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– Me alegro, porque desde hoy va a ser mi lugar secreto. -Las lágrimas le velaban los ojos. Por fin comprendía por qué ni su padre ni el Búfalo la habían llevado nunca allí. Sabían que la perderían para siempre.

Gabriele guió el barco hacia el puerto. En cuanto se arrimó a las paredes del muelle, un chiquillo cuyo rostro redondo resplandecía de puro entusiasmo, corrió a atar la cuerda al embarcadero. Gabriele le lanzó el cabo y el chiquillo lo atrapó con un chillido triunfal al tiempo que gritaba a sus amigos que se acercaran y se unieran a la diversión.

– Como se habrá dado cuenta, no reciben a muchos visitantes -dijo Gabriele-. Algo me dice que nuestra llegada va a provocar cierto alboroto.

Alba desembarcó y se quedó de pie en el muelle con las manos en la cintura, mirando encantada a su alrededor. Visto de cerca, el pueblo resultaba aún más encantador, como si de pronto hubiera retrocedido en el tiempo hasta una época más lenta y singular. Los pescadores estaban sentados en sus barcas, charlando mientras reparaban sus redes y vaciaban la pesca del día en cajas. Le lanzaban miradas recelosas a la recién llegada. Un grupo de muchachos se había congregado a su alrededor, arrastrando los pies, dándose codazos y soltando risillas nerviosas que ocultaban tras sus manos mugrientas. Las mujeres cuchicheaban delante de las tiendas y un puñado de clientes tomaba café bajo los toldos de rayas que daban sombra a los bares y a los restaurantes. Todos miraban con curiosidad a la joven pareja.

Gabriele saltó al muelle y rodeó la cintura de Alba con la mano.

– Vamos a tomar una copa. Luego buscaremos algún sitio donde pueda alojarse. No puedo dejar que duerma en la playa.

– Seguro que hay algún hotel en el pueblo -respondió Alba, sin dejar de mirar a su alrededor.

– Una pequeña pensione. Eso es todo.

Uno tras otro, los rostros de los pescadores se quedaron helados ante la belleza escalofriantemente familiar de la joven que acababa de poner el pie en su orilla. Estiraban el cuello como viejas tortugas y, boquiabiertos por la absoluta perplejidad en que estaban sumidos, dejaban a la vista una ristra de bocas desdentadas. Alba no tardó mucho tiempo en reparar en ello. Hasta Gabriele se sentía incómodo. Un silencioso murmullo parecía reverberar por todo el pueblo.

De pronto, un anciano gordo y achaparrado como un sapo salió del oscuro interior de la trattoria Fiorelli y se quedó de pie en la entrada, rascándose la entrepierna. Sus ojos de pesados párpados cayeron sobre Alba y el denso muro de cataratas resplandeció con un brillo del todo inusual. Soltó un susurrante resuello que surgió desde las profundidades de su pecho y dejó de rascarse. Alba, aterrada ya por el extraño silencio que se había apoderado de pueblo, tomó a Gabriele de la mano.

– ¡Valentina! -exclamó el hombre, intentando tomar aire.

Alba se volvió y clavó en él la mirada como si el hombre acabara de dar vida a un fantasma. Entonces, otro hombre de unos sesenta años, de aspecto taciturno y un físico formidable, salió tras él y se acercó hasta donde estaba Alba, a la que habían empezado a temblarle las piernas. El hombre cojeaba ligeramente, aunque eso no frenó su paso. Mostraba una expresión oscura, como si el sol acabara de ocultarse tras una nube.

Cuando llegó hasta ella, dio la sensación de que se había quedado sin palabras y fue Gabriele el primero en hablar.

– ¿Dónde podríamos tomar algo por aquí? -preguntó. Apartó los ojos del tipo y volvió la mirada hacia los pescadores, que habían bajado de sus barcas y estaban formando un corro a su alrededor.

– Mi nombre es Falco Fiorelli -dijo el hombre con voz grave-. Tú… tú… -No sabía cómo decirlo. Le sonaba ridículo-. Tomar algo, naturalmente. -Meneó la cabeza con la esperanza de deshacerse del fantasma que con toda seguridad estaba jugando con su mente y no, al menos eso esperaba, de pie delante de él.

– Me llamo Alba -dijo ella, pálida como las palomas acurrucadas en los tejados de tejas grises-. Alba Arbuckle. Mi madre era Valentina. -Las curtidas mejillas de Falco se iluminaron y dejó escapar un suspiro casi doloroso de alivio y de alegría.

– Entonces, yo soy tu tío -dijo-. Creíamos que te habíamos perdido.

