– «El tren se acercaba lanzado por la vía y pitaba y pitaba…» -cantó Alba al tiempo que sentía desvanecerse la tristeza de la que era presa mientras contemplaba cómo su existencia independiente y poco convencional avanzaba por una vía enteramente diseñada por ella.
Por fin giró por el camino particular que ascendía a lo largo de unos quinientos metros bajo unas altas hayas de tonos cobrizos. En el campo que tenía a su derecha, vislumbró un par de caballos cuyos ojos brillaron como la plata al atrapar las luces del coche. «Bestias odiosas», pensó con amargura. Qué increíble que no tuvieran todos las rodillas abombadas, teniendo en cuenta el peso del Búfalo. Se preguntó si la mujer montaría a su padre del mismo modo que montaba a sus caballos. No pudo evitar una risilla al pensarlo. Aunque desestimó la imagen en el acto. La gente mayor no hacía esas cosas.
Las ruedas del coche crujieron sobre la grava que cubría la explanada que flanqueaba la fachada delantera de la casa. Aunque las luces refulgían tentadoramente, Alba sabía muy bien que no refulgían para ella. «Cuan celosa debe de estar Margo», pensó. Habría sido mucho más fácil borrar del todo el recuerdo de Valentina si Alba no hubiera ejercido de constante recordatorio. Aparcó el coche bajo los imponentes muros de la casa que antaño había sido su hogar. Con sus altas chimeneas y su vieja y gastada estructura de piedra y ladrillo, había soportado vendavales y tormentas durante casi trescientos años. Al parecer, su tatarabuelo la había ganado en la mesa de juego, aunque no antes de perder a su esposa a causa de su adicción. Ella no había tardado en convertirse en la amante de un duque que tenía una adicción de similares proporciones, aunque un bolsillo mucho más solvente con el que permitírsela. A Alba le gustaba la idea de tener una tatarabuela querida de un duque; su madrastra había logrado echar a perder para siempre su concepto del matrimonio.
Siguió sentada en el coche, contemplando el retrato de Valentina mientras tres perros pequeños emergían de la oscuridad para olisquear las ruedas y menear sus rabos diminutos. Cuando el rostro de su madrastra apareció en la puerta, a Alba no le quedó otra opción que bajar y saludarla. Margo pareció contenta de verla, aunque su sonrisa no llegó a verse reflejada en sus ojos.
– ¡Alba! ¡Qué grata sorpresa! Deberías haber telefoneado -dijo, sosteniendo la puerta de modo que la luz anaranjada iluminó los escalones que llevaban al porche. Alba cumplió con el ritual de besarla. Olía a polvos de talco y a esencia de Lily of the Valley de Yardley. Alrededor del cuello llevaba un grueso guardapelo de oro que subía y bajaba sobre la cornisa de sus pechos. Alba parpadeó para apartar de sí la imagen de Margo montando a su padre como a uno de sus caballos que había conjurado en el coche.
Entró en el vestíbulo, con sus paredes tapizadas de madera y sus austeros retratos de parientes muertos. Enseguida percibió el dulce aroma del puro de su padre y sintió menguar su valor. Thomas emergió del salón con su batín verde y en zapatillas. Aunque escaso, seguía teniendo el cabello rojizo, que peinaba hacia atrás, dejando despejada la frente y acentuando unos ojos claros que la evaluaron con firmeza. Durante apenas un instante, Alba pudo ver más allá de la complexión fuerte y de la voluminosa tripa, más allá de la piel rojiza y del mohín de fastidio de la boca, y adivinar en él al apuesto joven que había sido durante la guerra. Antes de que hubiera buscado consuelo y olvido en la convención y en la rutina. Cuando todavía amaba a su madre.
– Ah, Alba, querida. ¿A qué debemos este placer? -Le besó en la sien, como siempre, y su voz sonó espesa y granulada como la gravilla del exterior. Jovial, inescrutable; el joven que había sido había desaparecido.
– Pasaba por aquí -mintió ella.
– Bien -fue la respuesta de su padre-. Pasa, tómate una copa y cuéntanos cómo te van las cosas.
