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Querido Tommy:

Mi corazón también te anhela. Todos los días te espero junto a la torre de observación de la colina con la esperanza de ver entrar tu barco en nuestro pequeño puerto. Y todos los días sufro la misma desilusión. Tengo una noticia que darte. Quería esperar a verte, pero temo por ti en esta guerra. Temo que mueras sin saberlo. Por eso te lo diré en esta carta y espero que la recibas. Estoy embarazada. El júbilo colma mi corazón porque llevo en mis entrañas el bebé que engendramos juntos con amor. Mamá dice que será un bebé bendito porque fue concebido en la /esta di Santa Benedetta, cuando nuestro Señor demostró su amor por nosotros derramando lágrimas de sangre. Rezo para que salgas indemne de esta guerra y para que Dios te devuelva a mí y puedas así conocer a tu hijo o hija. Te espero, mi amor.

Tu devota Valentina.

Thomas leyó la carta varias veces, apenas capaz de creer que un niño suyo fuera a nacer en el mundo. Se imaginó a Valentina con el vientre hinchado y los ojos brillantes con la luz de la inminente maternidad. Entonces le recorrió un escalofrío de alarma: Valentina era vulnerable en aquella pequeña ensenada. Se levantó y empezó a recorrer la habitación preso de la agitación, imaginando todas las cosas terribles que podían ocurrirle a Valentina sin su protección. Anhelaba acudir junto a ella, pero no podía. Su misión estaba allí, en el norte, y la guerra ardía como un fuego en llamas. El bloque aliado había logrado contenerla y las perspectivas eran buenas, pero la suerte podía cambiar en cualquier momento.

Entonces pensó en toda la inocencia que la guerra había destruido, los horrores presenciados por ojos demasiado jóvenes para comprender, y el temor le invadió el corazón. Su pequeño nacería en mitad de todo ese terror. ¿Era una decisión correcta traer a un inocente a un mundo tan cruel?

– ¿Por qué estás tan triste? -preguntó Jack, sentándose junto a él.

– He recibido carta de Valentina -respondió, meneando asombrado la cabeza.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Está embarazada de mí, Jack.

Éste ahogó un grito.

– ¡Jesús! -Tras un largo instante de contemplación, añadió muy serio-: ¿Y qué demonios vas a hacer?

– Casarme con ella -respondió sin dudarlo.

Jack le miró con recelo.

– Es un poco drástico, ¿no te parece? ¡Pero si ni siquiera la conoces!

– Sé todo lo que necesito saber sobre ella. Que le gustan los limones, el mar y el color violeta. -Sonrió con ternura al recordar el infantil soliloquio de Valentina-. Jesús, me han dado en plena frente. ¡Primero el amor y ahora esto!

– ¡No me imagino a Hubert y a Lavender tomándole cariño!

– ¡Mejor que Shirley, desde luego!

– No sé. Tu padre es un esnob redomado y no se fía de los extranjeros, especialmente de los italianos…

– No les quedará más remedio.

– Ahora que Freddie ya no está, tú eres el heredero.

Thomas se encogió de hombros.

– ¿Heredero de qué? ¿De una casa? Tampoco es que mi padre tenga una baronía que legarme, ¿no te parece?

– Pero se toma Beechfield Park muy en serio. Gestionar una propiedad así no es cosa de broma.

– Valentina aprenderá. Yo le enseñaré.

– Demonios. ¡Tú, padre! -Jack meneó la cabeza, maravillado. Luego miró a Thomas intensamente, no como subordinado sino como el amigo de infancia que era. Habló con voz queda y con los ojos velados por la emoción-. La guerra te ha cambiado, Tommy. Tú y yo fuimos muy similares en una época. Nos saltábamos las normas en Eton, interrumpíamos las clases, nos movíamos por allí como si fuéramos los amos del colegio. Oxford no fue muy distinto. Menos normas que saltarnos, eso es todo. Luego llego esta maldita guerra. Nos hemos hecho hombres, ¿no? Nunca creímos que esto ocurriría. Hubert estaría condenadamente orgulloso de ti si lo supiera. Cuando todo esto acabe, pienso decírselo.

Thomas soltó un profundo suspiro y aceptó el cigarrillo que Jack le ofrecía.

– Pero si eras tú quien se llevaba siempre a todas las chicas. ¡Yo tenía que conformarme con las migajas!

– Y al final has terminado llevándote a la que realmente importa, Tommy.

– Esta vez sí.

