– Yo no viviría en ningún otro sitio. Es una vida tranquila, pero no aspiro a nada más. -Toto sonrió a su hija-. Y es un buen sitio para criar a una hija. Tienes un montón de amigos, ¿verdad, Cosima?
– Constanza es mi mejor amiga -respondió la pequeña con voz seria-. Eugenia quiere ser mi mejor amiga, pero le he dicho que no puede porque ya tengo a Constanza. -Suspiró hondo-.
A Constanza no le cae bien Eugenia. -Arrugó la nariz y olvidó lo que estaba diciendo al ver salir a Cucciolo trotando de la casa con Falco. Aunque el hombre sonreía, sus ojos desvelaban una mirada fría como el hielo. Había algo en esos ojos que a Alba le recordó a su padre.
– Me voy al pueblo con Cosima y con Toto -dijo cuando su tío se sentó y se sirvió una taza de café-. Quizá podrías enseñarme la capilla de San Pasquale. Me gustaría ver el lugar donde se casaron mis padres. -Falco dejó sobre la mesa la cafetera y la miró como si acabara de golpearle en plena cara-. Immacolata me ha hablado de la /esta di Santa Benedetta. Todo eso ocurría en la capilla, ¿verdad? -continuó, totalmente ajena a la mirada de Falco.
– El milagro dejó de producirse ya hace años -intervino Toto con una sonrisa. Por su tono de voz, no era difícil suponer que tampoco él tenía un concepto demasiado elevado del ritual medieval.
– ¿Mi madre está enterrada allí? -preguntó Alba, dirigiendo la pregunta a Falco, que se había puesto pálido.
– No -respondió sin rodeos-. Está enterrada en la colina, mirando al mar. Es un lugar apartado donde descansa en paz. No tiene ninguna lápida.
– ¿No tiene lápida?
– No queríamos que nadie la molestara -dijo-. Esta tarde te llevaré.
Mientras Alba bajaba con Toto y su hija por el serpenteante camino que llevaba al pueblo, no podía dejar de darle vueltas al misterio que rodeaba la muerte de su madre. A punto estuvo de preguntarle a Toto sobre ello, pero no le pareció correcto hablar de esas cosas delante de Cosima. Decidió entonces preguntarle a la pequeña por sus animales, tanto por los de verdad como por los imaginarios. Cosima se apoyó en el hueco que había entre los dos asientos y canturreó con el entusiasmo de un pajarillo al amanecer.
En cuanto llegaron al pueblo, Toto llevó a Alba al banco y la ayudó a abrir una cuenta con el encargado, al que conocía desde el colegio. En el banco estuvieron más que encantados de poder hacerle un préstamo, después de haberse puesto en contacto con el gerente del banco de Alba en Londres. Cosima no cabía en sí de gozo cuando la acompañó a la tienda a comprarse ropa. Como no tenía madre, no estaba acostumbrada a ver a una mujer probándose vestidos y zapatos. Su bisabuela siempre iba vestida de negro riguroso. Inspirada por el entusiasmo de la pequeña, Alba se lo probó todo, pidiéndole que puntuara su opinión de cada prenda con un número del uno al diez. Cosima chillaba, encantada, riéndose de aquellas que le parecían espantosas y gritando sus «cero» a todo pulmón. Toto las dejó solas en la tienda mientras se tomaba un café en la trattoria. Todo el mundo conocía a Cosima y eran pocos los que todavía no se habían enterado de la dramática llegada de Alba el día anterior. Juntas, las dos primas caminaron de la mano por la acera, parándose delante de todas las tiendas, riéndose al ver su reflejo en los escaparates. Alba no era ajena al hecho de que Cosima podría haber sido su hija. Eran muy parecidas.
– Ahora quiero presentarte a los enanos -anunció alegremente Cosima.
– ¿A los enanos? -Alba no estaba del todo segura de haber comprendido bien.
– Si, i nanil -dijo Cosima, como si fuera lo más natural del mundo. Llevó a su prima al oscuro interior de una cavernosa tienda que parecía tener de todo, desde fregonas y comida a ropa y juguetes. La mujer que estaba detrás del mostrador sonrió afectuosamente a la niña. No parecía en absoluto una enana. Sólo cuando salió de detrás del mostrador Alba se dio cuenta de que había estado encima de una caja especialmente construida para ella, para que pareciera más alta. Sin su pedestal, apenas medía más de un metro de altura.
