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– ¿Me estoy perdiendo alguna fiesta?

Todos alzaron los ojos, sorprendidos, y se encontraron con Lavender Arbuckle en la entrada, con su gorro de dormir y el camisón de volantes, apoyada pesadamente en un bastón.

– Mamá -dijo Thomas, horrorizado ante semejante visión. Durante el día, vestida de diario, Lavender pasaba por una mujer normal. Con el camisón y el gorro de dormir parecía frágil y trémula como si acabara de salir de un ataúd.

– No me gusta perderme las fiestas.

Margo dejó su copa sobre la mesita y se levantó soltando un sonoro bufido.

– Es sólo Alba, Lavender. Ha pasado a tomar una copa -explicó.

Lavender frunció el ceño. Su rostro fue entonces el de un pájaro de ojos brillantes y pico diminuto.

– ¿Alba? ¿Conozco a alguna Alba? -Elevó el tono y el volumen de su voz al tiempo que miraba atentamente a su nieta.

– ¡Hola, abuela! -la saludó la joven con una sonrisa, sin molestarse en levantarse.

– ¿Te conozco? -repitió Lavender, sacudiendo la cabeza de modo que los adornos del gorro de dormir se ondularon junto a sus orejas-. No creo.

– Mamá… -empezó débilmente Thomas. Margo, sin embargo, se le adelantó con paso airado.

– Es muy tarde, Lavender. ¿No estarías mejor en la cama? -Tomó a la anciana por el codo y se dispuso a llevársela de la habitación.

– No si hay una fiesta. No me gusta perderme un buen festejo. -Se resistió a los intentos de su nuera por conducirla fuera del salón y se abrió camino cojeando. Thomas vaciló, y siguió fumando su puro mientras Margo, con las manos en la cintura, sacudía la cabeza en clara señal de desaprobación.

Lavender se sentó en el sillón de lectura de respaldo recto que Thomas utilizaba para hojear los periódicos dominicales. Era amplio y cómodo y estaba colocado bajo una potente lámpara de pie.

– Y bien, ¿nadie piensa ofrecerme una copa? -preguntó la anciana.

– ¿Qué tal un brandy? -sugirió Margo, dejando a su marido debatiéndose en el centro del salón y dirigiéndose a la mesita de los licores.

– Cielos, no. Es una fiesta. Un Sticky Green sería ideal. ¿Qué te parece? -Se volvió a mirar a Alba-. ¡Un Sticky Green! -Una pátina rosada le arreboló las mejillas.

– ¿Qué es un Sticky Green?

– Crema de menta -masculló Thomas, frunciendo el entrecejo.

– Un licor de lo más común -bufó Margo, sirviendo un brandy a la anciana.

Aunque vagamente divertida por su abuela, Alba estaba ansiosa por hablarle a su padre del dibujo. El vino se le había subido ligeramente a la cabeza, sosegándola convenientemente. Estaba preparada para enfrentarse a todos ellos, para exigir saber la verdad, y esperaba ver satisfechas sus demandas. Echó una mirada al gran reloj de plata colocado sobre la repisa de la chimenea y se dio cuenta de que no faltaba mucho para que su padre y el Búfalo decidieran retirarse.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? -le preguntó a su abuela, sin tan siquiera molestarse en ocultar su impaciencia.

– ¿Quién has dicho que eras? -fue la gélida respuesta de la anciana.

– ¡Alba, madre! -intervino Thomas exasperado. Margo entregó el brandy a Lavender y volvió a ocupar su silla y a recuperar su copa. Uno de sus perritos saltó a sus rodillas, donde ella le acarició con sus grandes y diestras manos. Lavender se inclinó hacia su nieta.

– Creen que estoy a punto de palmarla, por eso me han traído a casa. -Soltó un suspiro mientras contemplaba El Fin-. Ésta es la última estación. Pronto me iré y me enterrarán junto a Hubert. Nunca imaginé que envejecería. Nadie lo imaginaba. Aunque no tengo nada realmente preocupante. Se me va un poco la cabeza, pero aparte de eso ¡esta vieja va a seguir dando guerra!