– Y te la mereces -dijo Jack, aunque no las tenía todas consigo, Valentina no hablaba inglés, se había criado en un pequeño pueblo, portuario de provincias con una población de apenas unos pocos centenares de habitantes. ¿Cómo creía Tommy que iba a manejarse en una casa del tamaño del palazzo del marqués? ¿Cómo pensaba que iba a desenvolverse entre los fríos y esnobs británicos que, en lo que tocaba a la cuestión de las diferencias de clase, eran mucho más temibles que diez Immacolatas juntas? La fantasía era tremendamente romántica, pero la realidad plantearía toda suerte de problemas que Tommy no había tenido en cuenta. Aun así, no era el momento de hablar de eso. Thomas había dejado embarazada a la joven y era un hombre de honor. Haría lo correcto-. Te pareces más a Freddie de lo que creía, Tommy -dijo por fin al tiempo que sus ojos dejaban entrever el debate interno que normalmente lograba disimular echando mano de su infatigable sentido del humor. Thomas estaba demasiado emocionado para poder hablar: un grueso nudo de angustia le agarrotaba la garganta. Irguió la espalda y carraspeó.

– ¿Querrá decir señor, teniente Harvey? -añadió en un intento por limar la intensa emoción que le embargaba.

Jack parpadeó para apartar de su mente los recuerdos de infancia que de pronto se habían abierto camino entre sus debilitadas defensas.

– Sí, señor -respondió, aunque los dos hombres siguieron mirándose con los ojos de un par de niños.

Cuando Thomas se adentró en el diminuto puerto a bordo de una pequeña motora, había dejado de estar al mando del torpedero. La guerra había tocado a su fin. El escuadrón había sido desmovilizado y le habían asignado un puesto administrativo en el Ministerio de Defensa. Jack, Rigs y los chicos se habían ido a casa. Brendan había sobrevivido milagrosamente, y no sólo a la guerra, sino al profundo bolsillo de Jack y a las versiones de Rigoletto de Rigs. Thomas planeaba regresar a Inglaterra con Valentina y con el bebé en cuanto se hubieran casado.

Llevaba varios meses imaginando ese momento. Sabía por Valentina que era padre de una niña. Ella no había mencionado su nombre. Thomas había celebrado la noticia con Jack en la intimidad: una copa, un cigarrillo y lágrimas que no le avergonzó derramar delante de su amigo. Se apresuró a escribir su respuesta, vertiendo todo su orgullo y su amor en su precario italiano, confundiendo los verbos y los tiempos con la emoción. Hasta su letra, habitualmente clara y pulcra, subía y bajaba, errática, por la página.

Thomas imaginó a la hija de ambos en brazos de su madre y le asaltó el anhelo por abrazarlas a las dos. Tenía en la mano las pocas cartas que ella le había enviado, deshilachadas y finas como la bienquerida muselina de un niño. Olían a higos, ese increíble olor de Valentina que había logrado desterrar el olor acre de la muerte. Thomas inspiró el pino y el eucalipto de Incantellaria y recordó con nostalgia la primera vez que había puesto los ojos en aquel pueblecito encantador, con Jack y Brendan a su lado, totalmente ignorante en ese entonces de hasta qué punto recalaría en su corazón. Era sin duda un hombre distinto, y no era sólo la guerra lo que había cambiado su estado de ánimo. Valentina había despertado en él el instinto de protección y de provisión. Ahora tenía una hija y una responsabilidad mucho mayor que todas las que había tenido hasta entonces.

La motora se acercó al muelle y Thomas saltó a tierra con su pequeña bolsa de pertenencias al hombro, vestido todavía con su cansado uniforme azul de la Armada. Recorrió con la mirada el puerto adormilado, bañado en el cálido sol primaveral. Al principio, nadie reparó en él. Pudo acariciar con los ojos las hileras de casas blancas, los balcones de hierro adornados como antaño con sus geranios de rojo carmín, y también la pequeña trattoria Fiorelli, pero no dudó en interrumpir sus emotivos recuerdos cuando los pescadores dejaron a un lado sus redes y las mujeres emergieron de las sombras, estrechando a sus pequeños contra sus delantales y mirándole con ojos entrecerrados que no disimulaban su sospecha. Entonces, el anciano que tocaba la concertina le reconoció. Le señaló con su dedo artrítico y su rostro marchito se derrumbó al tiempo que su boca se abría y esbozaba una sonrisa desdentada.