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– Siempre me he preguntado qué clase de madre sería -dijo con un hilo de voz.

– Era una buena madre. Dios le dio una hija que le enseñó el valor de la compasión, el desinterés y el orgullo. Te ponía por delante de todas las cosas, por encima de todo, incluso de ella misma. Quizá por eso Dios decidió llevársela, porque había aprendido la lección que había venido a aprender.

– Es un dibujo precioso.

– Le diré a Falco que te haga una copia. Es increíble la de cosas que se pueden hacer hoy en día.

– Me encantaría tener una. Mi padre tiene el otro dibujo. Yo no tengo nada. -Immacolata le tomó la mano.

– Ahora nos tienes a nosotros, Alba, y yo compartiré contigo todos mis recuerdos. Sé muy bien que es eso lo que le gustaría a Valentina. Te pareces mucho a ella. Mucho. -Su voz quedó reducida a un mero susurro.

– No, no es cierto -respondió Alba, incapaz de ocultar su tristeza, recordando con amargura su vida promiscua y vacía-. No me parezco en nada a ella. Aunque quizá lo logre. Lo conseguiré. Cambiaré y me convertiré en una buena persona. Seré todo lo que a ella le habría gustado.

– Pero, Alba, mi niña, ya eres todo lo que a ella le habría gustado.

De pronto, el olor a higos entró por la ventana abierta, más intenso aún que antes. Immacolata cogió el dibujo y volvió a colocarlo con sumo cuidado tras la oscilante llama de modo que el rostro de Valentina quedara iluminado.

– Ven -dijo-. Te enseñaré tu habitación.

21

Immacolata subió con Alba al primer piso por una estrecha escalera de piedra. La casa era vieja, mucho más vieja que la propia Immacolata. Estaba impregnada de un penetrante olor a construcción antigua, al tiempo incrustado en el tejido del edificio. Immacolata subía despacio y Alba se veía obligada a contener su impaciencia, pues cada escalón la acercaba más y más a su madre.

Por fin, cruzaron el descansillo y llegaron a una gastada puerta de roble. Immacolata metió la mano bajo el chal negro que la arropaba y sacó un llavero del que colgaba un racimo de pesadas llaves. Las llaves que, como una celadora medieval, llevaba colgadas de una cadena donde debería haber estado su cintura, tintinearon metálicamente.

– Aquí está -dijo la anciana con voz queda.

La habitación era pequeña, con las paredes blancas y las persianas cerradas. Unos suaves rayos de luz ámbar se colaban por los huecos abiertos en las tablillas de madera de las persianas, envolviendo el espacio en una espeluznante nebulosa. El aire vibraba, colmado de vida, como si el espíritu de Valentina siguiera aún posesivamente aferrado a su mundo perdido. Immacolata prendió la vela que estaba sobre el tocador de madera, iluminando la tela de lino bordado sobre la que, delante de un espejo estilo reina Ana, reposaban con absoluta pulcritud el cepillo y el peine de Valentina, sus botellas de perfume, los botes de cremas y un tarro de sólido cristal de polvo de maquillaje. Alba reparó en que algunos cabellos de su madre seguían enredados entre las púas del cepillo. Immacolata se acercó arrastrando los pies al armario desteñido y decorado con parras labradas, abrió las puertas y dejó a la vista una hilera de vestidos.

– Valentina tenía gustos sencillos -dijo su abuela sin ocultar su orgullo-. No teníamos mucho dinero. Eran tiempos de guerra.

– Sacó un vestido blanco y lo sostuvo en alto para que su nieta lo viera-. Llevaba puesto éste cuando conoció a tu padre. -Alba tendió la mano y pasó los dedos por el delicado algodón-. Tu padre se enamoró de ella cuando la vio con él puesto. Parecía un ángel. Estaba preciosa. Preciosa y muy inocente. Le dije que llevara a tu padre a bañarse al río. Hacía calor. No hizo falta insistirles mucho. Yo sabía que no tendrían mucho tiempo para conocerse. Comprendí que querían estar solos. -Se santiguó-. Que Dios me perdone.

– Qué pequeño. Siempre la había imaginado alta.

Immacolata meneó la cabeza.

