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Decidieron volver al hotel dando un paseo para que ella pudiera ver un poco de Nápoles. Era una noche calurosa y pegajosa y el aire les envolvía en su manto quieto y pesado. Alba admiró las estrechas callejuelas, las hermosas casas de colores claros con sus balcones y persianas de hierro y las recargadas molduras que les daban carácter y encanto. La ciudad era un hervidero de música, risas, bocinas y el aroma de la comida italiana. La voz aguda y entrecortada de una madre regañando a su pequeño sobrevoló el oscilante rugido de los motores como el chillido de un pájaro contra el rugido del mar. En los callejones se veía hablar a grupos de hombres de piel morena, cuyos ojos no dejaban de seguir a las mujeres que pasaban por su lado. Aunque ninguno de ellos la silbó al pasar, Alba pudo sentir cómo sus ojos la desvestían, desnudándola prenda a prenda. Sabía que contaba con la protección de Alessandro y dio gracias por no tener que caminar sola por la ciudad. En Londres, cabalgaba a lomos de la ciudad como si de un dócil pony se tratara. Nápoles, en cambio, era como un incontrolable caballo de rodeo, y eso la inquietó.

Llegaron al hotel y Alessandro no esperó a que le invitara a subir a su habitación. La siguió hasta el ascensor y después por el pasillo.

– Te veo muy seguro de ti mismo. -La sonrisa con la que acompañó el comentario no hizo más que confirmar a Alessandro que tenía razón al estarlo.

– Quiero hacerte el amor -murmuró él-. A fin de cuentas, no soy más que un hombre.

– Eso supongo. -Alba suspiró con fingida compasión e hizo girar la llave en la cerradura.

Antes incluso de que pudiera encender la luz, Alessandro la había hecho girar sobre sus talones y besaba ardientemente su sorprendida boca. Por primera vez desde que había roto con Fitz, se vio suficientemente distraída como para evitar cualquier comparación con él. En ningún momento pensó en él. Alessandro, consumido por el deseo, la empujó contra la pared y hundió la cabeza en su cuello. Alba olió su colonia de limón, que para entonces se había fundido con el olor natural de su piel, y sintió la rasposa barba incipiente contra su piel.

Alessandro le acarició las piernas, llevando las manos a sus caderas. La tocaba con fuerza y decisión, arrebatándole el aliento con cada caricia. No tardó en caer de rodillas y levantarle el vestido hasta la cintura para poder besarle y lamerle el vientre desnudo. Alba perdió por completo el control. Cada vez que intentaba recuperar un poco de terreno perdido, él le apartaba las manos y hundía aún más la cabeza en sus carnes, provocándole tales escalofríos de placer que ella no tardó en dejar de presentar batalla, abandonándose del todo.

Hicieron el amor cinco veces y terminaron enmarañados en un revoltijo de agotamiento sobre la cama. Luego durmieron entrelazados, aunque la intimidad entre ambos había desaparecido. La excitación de la caza había tocado a su fin y Alba sabía, incluso en sueños, que por la mañana tendría que despedirle sin miramientos.

No soñó con Fitz. No soñó con nada. Sin embargo, cuando despertó tuvo la certeza de que seguía inmersa en el reino de la fantasía porque no reconoció la habitación. Por los huecos de las persianas se filtraban profusos rayos de luz. Desde el exterior, el sonido de la ciudad penetraba en el adormilado silencio de la habitación, aunque parecía muy lejano. Alba parpadeó, intentando orientarse. Como de costumbre, había bebido demasiado. Le dolía la cabeza y sentía los brazos y las piernas como si los hubiera sometido a un ejercicio agotador. Entonces se acordó de Alessandro y se regocijó ante el recuerdo del diabólico italiano que había conocido en el aeropuerto. Se volvió, convencida de que le encontraría a su lado, pero encontró la cama vacía. Intentó captar algún sonido procedente del cuarto de baño, pero la puerta estaba abierta de par en par y la luz apagada. Se había ido. «Mejor así», pensó. Odiaba que los hombres se quedaran más de lo que era de rigor. Estaba físicamente destrozada y lo último que necesitaba era volver a hacer el amor.

Miró el reloj que tenía en la mesita de noche. Todavía era temprano. No tenía que estar en la estación hasta las diez. Aunque tenía tiempo de sobra para ducharse y desayunar, decidió pedir que le subieran el desayuno a la habitación. No quería encontrarse con Alessandro en el comedor.