2
Alba sujetaba el bolso. Palpó dentro el rollo de papel que había atado con un pequeño cordel. Aunque estaba ansiosa por dar a conocer la existencia del retrato, tenía que esperar el momento oportuno. Y necesitaba una copa que le infundiera el valor que en ese instante no tenía.
– ¿Qué te apetece tomar, Alba, cariño?
– Una copa de vino no estaría mal -respondió, dejándose caer en el sofá. Uno de los perros de su madrastra dormía acurrucado en la otra punta. «Parecen más dulces cuando duermen -pensó para sus adentros-. Tienen menos aspecto de pequeños roedores despeluchados.» Recorrió con la mirada la habitación donde tantas veces se había sentado de niña mientras su hermanastro y hermanastras jugaban al Racing Demon y al Scrabble, y la embargó con mayor intensidad la sensación de ser una absoluta extraña. Había fotografías enmarcadas sobre las mesas abigarradas de pequeñas cajas de esmalte y otras baratijas, fotos de ella sonriendo con los brazos alrededor de Caroline, como si entre las dos hubiera una auténtica e inquebrantable amistad. Para quien no estuviera al corriente, cualquiera habría imaginado que Alba pertenecía a una gran familia unida. Sorbió su desprecio, se recostó sobre el respaldo del sofá y cruzó las piernas, admirando las botas de ante azul que había comprado en Biba no hacía mucho. Margo hundió su enorme trasero en un sillón y cogió su copa de brandy.
– ¿Y qué tal va todo por Londres? -preguntó. Era una pregunta deliberadamente imprecisa porque ni ella ni Thomas sabían exactamente qué era lo que Alba hacía en la ciudad.
– Oh, ya sabes, lo mismo de siempre -respondió con similar imprecisión, puesto que tampoco ella lo sabía. Casi había llegado a convertirse en la musa de Terry Donovan, pero había llegado con retraso a la cita y él ya se había marchado. Se había sentido demasiado avergonzada para llamar y disculparse, de modo que simplemente había decidido olvidarlo. Sus intentos de trabajar como modelo para revistas de moda habían sufrido una idéntica falta de motivación. La gente estaba llena de promesas: insistían en que podía ser la próxima Jean Shrimpton, en que podía ser famosa, pero Alba nunca lo había visto claro. Como decía Viv: «Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo». De todos modos, hasta que consiguiera ser capaz de ayudarse a sí misma, la pequeña asignación que le pasaba su padre bastaría para ayudarla a mantener el nivel de vida de primera clase que llevaba. Los Rupert, Tim y James se encargarían del resto.
– ¿No irás a decirme que te pasas el día metida en ese barco de brazos cruzados? -dijo Margo con una sonrisa. Alba decidió ofenderse. Como siempre, Margo se mostraba absolutamente falta de tacto. Su actitud era estridente, insensible. Habría sido una perfecta directora de colegio. Alba opinaba que la voz grave y afectada de su madrastra era ideal para mangonear a las escolares y ordenarles que guardaran la compostura cuando se deshacían en lágrimas al echar en falta a sus madres. A menudo le había dicho a ella que «cerrara el grifo» cuando la había visto llorar por algo supuestamente trivial y que, a sus ojos, no merecía semejante alharaca. Alba sintió una oleada de resentimiento al recordar todas las humillaciones que Margo le había infligido. Se acordó entonces del rollo de papel y su mera presencia le provocó una descarga de confianza en sí misma.
– El Valentina está más precioso que nunca -respondió, haciendo hincapié en el nombre del barco-. Por cierto, limpiando debajo de la cama descubrí algo que me hizo quedarme de piedra al encontrarlo… -Justo cuando estaba a punto de lanzar su misil, su padre apareció de pie a su lado y le dio una copa de vino tinto.
– Es un Burdeos. Exquisito. Lleva años en la bodega.
Alba le dio las gracias e intentó retomar el tema, pero de nuevo se vio interrumpida, en esa ocasión, por una voz gruesa y chillona que osciló como las cuerdas de un violín mal tocado. Reconoció en el acto la voz de su abuela.