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– ¿Vuelve a celebrarse pronto? -preguntó Thomas, volviéndose a mirar a Valentina. El sacerdote respondió por ella, como seguiría haciéndolo en todo aquello que concerniera al Señor. -El martes que viene. Quizá Dios vea adecuado bendecir vuestra boda y vuestro futuro juntos-dijo con voz solemne-. Habéis traído un hijo al mundo.

– Todos los hijos son una bendición, padre Dino-intervino Immacolata, alzando el mentón. En consideración al linaje de Immacolata y a su parentesco directo con santa Benedetta, la primera mujer qué había sido testigo del milagro ocurrido 254 años antes, el cura la tenía en muy alta estima.

– Cierto, todos los hijos son una bendición. Sin embargo -añadió, volviendo a fruncir el ceño y mirando directamente a Thomas-, Dios debe bendecir vuestra unión para que vuestra pequeña se convierta en el producto del santo matrimonio y no del pecaminoso descuido. Aunque Dios perdona, ¿o no es así? En tiempos de guerra, no siempre es posible seguir el camino de Dios a ese respecto. -Se rió y el aire vibró a su alrededor-. El camino de Dios no siempre es fácil de seguir. De otro modo, todos iríamos directamente al cielo y yo no tendría nada que hacer.

– Tommasino es un joven de honor. Lo supe en cuanto le vi. Aunque confieso que no pensé lo mismo de su amigo.

– ¿Te refieres al de la ardilla? -dijo Valentina, soltando una carcajada. El padre Dino pareció perplejo.

– El de la ardilla, sí -dijo Immacolata-. Comamos y bebamos para celebrar el futuro de la pareja y demos gracias al Señor por no haber permitido que Valentina se haya enamorado del otro inglés.

En cuanto el sacerdote terminó de bendecir la mesa con una oración innecesariamente larga, Thomas se sentó junto a su prometida delante del cura. Entonces pensó en Jack y esperó que se hubiera acordado de hacer llegar a sus padres la carta que le había dado para ellos, en la que les informaba de su regreso a Italia y de sus planes de volver con su esposa e hija a Beechfield Park en cuanto estuvieran casados. Le tenía sin cuidado que sus padres pudieran desaprobar su elección. Sin duda, el hecho de haber sobrevivido a la guerra bastaba para excusar cualquier elección de esposa que ellos pudieran considerar inadecuada.

Thomas tomó la mano de Valentina. En un primer momento, ella pareció resistirse, debatiéndose entre el respeto que le debía al sacerdote y su reciente anhelo por estar en connivencia con el que iba a ser su marido. Tras unos segundos, terminó por ceder y dejó que Thomas siguiera cogiéndole la mano con firmeza por debajo de la mesa, donde nadie podía verles.

De pronto, un rugido sordo emergió de la tripa del párroco. Aunque, imperturbable, el padre Dino siguió a lo suyo, el rostro de Immacolata se suavizó en un intento por contener la risa. El gimoteo no tardó en reaparecer. Empezaba muy bajo e iba ganando en intensidad hasta que volvía a perder fuelle y se disolvía en un mar de burbujas. El cura se removió incómodamente en la silla e Immacolata le ofreció más vino. En circunstancias normales, el cura habría rechazado la oferta de su anfitriona. El día había amanecido caluroso, lucía un sol abrasador y la languidez de la tarde había ya empezado a penetrar en su mente, menguando su capacidad de concentración. Aun así, mantuvo en alto la copa mientras Immacolata se la llenaba. Cuando el gimoteo ganó no sólo frecuencia sino también volumen, el pobre párroco se bebió la copa de un trago. Un mar de gotas de sudor le perlaron la frente y la nariz, brillantes a la luz del sol. La voz del cura se elevó y su barba empezó a agitarse, inquieta, al tiempo que las pequeñas zarpas le arañaban la sotana y él movía la cabeza de un lado al otro. Su conversación pasó de versar sobre el inconmensurable propósito y fortaleza de Dios a cosas más terrenales como el prosciutto y las ciruelas. Una y otra vez, el gimoteo se abría paso desde su tripa hasta que por fin la inocente vocecilla de Toto puso palabras a lo que todos llevaban ya unos minutos deseando decir:

– ¿Padre Diño? -preguntó el pequeño con una sonrisa picara.

