El tren se detuvo entre un chirriar de frenos al llegar a Sorrento. Fiel a su promesa, el revisor volvió para ayudar a Alba a bajar del tren con su maleta. En su afán por ayudar, la arrastró por todo el andén hasta la calle y allí la despidió. Sorrento era una ciudad ajetreada. La gente caminaba de un lado a otro, concentrada en sus propias cavilaciones, ajena a la joven desconcertada que estaba de pie delante de la estación y hambrienta. Los edificios eran blancos, amarillos y rojos. Las contraventanas se mantenían cerradas para conservar frescas las habitaciones. Las ventanas de las plantas bajas estaban protegidas por barrotes de hierro y las puertas, inmensas y cerradas, no insinuaban la más mínima hospitalidad. Aunque hermoso, había algo hostil en aquel lugar.
Por fin, una calle desembocó en el paseo marítimo. Las barcas se balanceaban en el agua o descansaban varadas en la playa. La arena era marrón como la grava y la gente deambulaba por el muelle, disfrutando del sol. Un par de restaurantes y de tiendas ocupaban la acera y el olor a tomates y a cebollas asados flotaba en la brisa. Alba notó que le rugía el estómago y que le salivaba la boca. Se moría por un vaso de agua. En su arrebato de furia, no se había acordado de robar algunos víveres del minibar del hotel. Cuanto más pensaba en comida y en bebida, más hambre y sed tenía.
No se permitió sin embargo dejarse llevar por la autocompasión, tentación a la que quizás habría cedido de haber sentido que su voluntad flaqueaba. La autocompasión nunca llevaba a nada y Alba despreciaba a las lloronas de las películas. Si había llegado hasta allí, bien podía seguir valiéndose de sus encantos para llegar también a Incantellaria. Dejó la maleta en el suelo del muelle, se armó de valor y se acercó a un viejo pescador de rostro marchito al que había visto concentrado en su barca. Cuando se acercó a él, el olor a pescado le invadió las ventanas de la nariz y sintió que la sacudía una oleada de náuseas.
– Disculpe -empezó con una dulce sonrisa. El anciano levantó la mirada, pero no sonrió. De hecho, pareció visiblemente irritado por haber sido molestado-. Necesito ir a Incantellaria. -El hombre le dedicó una mirada inexpresiva.
– No puedo llevarla -respondió, meneando la cabeza como si Alba fuera una de esas moscas fastidiosas de las que cuesta librarse.
– ¿Sabe de alguien que pueda hacerlo?
Lejos de cualquier interés por ser de alguna ayuda, el pescador se encogió de hombros y levantó las palmas de las manos al cielo.
– Nanni Baroni la llevará -dijo después de pensarlo durante unos instantes.
– ¿Dónde puedo encontrarle?
– No volverá hasta el anochecer.
– Pero ¿no está Incantellaria al otro lado de la bahía? ¿Acaso no van barcos allí constantemente?
– ¿Y quién iba a querer ir a Incantellaria?
Alba estaba confusa.
– ¿No es una ciudad grande como ésta?
El viejo soltó una risa cínica.
– Es un rincón pequeño y olvidado. Está dormido. Siempre lo ha estado. ¿Quién iba a querer ir a Incantellaria? -repitió.
El agente de viajes de Alba había insistido en que tenía que coger un barco. Por lo que le había dicho, continuamente salían barcos que llevaban a Incantellaria, como los trenes que unían Basingstoke y Londres. Alba masculló entre dientes, furiosa. Durante un segundo, se había olvidado de sus pertenencias. Estaba segura de haber dejado la maleta junto al poste. Perpleja, miró a su alrededor. La maleta había desaparecido. Una vez más, y en menos de veinticuatro horas, sintió la exasperante oleada de sangre subirle a la cabeza, las abrasadoras palpitaciones en los oídos, el vertiginoso vacío en el estómago y la angustia al darse cuenta, presa de la más absoluta incredulidad y horror, de que había vuelto a ser víctima de un robo. Se había quedado tan sólo con el bolso, en el que llevaba el lápiz de labios, un diario, un ejemplar arrugado del Vogue y, a Dios gracias, el pasaporte.
