedad le acogotaba la garganta. El encanto de Alba le debilitó del todo.

– Acabo de perder al bridge -insistió frenéticamente-..¿Juegas?

– No si puedo evitarlo -respondió ella.

Fitz se sintió estúpido.

– Sabia decisión. Es un juego aburrido.

– Como los jugadores. -Esbozó una breve sonrisa antes de subir a un MGB biplaza y desaparecer calle abajo. Fitz se quedó solo bajo la farola, rascándose la cabeza, sin saber a ciencia cierta si debía sentirse ofendido o divertido.

Sola en el coche, al abrigo de cualquier mirada, Alba sollozaba. Podía engañar al mundo con su bravuconería, pero no tenía ningún sentido intentar engañarse a sí misma. La sensación de pérdida que momentos antes la había abrumado había vuelto a aflorar, y esta vez con mayor intensidad. Su aislado mundo de cipreses y de olivares ya no bastaba. Tenía derecho a saber sobre su madre. Con el hallazgo del retrato, el Búfalo se vería obligada a retirarse y dejar hablar a su padre. No tenía la menor idea de cómo había podido llegar allí el dibujo. Quizás él lo hubiera escondido allí, bajo las tablas del suelo del barco, para que el Búfalo no diera con él. Pero ahora sabría de su existencia porque Alba se lo diría. Y sentiría un gran placer al hacerlo. Cambió de marcha y giró por Talgarth Road.

Era tarde. No la esperarían. Tardaría más de una hora y media en llegar a Hampshire a pesar del poco tráfico que había en las carreteras desiertas. No se veía un alma. Encendió la radio y oyó cantar a Cliff Richard: Those miss you nights are the longest y la cascada de lágrimas no hizo sino arreciar. El rostro de su madre surgió de la oscuridad a la claridad de la luz de los faros. Con su larga melena morena y unos suaves ojos castaños, miraba a su hija con el amor y la comprensión suficientes como para sanar al mundo entero. Alba imaginaba que debía de haber olido a limón. No tenía un solo recuerdo, ni un solo atisbo de su olor. Contaba simplemente con su imaginación y con las innumerables falsedades que ésta era capaz de conjurar.

No costaba imaginar por qué el Búfalo odiaba a Valentina. Margo Arbuckle no era una mujer hermosa. Era una señora corpulenta y de piernas fornidas, más adecuadas para una botas Wellington que para unos tacones de aguja, con un gran trasero que se amoldaba a la perfección a una silla de montar y una pecosa piel inglesa desprovista de maquillaje y lavada con jabón Imperial Leather. Vestía con un gusto atroz: faldas de tweed y blusas exageradamente holgadas. Estaba dotada de un pecho de sustanciales dimensiones y había perdido cualquier asomo de cintura que hubiera podido tener en el pasado. Alba se preguntaba qué era lo que su padre había visto en ella. Quizás el dolor que había provocado en él la pérdida de Valentina le había llevado a elegir una esposa que era exactamente lo opuesto a ella. ¿Aunque no hubiera sido mejor vivir con el recuerdo de Valentina que comprometerse de un modo tan lamentable?

En cuanto a los hijos que habían tenido juntos, lo cierto es que no podía decirse que en ese aspecto hubieran perdido el tiempo. Alba había nacido en 1945, el año en que había muerto su madre, y Caroline tan sólo tres años más tarde, en 1948. Era vergonzoso. Su padre apenas había tenido tiempo para guardar duelo por la muerte de su madre. Desde luego no había tenido tiempo para conocer a su hija, la misma a la que tendría que haber querido más que a nada en el mundo por ser parte viva de la mujer a la que había perdido. Después de Carolina llegó Henry, y luego Miranda; con cada nuevo hermano Alba se veía cada vez más relegada a su mundo de pinos y de olivares, y su padre estaba demasiado ocupado formando otra familia como para reparar en el sufrimiento de su hija mayor. Pero aquélla no era la familia de Alba. «Dios -pensó en un arranque de infelicidad-, ¿alguna vez se parará a pensar en lo que me ha hecho?» Ahora que tenía el retrato, estaba decidida a decírselo.

Salió de la AJO y avanzó por estrechas y serpenteantes carreteras secundarias. Los faros del coche iluminaban los setos rebosantes de perifollos y al conejo que volvió a esconderse apresuradamente entre los arbustos. Bajó la ventanilla y olfateó el aire como un perro, deleitándose con los dulces aromas de la primavera que penetraban en el vehículo con el traqueteo del motor. Imaginó a su padre disfrutando de su puro después del almuerzo y haciendo girar el brandy en una de esas grandes copas de abultada tripa que tanto le gustaban. Margo estaría sin duda chachareando sobre el fantástico trabajo nuevo que Caroline había conseguido en la galería de arte de Mayfair, propiedad de un amigo de la familia, y sobre las últimas novedades de Henry en Sandhurst. Miranda seguía todavía en el internado, de ahí que hubiera poco que decir sobre ella, a excepción de las referencias obligadas a las excelentes notas y a los aduladores profesores. «Qué espantosamente aburrido y convencional -pensó Alba-. Qué predecible.» Sus vidas transcurrían según lo esperado, sin apartarse ni un ápice de las vías marcadas el día de su nacimiento como perfectos trenecillos.