– ¿Sí, mi pequeño? -respondió el cura sin dejar de apretar los dientes.

– ¿Se ha tragado usted un perro?

A Thomas le sorprendió ver que Falco se echaba a reír a carcajadas.

El cura se disculpó y desapareció en el interior de la casa, donde permaneció durante un buen rato.

Immacolata dejó escapar un profundo suspiro.

– Pobre padre Diño -dijo-. Trabaja muy duro.

– Y come demasiado -apuntó Ludovico.

– Comer perro no es una buena idea -añadió Paolo-»¡Menuda indigestión! -Los hermanos se echaron a reír. Falco se bebió de un trago el vino que le quedaba en la copa y se secó la boca con el dorso de la mano.

– Compadezco a la pobre alma que utilice el cuarto de baño después de él -dijo, y sus hermanos estallaron de nuevo en carcajadas.

– ¡Basta! -ordenó Immacolata con un tono de voz que recordó bastante al de la estridente anciana que Thomas había conocido en la trattoria Fiorelli un año antes-. Es un hombre de Dios. ¡Un poco de respeto! -Sin embargo, una vez desatada nada podía frenar la risa de los chicos.

Después del almuerzo, el padre Diño se marchó rápidamente en su bicicleta, aunque Immacolata le ofreció, en un alarde de tacto, un sitio a la sombra donde poder pasar la tarde en silenciosa contemplación, mirando el mar. El párroco desapareció vacilante cuesta abajo por el polvoriento sendero y Thomas y Valentina cruzaron los dedos para que el cura llegara sano y salvo al pueblo y pudiera estar en condiciones para casarles la semana siguiente, después de la/esta di Santa Benedetta.

Más tarde, mientras Valentina daba de mamar a Alba, Thomas cogió papel y sus lápices y las dibujó. El calor de la tarde no era ya tan intenso y la luz iba tornándose suave y apaciguada a medida que el día agonizaba lentamente y la noche se abría paso. Un susurro de brisa soplaba desde el mar, llevando desde las colinas un enjambre de frescos olores y la promesa de un futuro lejos, muy lejos de allí, en otra orilla. Envuelta en un fino vestido blanco, Alba descansaba sobre el vientre de su madre, mamando de sus inflados pechos. Valentina la sostenía pegada a ella y de vez en cuando inclinaba la cabeza para observar a su adorada pequeña. Su expresión era bondadosa y colmada de amor por el diminuto ser que había traído al mundo. Sus ojos brillaban de puro orgullo y la tristeza que Thomas había logrado captar en su último dibujo había desaparecido. Con el ánimo rebosante de optimismo, la belleza de Valentina era aún más etérea, y ella, mucho más remota: el pedestal sobre el que Thomas la había colocado era tan elevado que su cabeza desaparecía entre las nubes.

Thomas habló del futuro de ambos. Describió la casa en la que Valentina viviría y el pueblo que presidiría.

– Todo Beechfield te querrá -dijo, imaginando las miradas de admiración y envidia cuando se la presentara a sus amigos y a la familia-. No creo que la gente de Beechfield haya visto jamás a una italiana auténtica. Creerán que todas son tan hermosas como tú. Pero se equivocarán. Tú eres única.

– Oh, no sabes las ganas que tengo de estar lejos de aquí -respondió ella con un suspiro-. Esto se me ha quedado pequeño. Pero si apenas puedo ya estirar las piernas.

– ¿Y no echarás de menos a tu familia? -preguntó Thomas, dibujando la línea de la mandíbula de Valentina, una mandíbula sorprendentemente fuerte y angulosa para un rostro de semejante dulzura.

– ¡A Falco no, desde luego! -exclamó Valentina con una risa alegre-. El tonto de Falco. Me pregunto qué será de él. Creo que no le resulta fácil adaptarse a la vida después de la guerra. Diría que era más feliz luchando por su gente y ocultándose entre los matorrales que comiendo con su familia en tiempo de paz.