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– No seas bobo, querido. Si decidió romper por algo tan trivial, no hay duda de que no te quería. Siempre predije que lo vuestro terminaría en un baño de lágrimas y tenía razón. No tardó mucho en volver a invitar a Rupert a que compartiera con ella su cama, ¿no es cierto? No creo que ella haya derramado una sola lágrima. Menuda zorrita estúpida. Por mucho que te duela, creo que debes aceptar que todo ha terminado y que tienes que seguir adelante con tu vida. Hay por ahí un montón de chicas que estarían encantadas de poder cuidar de ti como Dios manda.

– Pero es que yo no quiero a otra. Debería haberme esforzado más por comprenderla -se lamentó, arrepentido, bajando los ojos.

– Oh, por el amor de Dios, Fitzroy. Reacciona. Alba no tiene nada de complicada. De hecho, yo diría que entenderla es tarea fácil. Es una niña malcriada, demasiado bonita y aún más dispuesta a compartirse con cualquier Tom, Dick o Harry que se moleste en dedicarle un cumplido. Es muy triste. Alba busca una figura paterna. No hace falta haber ido a la universidad para verlo. Quizás el problema es que te pareces demasiado a su padre.

– ¡Estaba actuando! -se defendió Fitz.

– No es cierto -replicó Viv con una sonrisa de conmiseración-. Querido, aunque no tengas nada de aburrido ni seas un viejo carcamal, es innegable que eres un hombre convencional, decente, dulce, divertido y nada fanfarrón. Ni provocas murmullos de admiración por donde pasas, ni revolucionas el mundo que te rodea con tus escándalos. No vas por ahí presumiendo de nada. Alba quiere a un hombre hecho de fuegos artificiales. Lo encontrará en Italia, de eso estoy segura. Italia está plagada de fastidiosos fuegos artificiales.

– Te equivocas de medio a medio. Éramos muy felices juntos. Nos reíamos mucho. Nos llevábamos genial en la cama y yo estaba empezando a florecer como un icono de la moda. -Esbozó una sonrisa infantil y Viv aplastó el cigarrillo en el cenicero, miró a Fitz durante un largo instante y la ternura le suavizó el rostro. Acarició afectuosamente la mano de su amigo como lo habría hecho una madre.

– Así me gusta, cielo. Que te lo tomes a broma. Quizás haya estado bien, pero ya se ha acabado. Deja que se vaya a Italia. Si estás de suerte, se acostará con todos los fuegos artificiales que se le pongan a tiro y terminará por darse cuenta de que ninguno de ellos la ha hecho feliz. Si tan bien estáis juntos, volverá. Si no, tendrás que casarte conmigo.

– Podría irme mucho peor -dijo Fitz, tomándole la mano.

– Y a mí. -Se quitó las gafas para desvelar unos ojos llorosos y enrojecidos perfilados por un rotundo maquillaje-. ¿Sabes una cosa? No ha sido fácil ignorarla.

– No deberías ponerte de parte de ninguno de los dos.

– Siempre estaré de tu lado, Fitzroy. Aunque cometas un asesinato, te tendré siempre en muy alta estima.

– ¿No será sólo porque te consigo los contratos más maravillosos?

– Por eso también, naturalmente. Pero no hay nadie como tú. Y ella es una chiquilla superficial. Nunca te apreciará en lo que vales. No quiero ver cómo desperdicias tu vida con una mujer que sólo piensa en ella. ¿Por qué quedarte con una mujer que tan sólo conocerá la mitad de ti, y ni siquiera tu mejor mitad? Cuanto mejor se conoce tu corazón, más se te aprecia.

Fitz respondió al comentario de Viv con una carcajada triste.

– Qué palabras tan dulces, Viv. La verdad es que no creo que las merezca. De todos modos, no puedo evitar quererla.

– Yo también la quiero, bobo. Ese es precisamente su don.