– Y yo que jamás os encontraría -respondió ella. Un murmullo se alzó desde el corro de pescadores.

– Creían que eras el fantasma de tu madre -explicó Falco-. Una ronda para todos -gritó con todas sus fuerzas, levantando la mano y provocando con ello los vítores de la multitud-. Alba ha vuelto a casa. -Ignorando a Gabriele, Falco tomó con orgullo la mano de su sobrina y la condujo por los escalones que llevaban al restaurante-. Ven, tienes que conocer a tu abuela. -La joven estaba abrumada. Su tío era como un poderoso león y su mano era tan grande que la suya había desaparecido entre sus dedos. Gabriele se encogió de hombros en un gesto de impotencia y les siguió.

Immacolata Fiorelli era ya una anciana. Toda una anciana. Las cifras de su edad se habían vuelto confusas desde que había rebasado la barrera de los ochenta años. ¿Ochenta y uno? ¿Ochenta y dos? No tenía la menor idea. Por lo que ella sabía, podía muy bien haber cumplido los cien. Poco le importaba. Su corazón había muerto al perder a su preciosa Valentina. Sin un corazón que la mantuviera joven, se había ido marchitando poco a poco hasta resecarse casi por completo. Pero todavía no estaba muerta, cosa por la que rezaba a diario, para así poder reunirse con su hija.

Immacolata apareció con la ayuda de un bastón como un pequeño murciélago sarnoso y desacostumbrado a la luz. Llevaba el pelo gris recogido en un moño sobre la coronilla y su rostro asomaba desde un velo negro y ahumado.

Alba se quedó de pie ante ella. Salvo los ojos sobrenaturalmente claros que delataban a la desconocida que moraba en aquel insoportable parecido, la joven que tenía delante de ella era la viva imagen de Valentina. A Immacolata se le llenaron los ojos de lágrimas y levantó la mano, temblorosa por la edad y la emoción, para tocar la suave piel morena de la chica. Sin mediar palabra, sus dedos acariciaron la parte viva de su hija. La parte que había dejado atrás. La nieta que se habían llevado al otro lado del mar, perdida, peor que muerta. Thomas jamás había vuelto con ella como había prometido. Ellos habían mantenido viva la esperanza. Casi habían muerto esperando.

Al ver las lágrimas de la anciana, a Alba se le velaron los ojos. El amor que vio reflejado en el rostro de su abuela era tan intenso, tan doloroso, que a punto estuvo de estrecharla entre sus brazos, pero Immacolata era demasiado frágil y menuda.

– Dios ha bendecido este día -dijo por fin la anciana con una voz suave e infantil-. Valentina ha vuelto encarnada en su hija. Ya no estoy sola. La vida vuelve a latir en mi corazón. Cuando muera, Dios recibirá en su seno a un alma feliz y agradecida y el cielo será para ella un lugar mejor.

– Adentro está fresco, entremos-sugirió Falco. Acordándose entonces del compañero de Alba, se volvió y asintió con la cabeza-. Perdónenos -añadió.

– Gabriele Ricci -se presentó el desconocido-. Alba ha venido de muy lejos para encontrarles. No me quedaré. Pero déle esto de mi parte. -Sacó una tarjeta blanca del bolsillo y se la dio a Falco-. Puede llamarme si necesita algo, aunque no creo que le haga falta.

A pesar de la curiosidad que sentía, Gabriele sabía que su presencia estaba de más en aquella reunión familiar. Se marchó pasando prácticamente desapercibido, deseando despedirse de Alba con un beso y animarla a que no perdieran el contacto y así quizá poder verse de nuevo. Se volvió con la esperanza de verla salir corriendo para darle las gracias, pero el restaurante estaba abarrotado de gente y él estaba solo en el muelle. Tan sólo el chiquillo se le acercó para ayudarle con el cabo.

Dentro del restaurante se servían las copas que anunciaban las celebraciones. Lattarullo se había sentado con Immacolata como la parodia de una dama de compañía, encantado de haber sido él y no il sindacco quien había estado presente para dar a Alba la bienvenida a casa. Il sindacco no tardó en llegar. No parecía tener más de cincuenta años. Llevaba el pelo pulcramente peinado y dividido por una raya perfecta, todavía negro como el azabache, con tan sólo algunas canas en las sienes. Iba vestido con unos pantalones de color verde oliva, sujetos con un cinturón, y una camisa azul celeste perfectamente planchada. Cuando entró en el restaurante, su perfume llenó el aire de tal modo que todos supieron que el hombre más importante del pueblo había llegado y se hicieron a un lado para abrirle paso.