– Es un hombre atormentado. Quizá deberías hacer un esfuerzo por comprenderle -sugirió él diplomáticamente al tiempo que coloreaba la sombra que el mentón proyectaba sobre su cuello.
– ¿Y por qué iba a hacer algo así? -replicó Valentina petulantemente-. Él no hace ningún esfuerzo por entenderme a mí. -La expresión de su rostro se oscureció de pronto. Thomas supuso que debía tener algo que ver con la discusión que había tenido con su hermano la noche antes.
– Luchó como un valiente. Luchó por lo que era justo. No hay de qué avergonzarse cuando uno lucha contra sus compatriotas si es en apoyo de la paz.
– Se cree mejor que el resto del mundo. Está convencido de que tiene derecho a entrometerse en mi vida. Pues bien, hace tiempo que no sabe nada de mí. La guerra cambia a la gente y también lo ha hecho conmigo. El hecho de no haber estado en el frente no significa que la guerra no me afectara. He luchado por sobrevivir a mi manera. No estoy orgullosa de mí, pero he sobrevivido y he cuidado de mamá lo mejor que he podido. No, él no sabe por lo que yo he pasado. -Se le arrugó la frente en un profundo ceño-. Pasó largo tiempo escondiéndose en el monte. ¿Qué le hace suponer que puede volver tranquilamente y ocupar el sitio de mi padre como cabeza de familia? No estaba aquí cuando le necesitábamos.
Thomas no llegaba a entender del todo las palabras de Valentina. Se sentía como si hubiera llegado en mitad de una conversación y se hubiera perdido la parte más importante.
– No te preocupes -dijo, concentrándose en la hermosa cabeza de Alba-. Muy pronto estarás lejos de aquí y nadie volverá a decirte lo que debes hacer.
– ¿Ni siquiera tú? -preguntó ella con una sonrisa.
– ¡No me atrevería! -Thomas se rió, feliz al ver desaparecer la oscuridad y la ansiedad del rostro de Valentina.
Cuando por fin terminó el dibujo, lo sostuvo en alto para que ella pudiera verlo. Debajo del retrato había escrito: «Valentina y Alba, 1945. Thomas Arbuckle. Ahora mi amor es doble». La expresión de Valentina se desplegó como un girasol que acababa de ver el sol, y se llevó las yemas de los dedos a la boca, embelesada.
– Qué maravilla -dijo, ahogando un grito-. Tienes muchísimo talento, Tommy.
– No, tú eres la inspiración, Valentina. Alba y tú. No recuerdo haber dibujado nunca tan bien a Jack. ¡Ni siquiera a Brendan!
– Es perfecto. Lo guardaré siempre. Los colores no se difuminarán, ¿verdad?
– Espero que no.
– Quiero que Alba lo vea algún día. Es importante que sepa que ha sido muy querida.
Se colocó a la pequeña contra el hombro y le dio unas suaves palmaditas en la espalda. Thomas se agachó para besarla y ella levantó la cabeza para ofrecerle los labios. Él posó su boca en la de ella durante un largo instante, deseando poder pasar el resto de la tarde en la cama, envueltos uno en brazos del otro. Se apartó con un suspiro.
– Muy pronto estaremos casados -dijo Valentina, leyéndole el pensamiento-. Entonces tendremos el resto de nuestras vidas para acostarnos juntos.
– Dios mediante -añadió Thomas, intentando no tentar al destino.
– Dios nos dará su bendición. Ya lo verás. Llorará lágrimas de sangre en la festa di Santa Benedetta y después empezaremos a vivir el resto de nuestra vida lejos de aquí. -Recorrió la casa con los ojos-. No, no la echaré de menos -dijo-. Pero quizás ella a mí sí.
Tan sólo pudieron tumbarse desnudos juntos en una ocasión. Fue en el limonar, al alba, mientras el pueblo dormía a sus pies. Allí, bajo la pálida luz del sol naciente, Thomas la dibujó por tercera y última vez. Y ese retrato fue tan íntimo que supo que jamás se lo enseñaría a nadie. Cuando se lo dio a Valentina, ella se sonrojó, aunque, a juzgar por la chispa que vio en sus ojos, Thomas adivinó que le había gustado.
– Ésa es mi Valentina -dijo, orgulloso-. Mi Valentina secreta. -Y ella enrolló el dibujo para que así fuera.