– Era italiana. Naturalmente que no era alta. -Sus manos artríticas rebuscaron entre los demás vestidos hasta dar con uno negro bordado con flores blancas-. Ah -suspiró melancólica-. Este es el que llevaba para la /esta di Santa Benedetta. Tu padre la acompañó. Yo misma la ayudé a ponerse margaritas en el pelo y le unté aceite en la piel. Estaba radiante. Estaba enamorada. ¿Cómo iba ella a saber que las cosas iban a terminar así? Tenía un futuro muy prometedor.

– ¿Qué es la /esta di Santa Benedetta? -preguntó Alba, viendo cómo Immacolata volvía a meter el vestido con sumo cuidado en el armario.

– Eres descendiente de santa Benedetta, una sencilla campesina que presenció un milagro. La estatua de mármol del Cristo que está en la pequeña capilla de San Pasquale vertió lágrimas de sangre. Fue un milagro, el modo en que Dios mostró a la gente de Incantellaria que su poder era absoluto. Todos los años la estatua lloraba. A veces la sangre era una simple lágrima. Cuando eso ocurría, los pescadores volvían con poco pescado, el agua se agriaba o la vendimia daba magros frutos. Si la estatua vertía sangre en abundancia, el siguiente era un año dorado. Incantellaria producía uvas jugosas y barriles llenos de olivas. Los limones colgaban suculentos y pesados; los brotes florecían más radiantes que nunca. Eran años de bonanza. Hubo también un año en que el Cristo no derramó ninguna lágrima. Ni una sola. Esperamos, sin apartar los ojos de la estatua, pero Dios había escrito ya lo que vendría y nos castigó llevándose a nuestra preciosa Valentina. -Se santiguó de nuevo-. Lleva veintiséis años sin derramar una gota de sangre.

Alba estaba ligeramente asustada ante la devoción de su abuela. Ella en raras ocasiones mencionaba a Dios, salvo cuando maldecía, de ahí que las sencillas creencias de campesina de Immacolata se le antojaran cuanto menos absurdas. Su mirada se posó en los pies de la cama, donde vio una pequeña cesta de mimbre de bebé en un pequeño soporte. Se sentó en la cama y miró dentro de la cesta, paseando los ojos por la sábana blanca y la manta de lana tejida a mano.

– ¿Esto era mío? -preguntó, perpleja, cogiendo la manta y llevándosela a la nariz para olería.

Immacolata asintió.

– Lo guardo todo -dijo-. Necesitaba tener algo a lo que aferrarme cuando tu madre nos dejó. -Las dos mujeres se miraron-. Me has hecho muy feliz, mi pequeña Alba. -Acarició la mejilla de su nieta con el pulgar-. Te mostraré dónde puedes darte un baño. Esta noche puedes usar el camisón de tu madre y mañana te compraremos algo de ropa, va bene? -Alba asintió con la cabeza-. Ven. Bajemos a comer algo.

Cuando salieron a la terraza, el estridente chillido de un niño resonó envuelto en un coro de grillos.

– Ah, Cosima -dijo Immacolata, y la expresión de su rostro se suavizó como la nieve bajo un rayo de sol. Una niña apareció de pronto tras una pequeña pared de arbustos, seguida por un pequeño perro rojo. Al ver a su abuela corrió a su encuentro, jadeante y hecha un mar de risillas, al tiempo que sus rizos oscuros de color miel rebotaban alrededor de una carita redonda y rosada y su vestido blanco y celeste revoloteaba contra sus rodillas.

– ¡Nonnina! ¡Nonnina! -Se detuvo instintivamente antes de caer en brazos de la anciana, sabedora de que su entusiasmo le haría perder el equilibrio. Immacolata posó la mano sobre la cabeza de la pequeña y se agachó para besarla antes de volverse a mirar a Alba.

– Dios se me llevó a Valentina, pero me bendijo con Cosima. -La niña clavó la mirada en Alba, estudiándola con unos ojos marrones abiertos y curiosos-. Cosima, ésta es Alba. Tu… -Se interrumpió, incapaz por un instante de especificar el parentesco que las unía-. Prima. Alba es tu prima.