Después de la ducha, gracias a la cual logró desprenderse del olor a limón del italiano, se vistió e hizo la maleta. Mientras contemplaba su imagen en el espejo, recordó la excitación de la que había sido presa la noche anterior. Alessandro le había sentado bien. Al menos le había puesto una tirita a su corazón partido, procurándole un alivio temporal. La había ayudado a dejar de pensar en Fitz y concentrarse en un mundo de aventura mucho más exótico en el que podía libremente ser quien se le antojara en un lugar donde nadie la conocía. En un arrebato de entusiasmo, decidió que telefonearía a la habitación de Alessandro para darle las gracias. A fin de cuentas, le había dado una enorme dosis de placer. Quizá podrían desayunar juntos. Así, al menos, no tendría que hacerlo sola.

Llamó a recepción.

– Quisiera hablar con Alessandro Favioli -exigió con voz altiva. Se produjo una pausa mientras la recepcionista buscaba el nombre en el libro de registro-. Alessandro Favioli -repitió. «Dios, ni siquiera entienden su propio idioma», pensó irritada.

– Lamento decirle que no hay nadie llamado Favioli hospedado en el hotel.

– Por supuesto que sí. Cené con él anoche.

– No hay ningún signore Favioli.

– Vuelva a mirar. Llegamos juntos ayer por la noche y volvimos después de cenar. Sin duda debió usted verle.

– Anoche no estuve de guardia -le informó fríamente la recepcionista.

– Pues pregúntele a su colega. Le aseguro que no lo he soñado.

– ¿Sabe cuál es el número de habitación del señor? -La recepcionista estaba empezando a impacientarse.

– Naturalmente que no, ¡por eso la he llamado! -replicó Alba-. Quizá ya haya dejado el hotel.

La mujer repitió su mensaje con forzada cortesía.

– No hay nadie llamado Favioli en este hotel. Lo siento.

De pronto, Alba se sintió mareada. En cuanto se paró a pensarlo, le pareció demasiada casualidad que Alessandro estuviera alojado en su hotel. Tampoco la había invitado a su habitación. Aunque en el momento no le había resultado extraño, de pronto se le antojó cuanto menos sospechoso. Con el corazón en un puño, abrió el bolso y buscó su monedero. «Tiene que ser una broma», pensó mientras la embargaba la sensación dé estar nadando contra una fuerte corriente. El monedero no estaba en el bolso. Tragó saliva, poniendo boca abajo el bolso y dejando caer todo el contenido encima de la cama. A pesar de que la alivió ver que el pasaporte no había desaparecido, no había ni rastro del dinero. Alessandro se había llevado el monedero con todas las liras y los cheques de viaje. ¿Cómo demonios iba a pagar el hotel y el tren, por no hablar del viaje por mar a Incantellaria?

Se derrumbó sobre la cama. «Maldito cabrón. Me ha utilizado y me ha robado. Lo tenía todo planeado, el muy cerdo. Y yo he caído en sus redes como una estúpida.» Estaba demasiado enfadada y avergonzada como para llamar a Inglaterra y reconocer su estupidez. Simplemente, tendría que salir de la situación por su propio pie.

Decidida como estaba a no pagar la cuenta del hotel, pensó que al menos aprovecharía para disfrutar de un buen desayuno. Además, necesitaría comer todo lo que pudiera porque no tenía dinero para comprar comida fuera del hotel. Robaría unos cuantos panecillos del bufé.

En cuanto bajó, saludó a la recepcionista con el tono de voz más amistoso que fue capaz de articular y entró en el comedor con paso firme. Tomó asiento a una mesita situada en el centro de salón y pidió café, zumo de naranja, cruasanes, tostadas y macedonia de frutas. Mientras observaba al resto de huéspedes, empezó a sentirse cada vez más sola. No tenía amigos en Italia. Nadie. ¿Y si su familia se había marchado de Incantellaria? ¿Y si estaba tras la pista de una ilusión? No tenía dinero. Le llevaría unos cuantos días recibir una transferencia desde su banco al banco de Incantellaria y no estaba dispuesta a quedarse en Nápoles y correr el riesgo de volver a encontrarse con Alessandro. Se acordó de los tipos de aspecto siniestro que la habían mirado con ojos lascivos en los oscuros callejones la noche anterior y de pronto se sintió desprotegida y vulnerable. Tan desnuda y perdida se sentía que era como si Alessandro le hubiera robado la ropa.