Aunque Thomas pasaba todo el tiempo que podía con Valentina y con su hija, había horas vacías que tenía que llenar a solas mientras Valentina se probaba el vestido de novia en compañía de su madre y de la signora Ciprezzo. Durante esas largas y calurosas horas, se sentaba delante de la trattoria y miraba a los niños jugando en el muelle, a los pescadores remendando sus redes o saliendo a echarlas a mar abierto, regresando con cajas llenas de pescado que vendían en la tienda del pueblo o en las localidades del interior, donde seguía habiendo mucha hambre. Los niños se congregaban alrededor de los pescadores y les miraban mientras ellos descargaban, y cuando algún pececillo se les escapaba, los pequeños lo atrapaban y se alejaban corriendo a jugar antes de que los pescadores se dieran cuenta y les detuvieran. Thomas se tomaba una copa con Lattarullo o con il sindacco, que se cruzaba de piernas y dejaba a la vista unos lustrosos zapatos negros y unos pantalones perfectamente planchados.
Cuando estaba solo, contemplaba cómo la marea subía y bajaba, dibujando una suave danza entre los guijarros. Imaginaba cómo habían sido esas mismas costas miles de años atrás. Por primera vez era consciente de la constante variabilidad de la naturaleza humana y de su propia mortalidad. «Algún día -pensaba- no seré más que un puñado de arena en una playa, pero los años seguirán su inexorable curso, las mareas continuarán subiendo y bajando y otros las contemplarán.»
Por fin amaneció el esperado día de la festa di Santa Benedetta. Era una mañana exquisita, y el cielo, que parecía estar abarrotado de diminutas partículas de polvo de colores que brillaban al sol, se anunciaba más azul de lo que Thomas había visto en su vida. Se quedó maravillado ante semejante muestra de magnificencia, convencido de que si había un Dios, sin duda alguna debía estar allí. El aire era fresco y llegaba impregnado de olor a azúcar, y un embriagador aroma a claveles ascendía desde el mar transportado por la brisa. Cuando Thomas miró el paseo marítimo, sus ojos fueron testigo de una visión extraordinaria. La marea se había retirado ostensiblemente, dejando a su paso una playa de guijarros amplia, abierta y cubierta, por un extraño milagro, de un deslumbrante manto de claveles rosas. Las flores brillaban, relucientes, cuando él viento agitaba los pétalos, que revoloteaban como diminutas alas. Las barcas amarradas en la arena junto a la orilla habían quedado varadas en mitad de esa deliciosa y fragante pradera de flores.
Thomas se vistió apresuradamente y, como el resto de los vecinos del pueblo, se quedó transpuesto ante semejante esplendor sobrenatural; Nadie hablaba. Todos temían hacerlo por temor a que el reconocimiento verbal de la magia provocara el desvanecimiento; de su hechizo. Nadie sabía cómo habían llegado las flores hasta allí. Cuando subiera la marea, barrería las flores a su paso y todos se preguntarían si aquello había ocurrido realmente o si habían sucumbido a alguna especie de alucinación.
Thomas se puso las manos detrás de la cabeza y esbozó una amplia sonrisa. «Si estás viendo esto, Freddie, espero que te esté haciendo tan feliz como a mí -pensó en un arranque de júbilo. Hoy es la festa di Santa Benedetta, Debe ser una señal de Dios. Mañana, nos casaremos. Tras la sangre derramada en la guerra, por fin podremos construir una paz duradera. Nuestro futuro está escrito en flores.
17
Londres, 1971
Alba estaba haciendo la maleta. No sabía qué llevarse ni estaba del todo segura de cómo iba a llegar a su destino. Desde el día en que Fitz se había marchado de la casa flotante no había vuelto a hablar con él, y de eso hacía más de un mes. Al ver que él no la llamaba, había empezado a anhelar un encuentro casual con él en el pontón. Pero no había ni rastro de Fitz. Nada. El eco de una inconsolable soledad rebotaba entre las cuatro paredes de su habitación. A pesar de Rupert, Tim, James y de «El carrizo del río», el olor de Fitz impregnaba el aire y a veces, sorprendida con la guardia baja, se le llenaban los ojos de lágrimas. Además, también echaba de menos a su viejo perro estúpido. Reconocía una profunda ternura en la amistad que habían compartido. ¿Por qué no podía Fitz acompañarla en su aventura? Si de verdad la quería, habría ido con ella sin dudarlo un segundo. Quizá fuera demasiado exigente. Pero es que así era ella. Si Fitz no podía mantener su ritmo, lo mejor era que se retirara de la carrera. Aun así, le echaba de menos. Desde que se había ido, en su vida tan sólo había sexo y su alma anhelaba recuperar lo que había conocido durante aquel breve intervalo que compartieron los dos.