– Volcó la copa de brandy. De pronto pareció encogida y triste-. Cuando Hubert y yo éramos jóvenes, este salón era un hervidero de fiestas. A menudo se llenaba de amigos. Claro que, en esos tiempos, teníamos montones de amigos. Ahora están ya todos muertos, o son demasiado viejos. Ya no me queda energía para fiestas. Cuando somos jóvenes, esperamos vivir eternamente. Imaginamos qué podemos conquistarlo todo, pero no podemos conquistar a la Inexorable Guadaña. No, llega para llevarnos a todos con ella, a príncipes y mendigos por igual. Aun así, nos vamos cuando llega nuestra hora, ¿no te parece? Hubert solía decir que a cada uno le llega su hora, y a mí me ha llegado la mía. ¿Estás casada? ¿Cómo te llamas?

– Alba. -Reprimió un bostezo. A veces costaba entender lo que decía su abuela. La boca de la anciana parecía contener el frutero al completo, fruta incluida. Por su forma de hablar, cualquiera la habría confundido con alguna anciana duquesa de un siglo anterior.

– Una mujer no es nada sin un hombre a su lado. Ni sin hijos. Ganamos cierta sabiduría al envejecer. Soy vieja y sabia y doy gracias porque mis hijos seguirán vivos cuando yo ya no esté. Hay en ello una gran sensación de satisfacción que sólo somos capaces de apreciar cuando somos viejos.

– Y también tenemos que dormir nuestras horas, ¿no te parece? -dijo Alba, vaciando el vino de su copa.

– Muy cierto, chiquilla, muy cierto. Aunque, a mi edad, dormir no tiene demasiado sentido. A fin de cuentas, no tardaré mucho en dormir eternamente. Seguro que termino aburriéndome. No es bueno dormir demasiado. Dios del cielo, ¿es ésa la hora? -Se incorporó de pronto, clavando los ojos en el reloj-. Puede que no me apetezca dormir, pero mi cuerpo es una criatura de costumbres y ya no tengo fuerzas suficientes para luchar contra él. Ha sido un placer -añadió, tendiéndole la mano a Alba.

– Soy tu nieta -le recordó ella sin llegar a ser desagradable aunque con tono impaciente.

– Dios del cielo, ¿es eso cierto? No te pareces a ninguno de nosotros. Los Arbuckle son todos rubios y tú eres morena y de rasgos extranjeros, ¿o me equívoco? -De nuevo observó a Alba atentamente por encima de la nariz.

– Mi madre era italiana -le recordó a su abuela. Para su propio espanto, su voz sonó aguda y claramente emotiva. Levantó los ojos para mirar a su padre, que seguía de pie en el centro de la habitación, dando enloquecidas caladas a su puro y evidentemente sonrojado. El Búfalo no mostró ni un ápice de sus auténticas emociones y se levantó para acompañar a su suegra fuera del salón.

Cuando Margo regresó, se encogió de hombros y suspiró pesadamente.

– Oh, Dios, cada vez se le va más la cabeza. ¿Quieres quedarte a pasar la noche, Alba?

Alba rabió. Margo la trataba como a una invitada en su propia casa. Incapaz de seguir controlando su frustración, abrió el bolso y sacó el rollo de papel.

– He encontrado esto debajo de mi cama. Debía de llevar años allí escondido -dijo agitándolo en el aire-. Es un dibujo de Valentina, obra de papá. -Observó a su padre con esos extraños y pálidos ojos suyos. Reparó en que los hombros del Búfalo se encogían, presos de la tensión, al tiempo que intercambiaba miradas nerviosas con su esposo. Alba estaba furiosa.

– Sí, papá, es precioso. Deja que te recuerde cuándo lo dibujaste. Fue en 1943, durante la guerra, cuando la amabas. ¿Alguna vez te acuerdas de ella? -Y, volviéndose hacia Margo, dijo con tono glacial-: ¿Le dejas que se acuerde de ella?

– Vamos, Alba -empezó Margo, pero la voz de la joven se elevó hasta eclipsar la de su madrastra mientras seguía poniendo en palabras todas las ideas que durante años habían ido fermentando en su cabeza. Como el vino demasiado tiempo olvidado, le supieron amargas.

– Es como si jamás hubiera existido. Nunca hablas de ella. -Tosió para aclararse la garganta y destensar sus cuerdas vocales, aunque éstas simplemente le dolían de pura desesperación-.¿Cómo puedes permitir que otra mujer borre el recuerdo que guardas de ella? ¿A qué viene semejante cobardía, papá? Combatiste en la guerra, mataste a hombres mucho más fuertes que tú y aun así… aun así… me niegas a mi propia madre por temor a molestar a Margo.