– Apenas ha puesto el pie en mi país y ya se muestra cínica.
– Hace sólo unas horas un guapo italiano como usted me ha robado todo mi dinero. Allí donde voy, los hombres intentan darme conversación. Estoy harta de que me vean como un objeto sexual. ¡Y estoy harta de que me roben!
– Al menos, está usted entera -dijo Gabriele en un intento por tranquilizarla.
– ¡Qué sabrá usted!
– ¿Y cómo ha llegado hasta aquí sin dinero?
– Es una larga historia.
– Tenemos toda la tarde.
– Bueno, si me sirve otra copa de vino, deja de decirme que soy hermosa y promete que no se me insinuará, que no me robará ni me asesinará durante el viaje a Incantellaria, se lo diré.
Ricci se frotó el mentón con gesto juguetón, planteándose las condiciones que Alba acababa de imponerle.
– No puedo negarle que es usted una mujer hermosa, pero también es muy grosera. Además, suelta demasiadas maldiciones para ser una dama. No le robaré porque no tiene nada que valga la pena robar. No soy un asesino. Sin embargo, no puedo prometerle que no intentaré seducirla. ¡Soy italiano!
– ¡Oh, Dios! -suspiró Alba melodramáticamente-. Permítame que recupere las fuerzas para poder resistirme a sus insinuaciones con la debida energía. -En circunstancias normales, habría reparado sin duda en las atractivas arrugas que se dibujaban alrededor de la boca de Gabriele cuando se reía y en sus pálidos ojos verdes en los que chispeaba la picardía y una cálida afabilidad, pero estaba realmente paralizada.
Compartieron un sencillo almuerzo al sol y el vino terminó por ablandar la ira de Alba y darle una falsa sensación de optimismo. Narró su aventura, omitiendo el episodio del Gordo y su libidinosa sugerencia y la noche de pasión con el desconocido al que había conocido en el aeropuerto, de la que a esas alturas se sentía profundamente avergonzada. El obvio disfrute que vio en la atención de Gabriele la animó a extenderse sobre sus últimas experiencias en el país hasta que su historia se convirtió en una obra de ficción de la que hasta la propia Vivien Armitage se habría sentido orgullosa.
Por fin, mientras disfrutaban de una copa de limoncello, él volvió a preguntarle por el motivo que la llevaba a Incantellaria.
– Porque mi madre vivió y murió allí -fue la respuesta de Alba-. No llegué a conocerla porque falleció justo después de nacer yo. Quiero encontrar a su familia.
– Si todavía siguen en el pueblo, no creo que eso le vaya a resultar muy difícil. Es un lugar diminuto. Sospecho que apenas unos dos mil habitantes.
– ¿Por qué no va nadie?
– Porque no hay nada que hacer allí. Es un lugar adormecido. Un pequeño rincón olvidado de Italia. Aunque es muy hermoso. Muy distinto del resto de la costa. Supuestamente está encantado.
– Claveles -dijo Alba con una sonrisa-. Ya me lo han contado.
– Y estatuas que lloran. He estado varias veces en el pueblo. Voy siempre que quiero estar solo. Apacigua el alma. Si quisiera desaparecer, también iría allí -añadió con una sonrisa irónica-. Espero que no desaparezca usted.
– Recuerde su promesa -intervino ella con frialdad.
– Escuche, si cuando llegue a Incantellaria necesita dinero para salir del paso, le dejaré lo que necesite. Se lo daría, pero sé que no lo aceptaría. Considéreme un amigo en un lugar desconocido. Le prometo que puede fiarse de mí. -Le tocó el brazo desnudo. Alba notó el calor de su mano y le resultó inesperadamente tranquilizador.
– Me contento con me lleve a Incantellaria -dijo poniéndose en pie. La mano de Gabriele cayó sobre la mesa. Alba se volvió hacia él y la expresión de su rostro se suavizó-. Amigo.
