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Por fin, la familia se retiró a dormir. Immacolata se arrodilló ante los altares que les había levantado a su esposo y a su hijo y masculló una plegaria inaudible. Tras persignarse vigorosamente, les deseó buenas noches. Luego tomó la mano de Thomas entre las suyas y le dio las gracias por haber vuelto.

– Te llevarás a mi Valentina a un lugar mejor -dijo solemnemente, acariciándola con sus dedos blandos y regordetes-. Mañana conocerás al padre Dino. Cuanto antes os caséis, mejor.

Valentina besó a su prometido recatadamente en la mejilla, aunque Thomas supo por el brillo que vio en sus ojos que estaba ansiosa por llevárselo a su cama.

– Hasta mañana, mi amor -susurró la joven, despareciendo acto seguido entre las sombras. A Thomas le pareció oír llegar a Lattarullo en el coche que aparentemente compartía con el resto del pueblo y se acercó a la ventana. A su espalda, Falco fumaba solo en la terraza, con la única compañía de los animales nocturnos y de los grillos. Parecía preocupado, sentado e inclinado sobre la mesa mientras los últimos resquicios de cera mantenían encendida la llama de uno de los quinqués. Beata había vuelto a su casa por el corto trecho que cruzaba el olivar profusamente iluminado por la luna. Thomas se preguntó por qué Falco no había acompañado a su mujer y a su hijo.

No había ni rastro de Lattarullo. Debía de haber oído el rugido del mar en la distancia, o el eco de las bombas que habían caído hacía meses y que seguían retumbando en sus oídos y en sus sueños. Se apartó de la ventana. Como no tenía el menor deseo de unirse a Falco, se sentó en la oscuridad y encendió un cigarrillo. Vio el parpadeo de las llamas que iluminaban los altares en los que Immacolata mantenía vivo el recuerdo de su marido y de su hijo y que arrancaban destellos del pan de oro de los iconos. Al cabo, oyó voces en la terraza. Llegaban amortiguadas, aunque claramente entrecortadas. Apenas le llevó unos segundos adivinar que estaba teniendo lugar una acalorada discusión. Reconoció la voz de Valentina. Oculto en las sombras, se asomó a mirar a la terraza. La vio de pie delante de su hermano con las manos en alto, en clara actitud de protesta y hablando en un enojado susurro. Hablaban tan deprisa y en voz tan baja que Thomas no logró entender una sola palabra de lo que decían. Agudizó el oído hasta que le dolió, y ni siquiera así pudo encontrar sentido a las palabras de los dos hermanos. De pronto, Falco se puso en pie de un salto, se inclinó sobre la mesa y le espetó una frase a su hermana en un claro arrebato de furia, apoyando las manos en la mesa como dos grandes zarpas de león. Ella respondió como un demonio, alzando el mentón, con el rostro orgulloso y los ojos brillantes y encendidos. De nuevo Thomas la recordó bailando en la calle la noche de la festa. También entonces había tenido aquella luz en los ojos.

La normalmente recatada Valentina era poseedora de una pasión que en raras ocasiones revelaba. Estaba incluso más hermosa enfurecida, y Thomas sintió que se le encendía la sangre en las venas ante la visión de esos ojos como ascuas y la sonrisa altiva, realzados ambos por el fantasmagórico parpadeo de la agonizante vela. Contuvo el aliento mientras se dejaba embargar por la vertiginosa sensación de estar enamorándose de nuevo. Se preguntó cuál sería la causa de la disputa. Quizá Falco se hubiera enfadado con ella por haberse enamorado de un extranjero. Thomas fue lo suficientemente cauto como para permanecer oculto. En cualquier caso, Valentina no tardaría en dejar atrás Incantellaria y alejarse de su hosco y resentido hermano.

Por fin el traqueteo del coche de Lattarullo le alertó de la llegada del carabiniere. Thomas se levantó de un salto y salió apresuradamente por la puerta. No quería que Falco y Valentina supieran que había sido testigo de su discusión.

Ya en el coche, Lattarullo estuvo encantado de contarle todo sobre el día de su propia boda.

– Desgraciadamente -concluyó el agente sin el menor asomo de tristeza-, mi esposa me dejó. Una tragedia personal que tan sólo me afectó a mí. -Thomas no le escuchaba-. La guerra me enseñó que hay cosas mucho más importantes y más valiosas que las mujeres.

