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Cuando vio a Alba sentada con Immacolata, Lattarullo y Falco, abrió de golpe la boca y soltó un sonoro jadeo.

– ¡Madonna! -exclamó-. ¡Los muertos se han levantado! -Para aquel pueblo acostumbrado a los milagros, la resurrección de Valentina no estaba fuera de los límites de lo posible. Cogió una silla, tomó asiento y Falco los presentó.

– ¿Se trata de una coincidencia? -preguntó-. ¿Acaso acaba usted de llegar a Incantellaria?

– Dios me la ha traído -dijo Immacolata.

– Ha venido a buscarnos -intervino Falco.

– Llevo queriendo encontraros desde que era niña -dijo Alba, encantada con toda la atención. Atrás había quedado la humillación que había sufrido en Ñapóles y la maleta perdida, incluso Gabriele.

– Ya lo ves -dijo Immacolata con una voz tan dulce y feliz como la de su hija cuando Tommy había regresado a buscarla al término de la guerra-. No nos había olvidado. ¡Pero si hasta hablas italiano! Ya lo ves -añadió, volviéndose hacia su hijo-, lleva a Italia en la sangre.

– Te quedarás con nosotros -decidió Falco con su voz grave y hosca. Tras la muerte de Valentina, se había instalado en casa de su madre con su mujer. También Toto vivía allí con Cosima, su hija de seis años. Se habían mudado a la casa de la abuela cuando la madre de Cosima había huido con un bailarín de tango argentino.

– Puede quedarse en la habitación de Valentina -dijo Immacolata muy seria, y el pequeño grupo pareció quedarse de pronto sin aire. Era bien sabido que Immacolata conservaba la habitación de Valentina como un santuario. Durante veintiséis años la había limpiado y había cuidado de ella con todo su amor

de madre, pero nadie tenía permitido utilizarla. Ni siquiera la pequeña Cosima.

Alba percibió la importancia del gesto y dio las gracias a su abuela.

– Será un honor para mí ocupar la habitación de mi madre -dijo sinceramente-. Siento que estoy empezando a conocerla a través de vosotros. Es lo que he estado deseando toda mi vida.

Immacolata, exhausta por la excitación, ordenó a Lattarullo que la acompañara a casa.

– He ofrecido a la gente de Incantellaria una celebración pública. Ahora me gustaría celebrarlo a solas con mi familia. -Alba estaba más que entusiasmada con la perspectiva de ir a la casa donde había vivido su madre y dormir en su cama. De haber sabido que todo iba a ser así de mágico, habría dado aquel paso hacía años.

– ¿Dónde tienes el equipaje? -le preguntó Falco cuando salieron al sol de la tarde.

– Lo he perdido -respondió ella despreocupadamente-. Me lo robaron, pero eso ahora da igual.

– ¿Te lo robaron?

– Dios del cielo, ¿dónde está Gabriele? -Alba se volvió a mirar a su alrededor, avergonzada por haberse olvidado de él.

– Oh, se ha ido.

– ¿Que se ha ido? ¡Pero si no le he dado las gracias! -exclamó, decepcionada-. Ni siquiera se ha despedido de mí. -Se volvió a mirar al puerto como si esperara que él estuviera todavía allí, esperando junto al barco.

– Me ha dado esto para ti. -Falco le dio la pequeña tarjeta blanca. Llevaba grabado el nombre y el teléfono de Gabriele.

– ¡Qué encantador! -Se guardó la tarjeta en el bolso.

– Entonces, ¿no tienes equipaje? -preguntó Falco, incrédulo.

– No. De no haber sido por la generosidad de Gabriele, ah, y la inconsciente generosidad de los revisores del ferrocarril, ¡nunca habría llegado hasta aquí! -Subió al asiento trasero del coche y se recostó contra el cuero caliente del respaldo, caldeado por el sol. Falco subió a su lado. Immacolata se sentó delante, ansiosa por regresar al silencioso santuario de su casa y a las reliquias de los muertos. Lattarullo iba al volante.

El trayecto colina arriba estaba lleno de baches. La carretera era poco más que un maltrecho camino polvoriento.

– Intentaron asfaltarlo hace unos diez años, pero los fondos se agotaron, así que es liso durante el primer kilómetro desde que salimos del pueblo ¡y luego esto! -explicó Falco.

– A mí me parece encantador -respondió Alba. Para ella, todo lo que tuviera que ver con Incantellaria era encantador.

– ¡No pensarías lo mismo si tuvieras que subir por él todos los días!

Alba había bajado la ventanilla para decir adiós con la mano a los vecinos que celebraban su vuelta al pueblo. Ahora, a medida que se acercaban a la casa, sacó la nariz para aspirar los boscosos olores del campo. Desde lo alto de la colina pudo ver el mar, un resplandeciente manto azul bajo la suave luz del atardecer. Se preguntó cuántas veces habría contemplado su madre la misma vista. Quizás había visto entrar a su padre en la bahía con su torpedera.

Bajaron del coche y recorrieron a pie el sendero de césped que llevaba hasta la casa. El camino se había alargado durante los últimos años de modo que casi llegaba a la puerta de entrada. De pronto Alba percibió un olor dulce y azucarado.

– ¿Qué es eso? -preguntó, olfateando el aire como solía hacerlo Sprout-. ¡Es divino!

Lattarullo la miró.

– Tu padre me preguntó exactamente lo mismo la primera vez que llegó.

– ¿En serio? -preguntó Alba alegremente.

– Higos -intervino Immacolata con voz grave-. ¡Aunque te desafío a que encuentres una sola higuera! -Alba lanzó a Falco una mirada curiosa.

– Es embriagador -dijo con un suspiro-. Mágico.

Les siguió al interior de la casa de color tierra que la densa glicina cubría casi por completo, sumiéndola en la oscuridad. La abuela abrió la marcha por el pasillo con suelo de baldosas hasta el salón. Allí, en un rincón, ardían tres pequeños altares. Uno dedicado al marido de Immacolata, el otro al hijo que había perdido, y el tercero, que parecía brillar más que los otros dos, a Valentina. Cuando Alba se acercó, vio la fotografía en blanco y negro de su abuelo en uniforme, de pie, orgulloso y erguido. En sus ojos ardía el celo que le dedicaba a la causa que consideraba justa por derecho propio, y su boca esbozaba una sonrisa decidida, no muy distinta de la de Falco. La fotografía de su hijo, el tío de Alba, también era un retrato en blanco y negro y en él se veía a un joven con uniforme. Guapo, con la expresión descarada de un bromista en toda regla, sonreía. Cuando Alba posó la mirada en el altar dedicado a su madre, contuvo el aliento. No había en él ninguna foto. Tan sólo un retrato. Pintado con los mismos lápices que el que había encontrado debajo de la cama de la casa flotante. Valentina y Alba, 1945. Thomas Arbuckle. Ahora mi amor es doble.

Alba cogió el retrato y se acercó a la ventana para poder verlo mejor a la luz. La pintura era incluso mejor que la que ella ya conocía, pues retrataba a su madre mirando con adoración al bebé que mamaba de su seno. La ternura suavizaba la expresión de Valentina, que irradiaba un amor fiero y protector que parecía extenderse más allá del retrato y alcanzarla de pleno allí, sentada junto a la ventana, veintiséis años después.

– Te quería con locura -dijo Immacolata, cojeando hasta ella y sentándose a su lado-. Para ella simbolizabas un nuevo comienzo. La guerra había terminado. Valentina quería empezar de nuevo, ser otra persona. Tú eras el ancla que ella necesitaba, Alba. -Aunque la joven no comprendió las palabras de Immacolata, le sonaron bien.