Fitz se pasó la tarde en el despacho. Atendió llamadas, se ocupó del papeleo, echó un vistazo a un par de manuscritos y al final del día no era capaz de recordar con quién había hablado, qué cartas había escrito y si los nuevos manuscritos tenían algún valor. Había quedado en ir a jugar al bridge a casa de Viv a las siete. Las semanas anteriores se habían reunido deliberadamente a jugar en casa de Wilfred o de Georgia para evitarse así la tentación de ver a Alba en su barco. Pero también entonces se había mostrado distraído. Ni siquiera la autocrítica reflexiva, que tan a menudo lograba apartarle de las cavilaciones más sesudas, había podido hacer nada por sacarle de sus constantes ensoñaciones. Sprout le acompañaba a todas partes, feliz por no tener que quedarse en la cocina o en la parte trasera del coche. De hecho, volvió a ocupar su lugar de privilegio en el espacio situado delante del asiento del copiloto, y a veces se tumbaba en el asiento trasero como un emperador romano, viendo las azoteas de los edificios que pasaban zumbando por la ventanilla. Y, aunque sin duda era una buena compañía, no era lo mismo.

Echaba de menos a Alba. De ella lo echaba de menos todo y, al llegar la noche, atesoraba el momento cuando se acostaba en la oscuridad y recordaba los buenos momentos que habían pasado juntos. Aunque había disfrutado haciendo el amor con ella, había algo conmovedor en el modo en que ella se acurrucaba contra él durante esas noches en que simplemente deseaba tenerle a su lado. Fitz sabía que para ella esa clase de intimidad era una novedad. Alba no era capaz de estar con un hombre en la cama sin tener sexo con él. Entonces había descubierto aquello y no había tardado en ponerle nombre. A Alba se le daba bien poner nombres. Las llamaba «noches envainadas» porque ambos yacían acostados como un par de guisantes en su vaina, tan unidos que casi podrían haber sido un solo cuerpo.

Sprout percibía que su amigo lo estaba pasando mal y meneaba el rabo, como intentando compensarle. Fitz estrechaba al perro entre sus brazos y hundía la cara en su pelo. Pero no tenía la menor intención de sucumbir al llanto, ni siquiera delante del can. Aunque una reacción de ese calibre no era digna ni propia de un hombre, en un par de ocasiones, con un par de copas de vino encima, y bajo un cielo de excepcional belleza, había dado rienda suelta a sus sentimientos.

Al salir de la oficina, sacó a Sprout a dar un paseo por el Serpentine. Era demasiado temprano para ir a casa de Viv, que a esa hora estaba tomando una copa en el Ritz con su nueva editora. Era una noche deliciosa. El cielo, de un azul celeste, se teñía de pinceladas rosadas desde el sol crepuscular. El olor a hierba recién cortada impregnaba el aire cálido y balsámico. Las ardillas correteaban por el suelo que acababa de quedar al descubierto, recogiendo restos de comida que los turistas habían dejado a su paso. Fitz pensaba en Alba, en cuánto odiaba ella a esas pequeñas criaturas, temerosa de que se le colaran en su dormitorio, se le metieran bajo las sábanas y le mordisquearan los dedos de los pies. Eso era lo que le encantaba de ella. Sus procesos mentales eran únicos. Vivía en su propio mundo. La tragedia era que, por más que lo había intentado, no había podido llegar a compartirlo con ella.

Miró su reloj. Aunque no sabía a qué hora salía el avión de Alba, si se daba prisa quizá llegara a Cheney Walk antes de que ella saliera hacia el aeropuerto. Tendría que haber ido antes. Al menos debería haberla llamado para preguntarle cómo estaba. ¿Y si lo estaba pasando tan mal como él? ¿Y si esperaba que él le tendiera la mano y le ofreciera hacer las paces? ¿Acaso había estado demasiado furioso y dolido para ver más allá de sus narices? Viv le había aconsejado que no la llamara, pero él no tenía por qué seguir su consejo. Amaba a Alba. Era tan sencillo como eso.

Salió corriendo a la calle y paró un taxi.

– Cheyne Walk -dijo, cerrando la puerta tras de sí-. Lo más deprisa que pueda, por favor.

El taxista asintió con gesto sombrío.

– Nadie dice nunca «tómese el tiempo que quiera, señor».

Fitz frunció el ceño, irritado.

– Supongo que no.

– Siempre voy tan deprisa como lo permite la ley -masculló el taxista, avanzando relajadamente por Queensgate.

– Conozco a muchos taxistas que disfrutan saltándose la ley -dijo Fitz, deseando que el taxista acelerara un poco. Quizás Alba estuviera saliendo del barco en ese preciso instante.