20
Qué fantástica sensación verse al timón de una veloz lancha fuera borda. El viento le acariciaba los cabellos con sus dedos frescos y enérgicos, llevándose con él todo rastro de la desesperanza que hasta entonces la había embargado. La lancha brincaba sobre el agua al cortar las olas y tuvo que agarrarse bien para no caer por la borda. Con el sol en la cara y una irreprimible sensación de optimismo ardiéndole en el pecho, no tenía ninguna preocupación.
Gabriele le sonreía, encantado con la compañía de la deliciosa desconocida que lo había perdido todo. Señaló las escarpadas rocas que se elevaban desde el mar como muros de una impenetrable fortaleza mientras explicaba que Incantellaria era un lugar totalmente aislado, como si Dios hubiera cogido una pequeña porción de paraíso y lo hubiera colocado en mitad de aquel terreno imperdonable.
– Su belleza es realmente inesperada -apuntó mientras la lancha iba dejando atrás un reguero de ensenadas de férrea roca gris.
El pueblo estaba más lejos de lo que Alba había imaginado. Hasta entonces, había estado convencida de que Incantellaria se encontraba literalmente a la vuelta de la esquina de Sorrento.
– Si las cosas no salen bien -gritó Gabriele contra el rugido del viento, como si le estuviera leyendo el pensamiento-, iré a buscarla. No tiene más que llamarme.
– Gracias -respondió Alba agradecida.
Había vuelto a embargarle la inquietud. Obviamente, Incantellaria no sólo estaba incomunicada del resto de Italia, sino también del mundo. Una nube solitaria había cubierto el sol y el mar se había oscurecido amenazadoramente, reflejando sus temores más íntimos. ¿Y si su familia había muerto o se había marchado de allí? No soportaría la idea de tener que volver a casa sin haber resuelto nada.
En el momento en que Gabriele le puso su mano tranquilizadora sobre la de ella, la nube se apartó y el sol volvió a brillar en todo su esplendor. La motora sorteó un vasto y sólido muro de roca negra tras el cual la costa se abría inesperadamente como la tapa de uno de esos toscos arcones del tesoro, desvelando una reluciente y exuberante bahía.
Para Alba fue amor a primera vista. La bahía la engulló por completo, colmándole el ánimo. El perfil de la costa era armónico como la suave curva de un cello. Las casas blancas, con sus balcones de hierro forjado deshaciéndose en cascadas de geranios rojos y rosas, resplandecían bajo la deslumbrante luz de la tarde. La cúpula de la capilla se elevaba por encima de los tejados de tejas grises, donde las palomas se habían instalado a observar el ir y venir de los pescadores. El cuerpo de Alba se estremeció de pura excitación. Sin duda era allí, en esa pequeña capilla, donde se habían casado sus padres. Sin tan siquiera haber puesto el pie en la orilla, sintió por fin que la historia de amor de su padre y Valentina se volvía tangible.
Alzó la mirada hacia las colinas esmeraldas que se alzaban a espaldas del pueblo, donde los pinos retorcían sus picudos dedos verdes y las ruinas de una vieja torre de observación se levantaban todavía orgullosas y dignas, tras siglos de abandono. Inspiró el aroma del romero y del tomillo que volaba con el viento, impregnando el aire de un olorcillo de misterio y aventura.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo Gabriele, reduciendo la velocidad de la lancha para adentrarse con suavidad en el puerto.
– Tenía usted razón. No tiene nada que ver con el resto de la costa. Qué verde. Y qué vibrante.
– Sólo al ver el lugar se da uno cuenta de que probablemente a sus habitantes les impactó poco el milagro de los claveles. Algo así resultaría curioso en cualquier otro rincón del mundo, pero aquí, se diría que esas cosas ocurren continuamente.
– Para mí ya es mi casa -dijo Alba en voz baja-. Lo siento aquí -añadió poniéndose la mano en el corazón.
– Nadie se explica que no se haya convertido en un foco de atracción turístico lleno de restaurantes, bares y clubes. Alguno hay, es cierto, pero desde luego no es Saint Tropez.