– ¡Acaban de robarme, joder! -gritó en inglés, chillando las palabras al sofocante aire de la tarde. Pateó el suelo y sacudió los brazos alrededor de su cabeza-. ¡Arggg! Odio este jodido país. Odio a estos jodidos italianos. No sois un país, sino una profesión. Ladrones. Todos vosotros, malditos seáis. ¿Por qué coño habré venido? ¡No ha sido más que un jodido desastre, una jodida pérdida de tiempo! ¡Arggg!
De pronto oyó a su espalda la voz suave y paciente de un hombre al tiempo que sentía el calor de una mano sobre el hombro.
– Me alegra oírla maldecir en inglés -dijo el hombre con una sonrisa-. ¡De lo contrario, terminaría la tarde entre rejas!
Alba clavó en él una mirada furiosa.
– Acaban de robarme -rabió, intentando contener las lágrimas-. Alguien acaba de llevarse mi maleta. ¡Me han robado el dinero en Nápoles y ahora me roban la maleta en este maldito páramo dejado de la mano de Dios!
– Obviamente es su primera vez aquí -fue el amable comentario del desconocido, que se puso serio para no ofenderla-. Debería defender sus pertenencias como si fueran su vida. ¿Es usted inglesa?
– Sí. En Londres podemos dejar las joyas de la Corona en mitad de Picadilly Circus, irnos a almorzar, salir de compras por Bond Street, dar un paseo por Hyde Park, tomar el té en el Ritz, una copa en el jodido Connaught y encontrarlas allí a las seis. -No era del todo cierto, pero sonaba bien-. ¡Y ahora no tengo ni dinero ni ropa! -El corazón le dio un nuevo vuelco en el pecho al pensar en toda esa preciosa ropa perdida-. Necesito llegar a Incantellaria y no encuentro a nadie que me lleve. Nanni Baroni, o como demonios se llame, está en su casa follándose a su amante y no volverá hasta las seis. ¿Qué se supone que voy a hacer hasta las seis? ¿Eh? ¡Si ni siquiera soy capaz de comprarme un maldito sándwich!
– ¿Por qué diantre quiere ir a Incantellaria?
Alba le lanzó una mirada iracunda al tiempo que sus ojos claros se volvían de piedra.
– Si alguien más vuelve a hacerme esa pregunta, ¡se va a llevar un puñetazo!
– Escuche -le sugirió el hombre con una sonrisa-'. ¿Por qué no deja que la invite a almorzar y después yo mismo la llevo a Incantellaria? Tengo un barco.
– ¿Y por qué iba a fiarme de usted?
– Porque ya no tiene nada que perder -respondió el hombre encogiéndose de hombros, poniéndole la mano en la cintura y conduciéndola hacia el restaurante.
Gabriele Ricci explicó, delante de una buena copa de vino rosado, que aunque vivía en Nápoles pasaba el verano en la costa con su familia, que tenía casa allí.
– Paso aquí los veranos desde que era niño, pero jamás me había encontrado con una mujer tan hermosa como usted.
Alba puso los ojos en blanco.
– No quiero que me digan que soy bella ni encantadora. ¡Estoy de ustedes los italianos hasta aquí! -exclamó llevándose la mano al cuello.
– ¿Acaso los ingleses no aprecian a las mujeres?
– Por supuesto que sí. Pero lo hacen discretamente.
– ¿No será que en esos internados a los que envían a sus hijos les fomentan la atracción por otros chicos?
– Naturalmente que no. Los ingleses son guapísimos y muy respetuosos. -Pensó en Fitz. Jamás se habría metido en semejante lío si él hubiera tenido la decencia de acompañarla.