– Soy María. Y tú eres la hija de Valentina -dijo la mujer con evidente entusiasmo-. Dicen que eres igual a ella.
Antes de que Alba pudiera responder, el resto de la familia de María apareció como un puñado de ratones por unas cuantas puertas ocultas entre los objetos de la tienda. Debían ser unos seis, todos de un metro de estatura, con los rostros rojos y brillantes y alegres sonrisas. A Alba se le ocurrió que quedarían fantásticos en un jardín, con sus cañas de pescar y sus gorros, pero enseguida controló su maliciosa ocurrencia, recordándose que estaba intentando ser buena persona.
– ¿Venden ustedes ropa de niño? -preguntó.
– ¡Oooh! ¡Ya lo creo! -exclamó Cosima, desapareciendo por uno de los pasillos con sus lustrosos rizos rebotando como muelles a su alrededor. Alba, seguida por el séquito de enanos al completo, fue tras ella. La niña iba sacando hermosos vestidos y sosteniéndolos en alto para enseñárselos a Alba. Sus ojos marrones ardían, esperanzados.
– Muy bien, Cosima, del uno al diez. ¿Cuáles te gustan? -Se cruzó de brazos y se puso seria. Al principio, la niña no supo qué hacer. Jamás le habían ofrecido más de un vestido. Febril de pura excitación, se quitó el que llevaba puesto y se quedó allí de pie con sus bragas blancas, con tres prendas en la mano, intentando decidir qué vestido probarse. Con la ayuda de María y de sus hijas, la pequeña desfiló con los vestidos como una princesita, paseándose de un extremo al otro del pasillo y girando una y otra vez para que revolotearan a su alrededor como bellas flores. Ninguno de ellos se llevó un cero. Abrumada por la presión de la decisión, Cosima se veía incapaz de decantarse por uno.
– No sé -gimoteó al borde del llanto al tiempo que se le expandía el pecho y se le aceleraba la respiración-. ¡No sé cuál escoger!
– En ese caso, tendremos que llevárnoslos todos -respondió Alba despreocupadamente. La niña la miró con unos ojos grandes como un par de lunas. Luego se echó a llorar. María la estrechó entre sus brazos, pero Cosima la apartó y sollozó contra Alba.
– ¿Qué pasa? -le preguntó la joven, acariciándole el pelo.
– Nadie me había comprado nunca tantos vestidos -dijo la niña, tragando saliva. Alba pensó en la madre de Cosima, que había abandonado a su hija por un bailarín de tango, y se le encogió el corazón.
– Ya verás cuando tu padre te vea con ellos. Podríamos organizar un pase de modelos esta tarde. Lo mantendremos en secreto y le daremos una sorpresa.
Cosima se secó los ojos con el dorso de la mano.
– Oh, sí. ¿Podemos?
– Creerá que te has convertido en una princesa.
– Ya lo creo.
– Ahora, ¿podrías hacerme un favor?
– Sí.
– Quiero que me dejes dibujarte. -Alba no había vuelto a dibujar desde niña. Ni siquiera estaba segura de poder hacerlo-. Compraremos papel y lápices y posarás para mí. ¿Lo harás? -La pequeña asintió entusiasmada-. Podrías llevarme a algún sitio bonito. Prepararemos un picnic y podrás contármelo todo sobre Constanza y Eugenia, y sobre tus demás amigas del colegio.
Cuando llegaron a la trattoria cargadas de bolsas, Toto las miró literalmente boquiabierto.
– Seguro que las tiendas han ganado más hoy que en todo un mes -dijo. Cosima sonrió y sacó pecho. Su padre entrecerró los ojos-. ¿A qué viene esa cara? -le preguntó, sentándola sobre su rodilla.
– Es una sorpresa -respondió la niña con una risilla. Toto miró primero a Alba y luego clavo los ojos en las bolsas.
– Ah, ya entiendo.
– He perdido todo mi vestuario. Una chica tiene que tener ropa -explicó Alba.
– Es verdad -concedió Cosima, y su carita de querubín resplandeció de pura felicidad.