A medida que se aproximaban a la casa, el olor a higos volvió a envolverle, y recordó su primera visita del año anterior. Immacolata salió apresuradamente como un murciélago, parpadeando a la luz y retorciéndose las manos. Estaba de lo más agitada.
– ¿Dónde habéis estado? Me teníais muy preocupada.
– ¡Mamá! -la reprendió Valentina-. Pero si sólo hemos llevado a Alba al puesto del vigía.
– Falco estaba preocupado. No ha dejado de llenarme la cabeza con toda suerte de tonterías.
– Mis disculpas, signora -se excusó Thomas mientras ayudaba a Valentina a bajar del carro-. Queríamos pasar la tarde solos.
En ese preciso instante, Falco se adelantó y se quedó de pie junto a su madre. Era un hombre de aspecto tosco y basto debido a los años de combate. Tenía ojos hundidos de color marrón oscuro y la piel revelaba los efectos de vivir al aire libre. Sin duda era un hombre guapo, con el pelo largo y rizado y la frente ceñuda. Thomas se fijó al instante en que era alto y ancho de hombros. Además, cojeaba, probablemente a causa de alguna herida recibida durante su violento pasado de partisano. Dudó que saliera bien parado de una pelea con él. Intentó sonreírle, pero el hombre, que aparentaba más de los treinta años que tenía, se limitó a mirarle ceñudo.
– Deberías andarte con cuidado -gruñó con una vozgrave y granulada como la arena-. Puede que la guerra haya terminado, pero las colinas están plagadas de bandidos. La gente sigue muriéndose de hambre. Tú no puedes apreciar lo afortunados que somos aquí, en Incantellaria. Más allá se abre un mundo oscuro y peligroso.
A Thomas le irritó al instante que Falco estuviera tildándolo de alma candida.
– Hemos estado totalmente a salvo, te lo aseguro -respondió con frialdad.
Fako se rió de él.
– Tú no conoces estas colinas. Yo las conozco como la palma de mi mano. Podría moverme con los ojos cerrados entre cada roca y arbusto. Te sorprendería la de demonios que acechan por aquí. A veces nadie los tomaría por demonios.
Valentina puso la mano sobre el brazo de Thomas y dijo:
– No le hagas caso. No había ningún demonio donde estábamos. Los únicos demonios que acechan por aquí son los que habitan la cabeza de Falco. -Thomas se inclinó sobre el carro y cogió la cesta con la niña. Valentina pasó por delante de su madre y de su hermano y entró en la casa.
– Valentina sabe muy bien de lo que hablo, aunque es tozuda como una mula. -Thomas a punto estuvo de salir en defensa de Valentina, pero al ver el dolor que retorcía el rostro de Immacolata optó por la opción pacífica. Le tendió la mano a Falco.
– La guerra ha terminado -dijo-. No empecemos otra aquí.
A Falco se le tensó la boca, pero aceptó la mano que se le ofrecía. Thomas sintió la piel áspera y callosa del joven y también percibió en el apretón de su mano algo tranquilizador: el firme gesto de un hombre seguro de sí mismo. Aun así, Falco no sonrió y sus ojos se mantuvieron oscuros e impenetrables, de modo que a Thomas le resultó imposible descifrar sus pensamientos. Immacolata, desdibujada por la presencia de su hijo, no era ya la omnipotente matriarca de antaño. Sin duda se sentía intimidada por Falco, quizás incluso atemorizada. Aun así, estuvo contenta al ver que él y Thomas firmaban una tregua.
– Dios os ha unido gracias a Valentina. Comamos y seamos amigos.
El resto de la familia no tardó en aparecer. Ludovico y Paolo, que vivían aún con su madre, eran el polo opuesto a su hermano mayor. Si el aguerrido partisano era oscuro y frío como una noche de invierno, sus dos hermanos menores eran cálidos rayos de luz solar. No era fácil distinguirles, pues ambos eran bajos, fibrosos y atléticos, con ojos marrones como los de su hermana y sonrisas pí caras y torcidas. Aunque carecían del magnetismo y del atractivo de su hermano, eran divertidos y la risa había hecho mella en la juventud de sus rostros, labrando en ellos un puñado de profundas y atractivas arrugas. A pesar de haber combatido contra los Aliados, estrecharon la mano de Thomas y le dieron una palmada en la espalda, bromeando sobre el hecho de que el inglés les estuviera arrebatando a Valentina, apartándola así del variopinto coro de pobres pretendientes italianos.