Cuando llegaron a la trattoria, Thomas se desvistió y se dispuso a acostarse. Immacolata le había dejado una gran jarra de agua junto a una palangana. Thomas cogió la pequeña pastilla de jabón y se acordó del baño que se había dado en el arroyo con Jack. Recordó a Valentina como la había visto por primera vez, con ese vestido virginal y delicadamente ajustado a su cuerpo joven y esbelto. Se acordó de cómo el sol había brillado tras ella, perfilando la silueta de sus piernas.

Se quedó tumbado despierto con la mirada fija en el techo, dándole vueltas a la escena que acababa de presenciar y a sus implicaciones. Al otro lado de la ventana, la brisa danzaba entre los cipreses, susurrando juguetona junto con su suave aliento salado. Atormentado por la ansiedad, Thomas se sintió acalorado, incómodo, y experimentó un profundo sentimiento protector hacia Valentina y la pequeña. «Nadie va a impedirme que me las lleve a Inglaterra -pensó enojado-. Aunque tenga que huir en mitad de la noche como un criminal.»

16

El padre Diño tenía la voz grave de un oso y salía burbujeando desde su barriga redonda y cavernosa. Su rostro se ocultaba casi por completo bajo una poblada nube de pelo gris que le caía sobre el pecho desde el mentón y las mejillas y que terminaba en nudosos manojos parecidos a pequeñas zarpas. Cuando hablaba, la barba se le contorsionaba como si fuera un animal sarnoso y no como algo que hubiera crecido por elección propia. No parecía un hombre aseado, y Thomas estaba prácticamente convencido de que si tenía la mala suerte de acercársele demasiado percibiría un olor desagradable. Sorprendentemente, los ojos del hombre eran grandes y de una hermosa tonalidad de verde: claro e iridiscente como un estanque musgoso bañado por la luz del sol.

El cura había llegado en bicicleta. Era casi un milagro que la larga sotana negra no se le hubiera enredado entre los radios de las ruedas, provocándole un terrible accidente. Subió a la terraza arrastrando los pies y resoplando por el esfuerzo empleado en el ascenso hasta lo alto de la colina. Aun así, cuando Immacolata le ofreció vino, el rostro del padre se iluminó y el escaso resquicio de sus mejillas que quedaba a la vista se tiñó del color de las ciruelas.

– Bendita sea la Virgen y todos los santos -dijo, dibujando la señal de la cruz en el aire delante de él. Thomas y Valentina intercambiaron una mirada, pero la expresión de ella era de solemne reverencia.

Thomas miró entonces a Falco, recordando la furiosa discusión que había tenido con su hermana la noche anterior. En presencia del padre Diño se mostraba taciturno y condescendiente, aunque su rostro seguía ceñudo. Beata estaba con Toto. Thomas imaginó que disfrutaría sabiendo lo que pensaba el pequeño de la barba del anciano. Los niños eran muy rápidos a la hora de identificar lo grotesco y de reírse de ello. Lo que más les gustaba era burlarse de la gente, antes de que sus padres les enseñaran que no era de buena educación señalar ni mirar fijamente a los demás. Paolo y Ludovico se mostraban extrañamente serios. La llegada del sacerdote los había cambiado a todos. Thomas se sintió de pronto culpable por lo irreverente de sus pensamientos. A fin de cuentas, aquél era el hombre que iba a oficiar la ceremonia de su boda.

– Le recuerdo de la festa di Santa Benedetta -le dijo el cura a Thomas, tendiéndole la mano.

– Fue un evento extraordinario -respondió Thomas, intentando responder empleando el tono adecuado-. Y un gran honor poder participar en él.

– Fue simplemente un milagro -dijo el padre Dino-, y son los milagros los que nos recuerdan la omnipotencia de Dios. En tiempos de conflictos humanos, es importante recordar que Dios es más poderoso que nosotros, por muy eficientes que sean nuestras armas o por muy fuertes que sean nuestros ejércitos. Dios se mostró en la sangre de las lágrimas de Cristo y seguirá haciéndolo cuando celebremos, como lo hacemos todos los años, este santo y sagrado milagro.