Beata llegó a cenar con Toto. Era una mujer de carácter dulce que nada sabía sobre las actividades en que se había visto implicado su esposo durante la guerra: una sencilla campesina que concentraba toda su atención en su pequeño y en preparar la siguiente comida del día. Temerosa del extranjero, ni siquiera le dio la mano, sino que se limitó a bajar la mirada y a ocupar su asiento alrededor de la larga mesa bajo la parra que Immacolata había presidido durante la cena el año anterior. Su hijo se sentó a su lado y apoyó la cabeza en el cuerpo de su madre, acurrucándose bajo su brazo protector. Como un animal vigilante y dócil, Beata parpadeaba sin dejar de mirar a su alrededor, escuchando la conversación pero sin participar en ella en ningún momento. Falco la miraba en raras ocasiones, y desde luego nunca le dirigía la palabra. Sin duda Beata había terminado mordiendo el polvo bajo el yugo de aquel hombre despótico y exageradamente dogmático. Thomas dio gracias por haber llegado a tiempo para salvar a Valentina de un destino similar.
Immacolata salpicaba la conversación con referencias religiosas. Parecía mantener línea directa con Dios, pues sabía exactamente cuáles eran las intenciones del Altísimo, por qué había permitido que estallara la guerra, y hasta por qué se había llevado a su marido y a su hijo. Oyéndola hablar, a Thomas se le ocurrió que quizá doliera menos creer y confiar en la voluntad de Dios, como el niño que confía ciegamente en los actos de sus padres. A punto estuvo de no reconocer en esa madre sumisa y de voz suave que parecía haberse encogido a la sombra de su hijo mayor a la mujer que un año antes había visto gritar a sus trabajadores en la trattoria Fiorelli. «Si Lattarullo pudiera verla ahora -pensó, divertido-, dejaría de temerla tanto.»
Cuando la cena tocó a su fin, Valentina y Beata retiraron los platos, llevándoselos a la cocina. Toto fue tras ellas, llevando las cosas que no eran demasiado pesadas. Era un chiquillo guapo, con unos grandes ojos marrones y una boca carnosa y sensual en la que una tenue sonrisa delataba un talante silenciosamente divertido. Adoraba sin duda a su abuela, que constantemente le acariciaba la cara y lo cubría de besos con solemne afecto.
Cayó la noche. Las polillas revoloteaban alrededor de los quinqués y el coro de grillos cantaba en los arbustos y en los árboles. Thomas encendió un cigarrillo y vio flotar el humo en el aire fresco, caracoleando y girando a merced de la brisa que soplaba desde el mar. Oyó reír a Beata y a Valentina en la cocina. Durante la cena no había habido risas e Immacolata parecía haber perdido el sentido del humor desde hacía un buen rato. Resultaba alentador oír el júbilo de las dos mujeres. Las imaginó hablando de sus hijos, compartiendo los detalles del día o quizá contando algún chiste a expensas de los hombres; no habría podido afirmarlo con certeza. De lo que sí estaba seguro era de que, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, Valentina enfurecía a Falco. El hermano mayor la miraba con ojos entrecerrados y Thomas creyó ver en ellos una sombra de antipatía, quizás incluso de odio. Valentina, por su parte, le ignoraba. Cuando él intentaba menospreciarla, ella le replicaba, divertida, y ponía los ojos en blanco. Thomas estaba orgulloso de ella. La recordaba bañando en la /esta di Santa Benedetta. También entonces ella había dado muestra de un ánimo sorprendente. La miró entre el humo de cigarrillo con ojos somnolientos y se dio cuenta de que Valentina estaba en lo cierto: apenas la conocía.